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Cultura

15 de Septiembre de 2011

Cenas y escenas: Mis encuentros con Raúl Ruiz

Además de un gran director de cine, el chileno Raúl Ruiz (1941-2011) también fue un gran cultor de los placeres del cuerpo. Poco después de su muerte, otro cineasta lo recuerda como genio y auténtico sibarita.

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Escrito por Luis Ospina para la revista colombiana El Malpensante

La primera vez que vi el nombre de Raúl Ruiz fue en 1971 en la revista peruana Hablemos de Cine. Se hablaba ahí de Tres tristes tigres (1968), que de inmediato nos llamó la atención a Andrés Caicedo y a mí por las connotaciones cabrerainfantescas de su título. Había además una fascinante entrevista con Raúl, realizada por Federico de Cárdenas, que incrementó nuestro interés por ver esa película mítica.

Ningún director latinoamericano se expresaba como él. No obstante, pasaron varios años antes de que pudiera realizar mi deseo.

La primera película de Raúl que vi fue La vocación suspendida (1978), recién llegué a París ese mismo año. Su nombre se había quedado en mi memoria y ése fue el pórtico para comenzar a recorrer su filmografía infinita, que en el momento de su muerte, el 19 de agosto de este año, sobrepasaba las doscientas obras, entre largometrajes, mediometrajes, cortometrajes, series de televisión e instalaciones.

Luego vi “Diálogos de exiliados” (1975), inversión libre del texto del mismo nombre de Bertolt Brecht, que Raúl filmó a los pocos meses del golpe de Pinochet y de su arribo a París. La película, mezcla de ficción y documental, venía precedida por la polémica que causó su prematura y profética visión, no exenta de fina ironía, de lo que iba a volverse el exilio para muchos latinoamericanos. Todos los cineastas “Patria o Muerte” le cayeron encima a Raúl por burlarse de los exiliados políticos en París, pocos meses después del golpe de Pinochet.

En el marco del Festival de Cine de París pude ver “La hipótesis del cuadro robado” (1979), en la cual Raúl continúa la exploración que comenzó en La vocación suspendida del universo klossowskiano. En sus escasos 65 minutos nos plantea un enigma que puede o no tener solución según el rol que asuma el espectador. Los cuadros del pintor imaginario Tonnerre son recreados en preciosos tableaux vivants por el cineasta y su director de fotografía Sacha Vierny.

A la salida del filme, en compañía de Hernando Guerrero, descubrimos a Raúl sentado en el bar del festival, tomándose una copa de vino rojo. Al ver esa oportunidad de conocerlo vencí mi timidez y lo abordé con la disculpa de que Pepe Sánchez me había dicho que fue uno de sus grandes amigos cuando vivió exiliado en Chile y trabajó como asistente de Miguel Littín en “El chacal de Nahueltoro” (1970). Pepe me había contado que casi se alcoholiza por las cantidades ingentes de vino que tomó con Raúl. Desde entonces siempre asocio a Raúl con el vino rojo.

Le dije que yo era un cineasta colombiano que acababa de filmar una película en Colombia y que la estaba editando en París. Me preguntó de qué trataba y yo le dije que era sobre la “pornomiseria”. Demostró interés por el tema y nos sonrió pícaramente con sus ojos negros y sus cachetes rojos. Antes de despedirnos le dije que por favor me diera su dirección y el teléfono para mandarle una invitación a la premier de Agarrando pueblo cuando estuviera terminada. Nos dio sus señas en la Rue Marsoulan y nos retiramos muy contentos de haber conocido un director de cine consagrado.

A los pocos meses fue el estreno de Agarrando pueblo en el cine République, administrado por Paulo Branco, quien años después se convertiría en productor de Raúl. Averigüé quiénes eran los directores latinoamericanos que residían en París y los invité a todos. El único que apareció ese día fue Raúl. Debo admitir que me sentí un poco intimidado por su presencia pues yo era un novel director desconocido que presentaba un cortometraje hecho con escasos medios y él era ahora Raoul Ruiz, un director que comenzaba a ser reconocido en Francia y había probado que podía ser más francés que los franceses.

Pero también me sentí muy agradecido de que él se tomara la molestia de ver mi película un sábado en la mañana. Al final de la proyección Raúl volvió a sonreírme con cara de complicidad y me felicitó con la discreción característica de los chilenos.

En una de mis ausencias del apartamento que compartía con Guerrero en la Rue des Vinaigriers, Hernando invitó a Raúl a almorzar para hacerle una entrevista junto con el cinéfilo mayor José Ignacio Ruiz Fuentes para la revista Cinemateca. Innúmeras botellas de vino rojo fueron consumidas. Raúl habló de lo divino y lo humano con sabiduría y erudición.

Otra cosa que siempre he asociado con Raúl es la comida. Y fue por la comida que se produjo nuestro siguiente encuentro gracias al azar maravilloso. Lo encontré sentado solo en un restaurante japonés, como de una película de Ozu. Al verme me invitó a su mesa y tomó muy en serio su oficio de anfitrión. Pidió sake e infinidad de platos exquisitos. Se notaba que era un habitué del restaurante y fuimos atendidos por el personal con muchas venias y sonrisas.

Con Raúl se podía hablar de todo. Era un encantador de serpientes. Ningún tema por bajo o por alto le era ajeno. Su conversación era laberíntica llena de lo que ahora se llaman links e hipervínculos, digresiones geniales y acotaciones eruditas. Quizá porque estába-mos en un restaurante japonés hablamos de Mizoguchi, director por el que me había interesado mucho desde que vi un gran ciclo de sus películas en París. Y de ahí Raúl, como un prestidigitador, saltó a otros temas, por ejemplo las características de los chilenos, las costumbres de los dogones, las historias de marineros, los tratados sobre las sombras chinas, los autos sacramentales, los evange-lios apócrifos y los teólogos esotéricos.

A propósito de esto último, Raúl me contó que en la transcripción de la entrevista que le hicieron Guerrero y Ruiz Fuentes había algo que le causó mucha gracia. En un momento de la entrevista él se refirió al teólogo Escoto Erígena pero cuando Guerrero transcribió la ruidosa y animada graba-ción no oyó bien y le cambió el nombre al renacentista carolingio por el de “Coto Berenjena”. A Raúl no le im-portó esta tergiversación y se le hizo desopilante el error.

La sobremesa, acompañada con sake caliente y buena conversación, nos tomó el resto de la tarde. Salimos del restaurante y nos despedimos sin saber cuándo sería el próximo encuentro. En 1987, casi diez años después, estando yo de visita en París, me invitó Barbet Schroeder a almorzar en casa de Raúl. Pasó a recogerme a mí y a la artista Susana Ca-rrié en su Volkswagen blanco descapotable, acompañado
de su esposa, la gran actriz Bulle Ogier. Nos bajamos del carro y descargamos muchas botellas del mejor vino para subirlas donde Raúl, quien nos recibió junto con su esposa, la montajista y directora Valeria Sarmiento.

El preámbulo al almuerzo fue largo y los entremeses muy variados, así como la música que el propio Raúl ponía en el tornamesa, que iba desde lo más sublime a lo más banal, desde música clásica persa al niño cantor Joselito, pasando por Olga Guillot y Sarita Montiel. Raúl, ofician-do de chef, preparaba con parsimonia un exquisito gigot. Todo esto adobado con la enciclopédica conversación de Raúl. “¡Qué luz, qué trato, qué conversación!”, como diría la mamá de Mayolo. Cuando estuvo listo el cordero comimos y bebimos como unos heliogábalos. Luego Raúl nos sirvió un licor de pera muy especial que dio paso
a enormes copas de coñac y a finos cigarros, seguidos después por más vino.

Susana Carrié padecía una fiebre de más de 40 grados y su malestar era tan evidente que Raúl le ofreció su cama para que se recostara. Cuando la fui a despertar, dos horas después, ella deliberaba en
voz alta y repetía estas palabras crípticas: “Parábolas baladíes… parábolas baladíes”. Al volver en sí me contó que había tenido los sueños más locos y hermosos de su vida; se los atribuyó a haber puesto su cabeza sobre la almohada de Raúl; fue como si ésta proyectara dentro de su subconsciente diálogos y escenas de las películas del director surrealista.

Seguimos bebiendo y comiendo como si fuera a pasar de moda. Nunca el vino tinto me supo tan rico. No solo tomamos trago sino también fotos, algunas de las cuales todavía conservo. Nos pusimos sombreros de paja y payaseamos ante el lente. Cuando estaba cayendo la tarde, Raúl salió al balcón de su apartamento de Belleville a mostrarnos la vista. Volvimos a la mesa y seguimos con los
quesos, los postres y los licores digestivos. La sobremesa se prolongó hasta casi las diez de la noche, cuando Raúl de pronto exclamó: “¡Vamos a comer a un restaurante chino!”.

Salimos a la noche parisina y fuimos a un restaurante con espejos en el techo que multiplicaban todos los deliciosos platos que Raúl escogió para nosotros. Volvimos a comer y a beber. Al final de la velada hice cuentas: ¡duramos comiendo once horas!

Nuestro siguiente encuentro se dio por persona inter-puesta. Ramón Suárez, director de fotografía cubano de Memorias del subdesarrollo (1968) y quien había colaborado conmigo en Pura sangre (1982), trabajó con Raúl en El ojo que miente (1992). Tanto el franco-chileno como el franco-cubano me expresaron el goce que fue haber trabajado juntos. Lo mismo digo yo. ¿Qué me iba a haber imagina-do que algún día nuestros rumbos se iban a cruzar? O el mundo es muy pequeño o el cine muy grande.

Pasaron los años y las películas de Raúl se sucedieron una a una vertiginosamente. Por fortuna llegó a Cali un ciclo dedicado a él que disfruté mucho en compañía de mis amigos del Grupo de Cali. Pudimos ver una copia impecable de Las tres coronas del marinero (1983), que nos sorprendió enormemente no solo por su extraordinaria narración sino también porque una escena sucede en un burdel de Buenaventura, una Buenaventura irreal recreada por Raúl en un puerto de Portugal. Al ver varias películas de Raúl sucesivamente, la una se fue fundiendo con la otra, como si se tratara de una sola película infinita, como si el celuloide se hubiera convertido en una cinta Möbius que forma un palíndromo cinematográfico. Eso me ha pasado con el cine de Raúl desde entonces. Todas sus películas son una sola.

Nuestro siguiente encuentro se dio seis años después en Bogotá, cuando la Embajada de Francia y Álvaro Res-trepo, director de la asab (Academia Superior de Artes de Bogotá), trajeron a Raúl para dar un taller en la escuela. En esa oportunidad Raúl, quizá porque ya me conocía, me escogió para ser su asistente en el taller, además de acompañarlo a almorzar y a cenar. Esta serie de conferencias en torno al cine, que comenzó con su famosa teoría del conflicto central, luego la convertiría en el libro La poética del cine. Al final de la tarde él solía tomar pisco sours en el bar El Chibcha del hotel Tequendama.

Algunas veces yo lo encontraba ahí escribiendo versos alejandrinos por el gusto de hacerlo. Cuando se aproximaba el fin de semana la Embajada le propuso a Raúl llevarlo a hacer turismo, cosa que no le entusiasmaba mucho, como me lo confesó. Ante esto a mí se me ocurrió proponerle que prolongara el taller dos días para enseñarnos a rodar rápido y barato. Él me dijo que si yo me conseguía las luces y las cámaras podíamos codirigir un corto con los alumnos del taller, grabado por dos unidades en una sola locación, en el bello y afrancesado edificio de la asab.

Al final de la charla del viernes Raúl invitó a todos los alumnos a participar en el filme colectivo. Como primera tarea le pidió a cada uno de los alumnos que trajera un objeto cualquiera para el día siguiente. Con esos objetos y un par de escenas que Raúl trajo esbozadas en un papel se empezó la película. Varios alumnos se incorporaron al guion, que se iría construyendo como un cadáver exquisito, para ser grabado por Raúl y por mí separadamente.

Ni él sabría lo que yo estaba grabando ni yo sabría lo que él estaba grabando. Raúl me retó a que apostáramos carreras a ver quién rodaba más rápido. Yo acepté ese reto a sabiendas de que Raúl, maestro de la velocidad y la recursividad, sería el vencedor desde un principio.

Comenzamos a grabar y a la cámara de Raúl comenzó a fallarle el color. Sin inmutarse, tomó la sabia decisión de continuar grabando en blanco y negro. Me sorprendió su serenidad para tomar decisiones y poner en escena, paseándose como un oso por el set mientras Rodrigo Lalinde cuadraba las luces. Capítulo 66 corresponde a un episodio, de ahí el título, de una especie de telenovela gótica que no sabemos cómo comenzó ni cómo terminará. Sucede en una escuela en la cual se van creando dos bandos antagónicos, zombis y amnésicos, a causa de los experimentos conductistas de algunos de los profesores.

Después de que terminamos el rodaje Raúl y yo nos fuimos a cenar al Refugio Alpino. Como siempre comimos abundantemente y bebimos mucho vino tinto. Raúl cambiaba de marca de vino cada vez que terminábamos una botella. Como él se iba al día siguiente hablamos sobre la estructura que debía tener la película y, en una servilleta, ordenó rápidamente las escenas que yo después montaría por mi cuenta.

Para todos los que asistimos al taller, la experiencia de haber trabajado bajo las órdenes de este gran maestro fue maravillosa y enriquecedora.

En 1998 Barbet Schroeder y sus asociados de Hollywood le produjeron a Raúl el thriller Shattered Image, filme no muy afortunado a causa de los choques que el chileno tuvo con el sistema norteamericano de producción, como me lo confesó: “Al fin conocí gente peor que Pinochet”.

Dos años después, en una cena pantagruélica con su asistente Victoria Clay-Mendoza, en el majestuoso restaurante chino Le Président en Belleville, Raúl hizo lo acostumbrado siempre que nos veíamos y escogió de nuevo el menú. Pidió numerosos platos preparados con animales de tierra, mar y aire, maridados, desde luego, con excelente vino tinto. A medida que avanzaba la noche el rostro de Raúl se volvía cada vez más rojo y su ingenio cada vez más agudo. Nadie ha sabido reírse más de los propios chilenos que Raúl Ruiz. Gozaba caracterizando a sus compatriotas. Decía que los chilenos eran tan tímidos que siempre que hablan con uno bajan la mirada como si uno tuviera subtítulos en el pecho.

Agregaba que hombre que se porta mal en este mundo reencarna en chileno en el otro. Y por último decía que los chilenos y los portugueses debían unirse y conformar un solo idioma pues los unos no pronuncian las vocales y los otros no pronuncian las consonantes.

Volví a coincidir con Raúl en el Festival de Venecia 2000 cuando acompañé a Barbet Schroeder y a Fernando Vallejo en la premier de La Virgen de los Sicarios. Raúl a su vez estrenaba La comedia de la inocencia. En compañía de Barbet y Sandro Romero asistí a la conferencia de prensa del filme. Al finalizar solo pude saludarlo brevemente y no lo volví a ver en Venecia.

Nuestro último encuentro fue en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) 2010, cuando el festival hizo el “Reencuentro de dos potencias: Raúl Ruiz y Edgardo Cozarinsky”. Ese día me los encontré en el hotel Abasto reunidos conspirando para planear el evento de esa noche. Estos diálogos de eruditos, moderados por el director del Bafici, Sergio Wolf, en una sala llena hasta las banderas, fueron geniales.

Edgardo hizo de straight man de Raúl. Máscara contra pelo: dos mentes brillantes y sofisticadas jugaron un ping-pong intelectual memorable. Al día siguiente encontré de nuevo a Raúl departiendo en el hotel Abasto en compañía de su amigo y director de fotografía Ricardo Aronovich y otras personas que yo no conocía. Me senté con ellos y, como cosa rara, no tomamos vino tinto sino cerveza, quizá debido al problema hepático de Raúl.

Lo vi más flaco pero tan brillante como siempre. Cuando se despidió de mí por última vez me dijo que iba para una librería porque quería comprar los libros de Andrés Caicedo. Como en una de las películas
de Raúl Ruiz, el principio se encontró con el FIN.

Luis ospina (Cali, 1949). Director de cine y documentalista. El año pasado el Ministerio de Cultura de Colombia le concedió el Premio Vida y Obra.

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