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Opinión

16 de Febrero de 2012

Hasta la última piedra del río

Parece que el humor es, grosso modo, lo que hace reír. Y se puede reír de muchísimas maneras. Se puede reír incluso sin sonrisa. Sabemos que existe hasta la risa triste, y que no hay que estar enfermo para llorar y reír al mismo tiempo. “El humor es la gentileza de la desesperación”, decía Oscar […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Parece que el humor es, grosso modo, lo que hace reír. Y se puede reír de muchísimas maneras. Se puede reír incluso sin sonrisa. Sabemos que existe hasta la risa triste, y que no hay que estar enfermo para llorar y reír al mismo tiempo. “El humor es la gentileza de la desesperación”, decía Oscar Wilde, el gran humorista de las frases célebres. Difícil (y aburrido) vivir sin humor. Aquellos a los que les falta, a nuestros amigos les producen desdén. La categoría de “tonto serio” no nació por nada. El mundo es demasiado simple sin humor. Es la realidad restringida a lo manejable. El que no se ríe, en el fondo, considera que el universo le presta atención, al menos más de la que él le presta al universo. El humor le encuentra otra vuelta a la tuerca.

Según Platón: “”Ninguna de las cosas humanas es digna de gran preocupación”. En otras palabras: nada es tan grave. O casi nada, porque cuando un hombre se ensaña contra otro hombre, es decir, cuando la humanidad se suspende, parece que el humor cesara con ella. Entonces, la única risa posible es la bestial: la de los nazis matando judíos, la del violador que carcajea, la del Guatón Romo ironizando con sus métodos de tortura, la del goloso frente al hambriento. La risa puede ser así tanto un arma de humillación, como un canal de complicidad. Democratiza cuando apunta al poder y afianza la moral establecida cuando ridiculiza a quienes la cuestionan.

El asunto, claro, está plagado de matices, porque ése que cree saber con meridiana claridad en qué consiste este fenómeno esencialmente liberador, está condenado a sufrir en lugar de gozar con la aparición de sus versiones insospechadas. La ética y el humor se la pasan discutiendo. No hay un ser humano que no merezca reír o provocar risa. Es muy frecuente escuchar en los testimonios de grupos que han pasado por experiencias dolorosísimas, alabar al que mantuvo el vaho de la subsistencia con la frase “nunca perdió el buen humor”.

Estamos ante una herramienta de proporciones. Una talla bien puesta descalabra edificios de granito. Funcionan en plenitud cuando dan con la pequeña verdad que lo pomposo esconde. Los regímenes totalitarios no soportan el humor; las religiones, en último término, le llaman herejía, y algo parecido le sucede a los ideólogos que conocen la respuesta correcta para todas las interrogantes. Es curioso, pero en esto el homo sapiens da para lo que se quiera: hay tipos extremadamente momios a los que el humor traiciona y redime, y almas revolucionarias convertidas por su ausencia en hienas lamentosas. A cierto punto, hay quienes lo consideran “una falta de respeto”. Y claro que se trata de una falta de respeto. El humor no hace concesiones, no distingue ni se arrodilla jamás. Cuando se acobarda, murmura. Si no se adentra en lo que nadie quiere mostrar, difícilmente explota. Por eso causan tanta risa los que dicen lo que no piensan, muestran lo que no son, o predican lo que no entienden. Siempre se interna por las fisuras. No se contenta con leer lo que el otro quiso escribir. Las declaraciones de buena voluntad no bastan para seducirlo. En último término, descree. Por mucho que se esmere en algo, percibe de pronto que la existencia es un juego sin exclusiones. Hasta la última piedra del río es una ficha en el tablero. Son tantas las “variables ocultas”, como diría Nicanor, que cualquier esfuerzo por manejar el curso de las cosas sin contemplar cambios en la ruta, resulta, paradójicamente, irracional. Borges contaba que su padre repetía con frecuencia: “Es tan raro este mundo que todo es posible, hasta la Santísima Trinidad”. Él, por su parte, escribió: “Adornado con figuras / en el parque de Camet, / se lee un letrero que dice: / “Hay que lavarse el ojet”.

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