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Opinión

28 de Julio de 2012

La musa del cuarto de baño

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Si ustedes son como yo, siempre deben tener algo para leer en el baño –cualquier cosa sirve–. Un reportero me contó que un día tuvo que pasar la noche en casa de un ex presidente; desesperado por leer algo, buscó por todas partes un libro o una revista y, para su asombro, no encontró nada que leer en ningún rincón de esa inmensa mansión costera, ni siquiera un menú de comida china o un folleto sobre alguna venta de pasteles de la iglesia local. He descubierto que últimamente se ha intentado mejorar esta situación; hay una antología bastante fácil de encontrar llamada Uncle John’s Bathroom Reader, que en Amazon se describe a sí misma de la siguiente forma:

¡Al fin… aquí está… el libro que has estado esperando! No más búsquedas desesperadas de último minuto para encontrar ese artículo perfecto. No más decisiones angustiosas entre textos superficiales y lecturas más serias. ¡Este pequeño volumen lo tiene todo: entretenimiento, humor, educación, trivialidades, ciencia, historia, cultura pop… y más! Incluso está organizado por extensión: puedes pasar un rato con las Lecturas Rápidas, relajarte con los artículos de Longitud Normal, o ponerte realmente cómodo con los Artículos Largos.

¿Se ha hecho alguna encuesta entre aquellos que se encierran en el baño para preguntarles cómo pasan el tiempo adentro? ¿Leen, fuman, hablan solos, reflexionan sobre alguna cosa, dicen plegarias o simplemente miran a su alrededor? Si no se ha hecho, ¿por qué? Todas esas luces de baño prendidas a altas horas de la noche, en ciudades grandes y pequeñas por igual, deben indicar que hay alguien adentro haciendo mucho más que responder al llamado de la naturaleza. Esposas que se deslizan del lado de sus esposos roncadores, esposos que no pueden dormir por el bruxismo de sus esposas, o simplemente viejos y llanos insomnes que buscan un refugio, un lugar tranquilo para leer y meditar. Con toda la vigilancia a la que una docena de agencias del gobierno y un número incontable de compañías privadas someten a cada norteamericano, no me sorprendería que ya se haya roto el velo que cubre el secreto de estas actividades nocturnas. Ya deben tener monitoreados muy de cerca a algún dentista en Miami, un granjero de Iowa, una corista de Las Vegas, y a miles de otros a lo largo del país para determinar el nivel de peligro que representan ellos y otros lectores de baño para Estados Unidos. Es posible que, una vez sus descubrimientos se hagan públicos, sea necesario que el Congreso tome medidas al respecto.

¿Leían nuestros Padres Fundadores en sus bacinillas? Durante mi infancia en Serbia, cuando los baños externos eran habituales en el campo y la gente del común consideraba el papel higiénico un lujo decadente, la pila de periódicos viejos que guardábamos en la caseta del baño no solo servía como sustituto del papel higiénico; también constituía un material de lectura llamativo que, además de servir como suplemento de mi educación, me entretenía. Era común –y probablemente todavía lo sea en algunas casas– enviar a alguien a tocar la puerta del baño cuando algún niño o adulto desaparecía y no podía ser encontrado. Todos hemos tenido parientes que pasan cantidades exorbitantes de tiempo en el retrete o tirados en una tina llena de agua mientras leen revistas y novelas, hasta que una pequeña fila se forma junto a la puerta, todos tan impacientes por hacer sus necesidades como por enterarse de qué es lo que el último ocupante, de aspecto culpable, ha estado leyendo adentro.

Como invitado en casas ajenas, he descubierto librerías de baño cuyo tamaño y pretensiones intelectuales me han quitado el aliento. Nunca entendí si los diálogos de Platón en el griego original, junto al Manifiesto comunista de Marx y la última novela de Thomas Pynchon, estaban ahí para impresionar al visitante; o si, en el caso de otro tipo que tenía una pila de memorias de ex presidentes hasta Reagan, estaban ahí para causar risa. No puedo decir que haya encontrado mucha poesía en baños, ni siquiera en casas de poetas, pero me he topado con una que otra antología. ¿Será indecoroso leer alguno de los soliloquios de Hamlet o la “Oda a un ruiseñor” de Keats en esas condiciones? No lo sé. He escuchado que hay personas que leen la Biblia en el baño, lo cual, incluso para alguien no creyente como yo, resulta impactante. Pero fue aún más horrible darme cuenta de que en el baño de un famoso coleccionista de arte había una pintura de la Madona con el Niño, hecha por algún imitador muy talentoso de Rafael o –¡Dios nos libre!– por el maestro mismo. En cuanto a mis propias preferencias, me muevo entre obras de referencia como Halliwell’s Film Guide [“Guía Halliwell de cine”], el Libro Guinness de los récords, un diccionario de filosofía y el Farmer’s Almanac [“Almanaque del granjero”]. Pero en caso de emergencia estoy dispuesto a leer en la revista People que Kyra Sedgwick y Kevin Bacon son primos lejanos, o a saber si Emma Stone preferiría besar a Ryan Gosling o a Andrew Garfield.

Una vez, mientras estaba en lo que me pareció la comida más aburrida de la historia, se me ocurrió que una prolongada visita al excusado podría aliviar un poco mi tedio. Sin embargo, cuando llegué, me encontré con uno de esos baños tan grandes que parecen una estación de trenes, en el cual lo único que había para leer eran algunas páginas de instrucciones de una caja de jarabe para la tos, escritas en letra menuda. Las estudié a fondo y sin afán antes de volver donde mi anfitrión y sus demás invitados. Obviamente, si no hay nada que leer, uno siempre puede pasar el tiempo rumiando acerca de si comprar o no un compañero para la carpa dorada que habita el acuario de la casa, o deliberar sobre si el universo es finito o infinito. Dejando de lado las bromas, estoy convencido de que en los baños ha habido reflexiones muy serias y que es una gran pérdida para la humanidad que los nombres y las ideas de estos filósofos no sean conocidos.

No hay duda de que Pascal tenía razón cuando dijo que la mayoría de los males en esta vida surgen de que “los hombres sean incapaces de permanecer quietos en un cuarto”. Con los ojos hinchados y envuelto en una bata vintage, el abuelo arrastra los pies en medias al lado de sus nietos, dejando escapar un gemido, mientras ellos están con la mirada fija en las pantallas de sus teléfonos, demasiado ocupados como para verlo pasar. Sabe que la historia está en su contra, que es posible que pertenezca a una especie a punto de extinguirse; la que dependía de la materia impresa, destinada a ser relegada al Museo Smithsoniano, donde habrá una réplica de alguien como él sentado en el retrete con los pantalones abajo, leyendo un periódico, mientras pasan a su lado visitantes confundidos, algunos de los cuales se agacharán con curiosidad para leer la pequeña descripción acerca de los hábitos de lectura de sus ancestros. Por otra parte, el viejo podría estar completamente equivocado y la tecnología podría decidir encargarse con gusto de esta necesidad humana, y proveer una nueva generación de e-readers y iPhones especialmente diseñados para usarse en tocadores, baños públicos, y en cualquier otro lugar de la misma calaña.

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