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Opinión

26 de Enero de 2013

Superioridad moral

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
Por



Durante más de veinte años la Concertación ha gozado de los réditos de una cierta superioridad moral. Había sufrido, con distintos grado de intensidad, la tortura, el exilio, la relegación y la prohibición bajo una dictadura que el otro lado, la derecha, aplaudió, respaldó y disfrutó a concho. La fe en la democracia, en el Estado de derecho, en los Derechos Humanos, quedaba gracias a ese respaldo dictatorial en serias dudas. Dudas que se les recordaba con lujo de detalle en cualquier discusión presupuestaria, legislativa o de sobremesa.
La permanencia de los senadores designados, los consejos de seguridad nacional, los comandantes en jefes inamovibles, prolongaban hasta lo indecible en la derecha ese pecado original. El sufragio universal era para ellos un problema, la libertad era económica; los chilenos, un contingente del que valía mejor desconfiar. Para bien o para mal, esa democracia no era más que vicariamente suya.

Habían elegido en ella el rol de la suegra metiche que nadie quiere pero que no se puede borrar del mapa. Podían seducir a los chilenos cuando se trataba de elegir un alcalde que limpia los tachos de basura, o un senador que se preocupa de los reales problemas de la gente. Como guardias de seguridad o administradores, nadie les cuestionaba el lugar, ni monopolizar el poder económico, mediático y hasta educacional. Cuando se trataba de las urnas, de la democracia, de La Moneda que habían dejado bombardear, no tenían derecho más que a premios de consuelo.

Esto parecía eterno, aunque no lo era. Parapetada en los enclaves autoritarios, la derecha fue creando con el tiempo su propia superioridad moral que se basó justamente en la fallas de la superioridad moral de la izquierda. Los negocios eran de derecha; el Estado era de izquierda de una manera que tenía a la fuerza que dejar de ser tan clara y tajante. Algunos hicieron del Estado un negocio, algunos vendieron como un activo económico su cercanía con el Estado, otros pensaron naturalmente que éste era una prolongación del partido bajo otra forma. De la UP sólo quedó luego ese espíritu anárquico, chapucero y picaresco que se respira aún en las películas de Raúl Ruiz de entonces, pero hablando de multicarrier, leasing, jugando a ser empresarios bajo la mirada sarcástica de los empresarios de verdad que sabían cómo se hacían bien las cosas.

El empate era por cierto artificial. Robar no es lo mismo que torturar, a acallar no es lo mismo que desviar fondos. Cuando Pinochet demostró su sorprendente capacidad de ahorro, el empate estuvo a punto de romperse. Otra prodigiosa ola de currículum falso y mesas de pimpón fantasmas le permitió a la derecha resaltar su inmaculado currículum administrativo. El tiempo hizo el resto. El uso de la superioridad moral de la centroizquierda terminó por cansar hasta a los que votamos siempre por ella. Usar la memoria de los muertos, el dolor de la tortura para convencerte de votar por Frei Ruiz Tagle resultaba difícil de asimilar.

Más aún si el candidato contrario había sentido menos entusiasmo por el golpe militar que el de la Concertación. El tiempo había demostrado que las heridas cuando son cicatrices suelen transformarse en durezas impenetrables, medallas de batallas que perdiste, pasado que te permite no mirar más que con desprecio o avidez el presente.

Las elecciones presidenciales pasadas marcaron el fin de la superioridad moral de la centroizquierda. Su dolor dejó de ser creíble, o fue más creíble su desgaste o la mezcla de la dos se hizo venenosa. La Concertación no logró nunca explicarse a sí misma sus cambios ni construir una moral para los nuevos tiempos que no fuera una adaptación de la antigua. Su superioridad moral se convirtió en una suerte de soberbia, esa en que permanecen los que esperan de Nueva York una respuesta que encandile a los que se atreven a hacer demasiadas preguntas incómodas.

El fin de una superioridad moral que extrañamente implicó también el fin de la otra, la de la derecha. Encadenando ambos reproches, es posible una soberbia gracias a la otra. Porque muy luego la derecha probó que nada o casi nada la separa de la izquierda cuando se trata de mentir, llevarse la plata para la casa o equivocarse de columna en la planilla Excel. O quizás la separa sólo la falta de vergüenza, su incapacidad de comprender eso que les parecía cuando era oposición tan evidente: que el Estado no es una prolongación de sus intereses privados. O los separa eso, que el interés es siempre privado y casi nunca político.
Mucho menos latinoamericanista que la izquierda, pero mucho más tropical que ésta, no ha dejado chambonada, mentira, tontería y tropelía por cometer. La policía ha tenido que incautar computadores como nunca antes.

El gobierno nunca ha estado más cerca de los tribunales, y no sólo en calidad de testigo o de fiscal. No demostró a la hora del error y del horror administrativo ni siquiera un punto más de elegancia o de opulencia que los que le precedieron en el poder Lo peor del PPD quedó explicado ante la histeria de Carlos Larraín y sus boys, que agravan su falta al no entender siquiera qué tiene de malo vivir de secuestrar la educación de los más pobres para hacerse más ricos ellos. La clase empresarial chilena mostró hasta qué punto su pujanza dependía de los impuestos de los chilenos. El cuoteo pasó de ser partidario a ser familiar.

Los gerentes y MBI de los primeros meses han sido reemplazados por funcionarios de confianza casi tan grises y tanto más turbios que los que Allamand pretendía desalojar en tiempos de la Bachelet. Irónicamente, son esas ratas las que han salvado el barco habiendo demostrado los príncipes de Harvard y Chicago una inoperancia y superioridad rayana a la nulidad.

Si algo ha sucedido en este gobierno, en tantos sentidos providencial, es el fin justamente de cualquier superioridad moral. La elite ha perdido en Chile los fueros de la historia, el dolor y la audacia que la hizo superior a las elites de los países vecinos. La derecha no es ya ese grupo de genios de los negocios, de esos administradores probos que tienen como único defecto su desprecio supino a los Derechos Humanos. La izquierda no es ya ese cúmulo de héroes y sobrevivientes que tuvieron, que aprendieron a pactar para hacer de Chile un país más amplio, rico y feliz. Todos han demostrado en este tiempo ser igualmente humanos, corruptibles, queribles, despreciables, chilenos. Todos han demostrado ante un país que pide más el mismo secreto terror.

Los Derechos Humanos y la corrupción han llegado a ser al fin patrimonio de todos. La política y los políticos no viven en otra dimensión que los ciudadanos. Sin inmunidad de ningún tipo, se ven obligados a escuchar para sobrevivir. Una noticia que no podría ser más alentadora si todos estos años de empate técnico no nos hubieran infantilizado tanto. Clientes enojados, estafados que sueñan con estafar, víctimas permanentes deseosos de ser salvadores y salvaciones que vienen de los cielos; cabreados del simple hecho de vivir sin épica ni magia, dispuestos a despedazar a cualquiera que baje del pedestal aunque sea para preguntar la hora. Nada parece probar que estemos dispuestos a admitir que ese compuesto de ángel y demonio que somos no es un error ni un problema sino una gigantesca oportunidad.

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