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Opinión

17 de Enero de 2013

La moral del ferretero

Parece que Golborne no es el bobalicón que aparenta. Su risa no es la etiqueta de un cándido. Parece huevón, pero se las trae. Ahora resulta que es el hijo de un ferretero. Apuesto mi cabeza que, recién ayer, provenía de una familia de emprendedores. Esa debe ser la versión que le contó a Paulmann, […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Parece que Golborne no es el bobalicón que aparenta. Su risa no es la etiqueta de un cándido. Parece huevón, pero se las trae. Ahora resulta que es el hijo de un ferretero. Apuesto mi cabeza que, recién ayer, provenía de una familia de emprendedores. Esa debe ser la versión que le contó a Paulmann, su jefe. La historia del ferretero no sirve en el mundo de los negocios ni mucho menos para entrar en las casas patronales. En la política, sin embargo, funciona estupendo. Es incluso algo así como una moral, “la moral del ferretero”. Buena parte de los ferreteros de verdad llegaron de España como inmigrantes, con una mano por delante y otra por detrás, algunos escapando de los republicanos y otros de los franquistas -casi todos los que yo conozco eran franquistas-, hombres que se jactaban del esfuerzo diario, mientras sus mujeres preparaban un cocido, con las sobras de la semana. Los ferreteros no piensan en la expansión infinita de su negocio. O sí. Piensan, en realidad, en los usos infinitos de un rincón. Los ferreteros procuran tener todas las variedades de pernos, así sea uno de cada uno, y todos los tapones de baño, y todas las argollas de cortinas. Apuntan hacia el Aleph, y no hacia la fortuna.

El universo entero parece caber en los cajones de una ferretería. ¿Han entrado ustedes a una ferretería de barrio? ¿Han pedido el enlace de una manguera vieja? ¿Han consultado por la goma del paso de gas vencida? ¿Se han preguntado cómo, en un recinto tan pequeño, cabe semejante multiplicidad de cosas? Eso fue lo que hartó a Golborne. No aguantó, no soportó, no resistió, no reconoció, no valoró jamás el fondo filosófico de una ferretería. Si su padre efectivamente tenía uno de estos almacenes, Golborne trabajó para la ruina de su padre. Producto del retail y sus bodegas gigantescas, han ido muriendo las ferreterías. La concentración del mercado de la construcción y el maestreo ha pisoteado esos pequeños negocios. Mientras el ferretero procura satisfacer las necesidades del barrio, el candidato del “éxito” aspira a conquistar el mundo. Nada más lejano al proyecto de Golborne que esos hombres de cotona que, en lugar de pretender comprar toda la manzana, aprovechan cada centímetro de su local. El ferretero de Maipú no aspira necesariamente a huir de su comuna. No sueña con cambiar la gabardina por un algodón sofisticado. Los ferreteros suelen ser cascarrabias, como buena parte de los maniáticos del orden. En la película Un Cuento Chino, de Sebastián Borensztein, Ricardo Darín –hoy enfrentado con Cristina Kirchner– hace de ferretero. Es un hombre bueno que no se deja encandilar por la riqueza. Expulsa de su local a los prepotentes y acoge en su casa al desvalido. Lo que vende alcanza para construir una vida sin desmesura. ¡Nada que ver con Golborne!

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