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Opinión

17 de Octubre de 2011

Llantos de orfandad

Mi amigo el Guille, con el que habitamos el Valpo-Viña de fines de los ‘70, y que supongo todavía vive en Mendoza con su hermosa familia, solía repetir una frase, entre otras, levemente inquietante: “No todos tienen la suerte de ser huérfanos”. Yo la hice mía y la usé a lo largo de un gran […]

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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Mi amigo el Guille, con el que habitamos el Valpo-Viña de fines de los ‘70, y que supongo todavía vive en Mendoza con su hermosa familia, solía repetir una frase, entre otras, levemente inquietante: “No todos tienen la suerte de ser huérfanos”. Yo la hice mía y la usé a lo largo de un gran tramo de mi comparecencia como docente; la tiraba en un sentido simbólico y no autobiográfico, para producir una situación paradojal, lo que sin duda me trajo más de algún problema comunicacional, con una gran explicación de por medio. El tema es fuerte porque la orfandad es un constituyente estructural del Chile profundo.

Hago mención de este dato de historia personal a propósito de un programa de la tele abierta que al interior de un matinal provoca el reencuentro de personas (familiares) que fueron separadas por circunstancias tristes de la vida; se trata de padres e hijo(a)s y hermano(a)s que buscan restablecer el vínculo parental, y para ello recurren a la policía. Yo lo veo los martes, que es el único día en que por horario tengo la mañana libre y hago vida casera, lo que incluye la tele prendida mientras realizo tareas domésticas.

No puedo dejar de emocionarme, el programa es lacrimoso y triste, cuando lo veo me recuerda a un tío que según el relato familiar se arrancaba de la casa cada vez que podía, y permanecía ausente grandes períodos de tiempo hasta que era encontrado por la familia. Mi madre contaba que compraba un boleto de tren que apenas le alcanzaba para la próxima estación, trabajaba un tiempo en el campo, todo esto era en la región maulina, hasta que el abuelo recibía la noticia de que un niño de ojos claros y rubiecito fue visto en tal o cual campo, formando parte de la peonada o como personal de servicio (dicen que se hacía querer). Y volvía a casa, respetuoso y sumiso, hablando como huasito. Siempre que leo el cuento “El cautivo” de Borges, muy útil pedagógicamente por su extensión mínima, me acuerdo de este tío mío.

Lo que más me llama la atención del programa es que casi siempre son mujeres las que buscan a una hermana (separadas de niña por una madre que tuvo que entregarlas a terceros porque no tenía los recursos para criarlas) o a su madre, o a un padre que armó otra familia después de una separación traumática; los hombres en cambio, parecieran capitalizar el odio y el resentimiento que la orfandad produce. He visto llantos sobrecogedores de reencuentro de dos hermanas y de una hija con su madre anciana. Lágrimas de un dolor profundo en que la felicidad del volverse a ver se mezcla con una memoria rota y con la historia de un sujeto que quiere restablecer continuidades. El reproche se transforma en una cicatriz notoria, pero la herida estaría sanada gracias a esta búsqueda que llegó a buen término. Me detengo en esa dolorosa felicidad porque es el lugar de gestación del juego de las lágrimas.

Recuerdo otro llanto prodigioso, también televisivo, corría la década de los 80 y don Francisco dominaba la pantalla con su Sábados Gigantes, un concursante, al parecer desempleado, rompe en llanto al momento de ganar un dinero sustancioso en una época brutal de crisis económica. Era tan desolador ver a ese hombre ocultar su rostro entre sus manos y darle la espalda a la cámara, y, simplemente, llorar de angustia y desolación que el conductor tuvo que consolarlo, sobrecogido y descolocado, e ir a comerciales.

En lo personal le hago el quite al llanto y a las situaciones que lo provocan, no puedo negar que me duele el llanto de los otros, sobre todo el de los niños (el verosímil, no la pataleta) me sobrecoge. Yo, al revés, he intentado trabajar con el humor, aunque no el que produce risa, sino ese de la ironía crítica que supone odiosidad. Dicha práctica intenta, precisamente, evitar el llanto fácil que naturalmente causa el abandono, y convertirlo en cinismo deconstructivo; digo, digo.

Estos últimos días hemos llorado por las lacrimógenas y seguiremos haciéndolo por un buen tiempo. Lo importante es que esas lágrimas alérgicas nunca se confundan con las que produce la orfandad y el abandono de un país injusto que, además, las convierte en espectáculo.

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