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28 de Octubre de 2012

Sado gay: sufrir por amor

El escritor Enzo Maqueira, que se define como un heterosexual gay friendly, se animó a entrar en el único bar sadomasoquista de Latinoamérica. Una nota de esclavos, fetichismo, fisting y desnudez, recorrida por el temor del cronista a que lo sodomicen.

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Por: Enzo Maqueira – Fotos: Tony Valdez

Soy el artista de la familia. El tipo raro que juega mal al fútbol. Un heterosexual gay friendly en el único bar sadomasoquista gay de Buenos Aires, el único de Latinoamérica.

— Leather —me dice mi amigo Charly, dueño del lugar—, somos un bar leather—, y me sirve otro vaso de cerveza. Carlos “Charly” Borgia está sentado del otro lado de la barra. Tiene puesta una camisa, un pantalón y una muñequera, todo de cuero. Él y yo somos los únicos que estamos vestidos. Somos amigos hace diez años, cuando yo no era escritor y él no era el rey de la noche sado. “Leather”, repite Charly y me deja solo porque están tocando el timbre. Una luz al lado de la puerta se prende cada vez que un nuevo cliente quiere entrar. Charly le entrega una bolsa negra. El cliente tiene cuarenta años, es flaco, pelo corto. Se mete en un cuarto y se saca la ropa, la guarda en la bolsa, se pone un arnés de cuero. Como un Clark Kent recién salido de la cabina de teléfonos, aparece en el medio del bar listo para la noche, con el pito y la cola al aire. La luz se vuelve a prender.
— Ya vengo—, dice Charly y agarra otra bolsa negra.

Así empiezan los sábados en Kadú. Entre las once de la noche y la una de la mañana llega la mayoría de los clientes. Casi todos son habitués: hay una tarjeta con su nombre en donde se anotan los consumos. No hay bolsillos para guardar la plata en Kadú; se fía hasta el final de la noche. Los clientes lo toman con la misma naturalidad con la cual dejan su ropa de todos los días adentro de una bolsa. Charly me explica que no todos son gays declarados; hay clientes que tienen esposa e hijos, o que tienen pareja homosexual pero ocultan su gusto por el fetichismo. Van muchos personajes del mundo del arte, del diseño, de la arquitectura. Tipos que ahora están desnudos y usan accesorios de cuero.

— Cerrá los ojos —dice Charly y me acerca su muñequera a la nariz—. ¿Sentís? Ése es el olor del cuero. Hay gente que acaba con este olor.
La cultura leather incluye al masoquismo, al fetichismo, al fisting y al bondage, palabras que se suelen resumir con las siglas BDSM. Hasta antes de pasar mi primera noche en Kadú esas palabras significaban imágenes sueltas: un tipo con látigo, un debilucho en pañal de bebé, un hombre de bigotes y gorra de cuero que besaba un pie. No tenía modo de imaginarme fisting o bondage. Del primero sólo sabía que era meter puños adentro del culo (pero lo sabía de un modo muy vago, como uno sabe que algún día se va a morir); del segundo, que alguna vez leí esa palabra en internet. En Kadú aprendí los matices: a las doce y media de la noche ya hay un hombre arrodillado en un rincón, desnudo, excepto por una correa en el cuello. Es uno de los siete esclavos de Charly y todavía está en fase objeto. Hay tres niveles para el que disfruta ser sometido: el objeto, la mascota y el siervo. “Le puedo ordenar que esté ahí como si fuera un florero y no se puede mover hasta que yo le diga. O que sea una mesa para apoyar los pies, o que esté parado como un velador”. Habla mirando a su esclavo, lo señala, me obliga a mirar. El esclavo no puede devolvernos la mirada y eso es lo que lo excita. Tiene menos de treinta años, es morocho, cara de bueno. “La gente cree que el sadomasoquismo es violencia y sometimiento, pero acá no se violenta la voluntad de nadie. Todo es acordado previamente. Y no hay sometimiento: es una relación recíproca de confianza”, dice Charly.

Tengo varios amigos gays, bi o con orientaciones sexuales alternativas, pero Charly fue el primero. Todos alguna vez pensaron que me reprimía. Debo ser el único que nunca dudó. Fui a colegio de varones, católico, y mis compañeros se juntaban para comer chizitos y escupirse. También, en los campamentos, cuando los curas dormían, se masturbaban en ronda.

Yo no hacía ninguna de esas cosas.

Yo para ellos era el maricón.

Ahora, según Facebook, mis compañeros están casados. Yo estoy haciendo una crónica en un bar de sadomasoquistas.

***

En el escenario hay un chico con una remera de látex y la cola —y el pito— al aire. Un pelado de unos cuarenta años, alto, tonificado, con un tatuaje y cadenas que le cruzan el pecho también sube.

— Se llama Alan —dice Charly— tenés que ver cómo le va a dar pija.

Hay una diferencia entre pito y pija. Lo que veo alrededor son pitos, porque no hay erecciones y todos parecen inofensivos. En cambio Alan tiene una pija. El esclavo se pone de cara a la pared y Alan le pega en la cola con un látigo. El esclavo se arquea como si hubiera recibido un tiro. El pelado Alan se pone loco. Se planta bien en el suelo. Es la primera vez que veo dos hombres teniendo sexo.

— ¿Y? —me pregunta Marcos, el flaco de pelo corto que vi desnudarse cuando entró y ahora toma gin tonic en la barra— ¿Te gusta?
Le digo que no me provoca nada, que en diez años de amistad con Charly vi de todo, pero nunca me excité; que todos mis amigos gays piensan que me reprimo.

— No es represión —dice Marcos—. Es si te calienta o no.
Me tranquiliza escucharlo. Marcos lleva puesto un arnés que roza sus tetillas, usa un brazalete de cuero con pinches y una muñequera. Es psicoanalista y habla claro y con voz firme.

— La sexualidad es sólo una particularidad más del ser humano. Según Freud hay tres clases de masoquismo: el erógeno (el gusto en experimentar dolor), el femenino (se basa en el erógeno y está vinculado con ser amordazado, atado o sometido a obediencia incondicional) y el sentimiento de culpa. Pero todas esas categorías freudianas hoy en día están dejadas de lado. Es como si dijéramos, todavía hoy, que la homosexualidad es una enfermedad. Lo cierto es que cada cual goza como le sale o como puede.

Le digo que sería una forma de resolver la castración del falo, que el falo es el significante de la falta, que un fetichista resuelve la castración con el objeto de deseo.
— Todo eso quedó atrás —Marcos dice que no con la cabeza—. Cualquier parte del cuerpo puede servir como objeto de satisfacción. El juego del cuero sería como cualquier otro juego. Se juega lo erótico en relación al poder. Hay mujeres más “pijudas” que sus maridos.

***

Tengo puesta una remera de Pearl Jam que Charly me prestó apenas me vio llegar vestido con jean y camisa, porque “un leather ve una camisa que no sea de cuero y sale corriendo”. Pensé que la remera era suficiente para pasar desapercibido, pero soy el único que no tiene arnés, correa o guante de cuero. En un bar de fetichistas, me convertí, sin quererlo, en un objeto de deseo.

— El leather surge en los ochenta como una respuesta al estereotipo del mariquita —dice Charly—. Se buscó un look masculino, con camperas y pantalones de cuero, al estilo de las pandillas motoqueras de Estados Unidos. A la imagen del gay afeminado se le contrapuso la fuerza del cuero.
El cuero también se usa como una vía de comunicación.

— Si vos venís a un bar como éste y ves a alguien con collar de perro en el cuello, sabés que es un esclavo; si lo ves más vestido o con cadenas cruzadas, lo más probable es que sea un dominante. Es un modo de entablar un vínculo sin tanto preámbulo.
Marcos quiere sumar su punto de vista. Cuando empieza a hablar me doy cuenta de que tiene ropa de dominante. Pienso que quizás espera que el alcohol me haga relajar un poco:

— El cuero tiene reminiscencias a la vestimenta de guerra romana, a los gladiadores, a las fuerzas policiales y militares, supuestamente viriles. Además, ¿por qué no usar cuero? Yo vengo a Kadú en búsqueda constante y quizás interminable de mis propias posibilidades de gozar. Mi formación universitaria y mi práctica profesional fue atravesada por Freud, Lacan, Foucault y sus discípulos, seguidores y repetidores. Sin embargo nunca vengo como observador/téorico o teórico/observador; necesito ser participante y entregarme a esa colectiva borrachera de exultante naturaleza psicológica.

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