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Opinión

26 de Febrero de 2013

Zapallar, el secreto peor guardado

Libre de historia chilena, para mi mujer Zapallar era solo una playa. Nacida en Nueva York, acostumbrada a veranear en East Hampton, no entendía el extraño escalofrío de resquemor y secreto placer con que abordaba yo esos sinuosos caminos entre bosques de pinos que nunca olvidan el mar, que lo bordean coquetamente sin tocarlo, sabiendo […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Libre de historia chilena, para mi mujer Zapallar era solo una playa. Nacida en Nueva York, acostumbrada a veranear en East Hampton, no entendía el extraño escalofrío de resquemor y secreto placer con que abordaba yo esos sinuosos caminos entre bosques de pinos que nunca olvidan el mar, que lo bordean coquetamente sin tocarlo, sabiendo de entrada lo único que se puede hacer con el Pacífico sur: mirarlo sin tocarlo.

Un mar casi siempre calmado, encerrado entre los acantilados por los que se puede caminar sin fin, yendo por senderos que permiten ver el atardecer por sus cuatro costados. Para mi mujer, Zapallar era un milagro de urbanismo discreto, árboles libres en medio de faroles franceses, calles con apellido de gente, -otros apellidos que los tradicionales O’Higgins y Montt del resto de Chile- homenajeando a sus propios héroes, fundadores, batallas que terminan en el Chiringuito, desde donde le mostraba, a lo lejos, señores de pelo en pecho y anteojos oscuros. Le explicaban que eran famosos de la tele. Pampita, Benja, Pipe, Tonka y Parived, que jugaban aquí a no ser famosos, porque todos aquí son famosos, porque basta aparecer alguna vez en el Chiringuito o en el César para que se pregunte el resto de los parroquianos, ¿Quién es? ¿De dónde viene?

Ni polvorienta y desolada como Tunquén, ni sobrepoblado como Reñaca o Concón, Zapallar era para mi mujer esa caleta de pescadores al lado del Chiringuito. Y después del sendero, una playa compacta donde el mar parece domesticado, aunque si se mete uno, demasiado peligrosamente contradictorio, lleno de corrientes dobles o triples que te pueden matar en cualquier momento. Zapallar para mí es eso también, una trampa mortal que sabe, como nunca supo hacerlo las rocas de Santo Domingo, o Cachagua, o Reñaca, convertir el lujo en algo parecido a la belleza. Algo que mi esposa supo comprender mejor aún que yo cuando vimos en esa misma playa unas empleadas de uniforme bañando a los niños de una señora que conversaban y tomaban el sol a unos metros de ahí.

Zapallar es todavía eso también para alguien criado en la izquierda, o con sensibilidad social mínima: un lugar al que hay que tener una excusa para visitar. La casa de una tía, la invitación de unos amigos, o el hecho de que tu casa queda en Papudo o en Pangue o en Cachagua. José Donoso, el escritor que mejor describió los vértigos, los placeres y las monstruosidades de la lucha de clases a la chilena, encontró en la muerte una excusa perfecta para habitar ese pedazo de paraíso parado sobre el infierno de la discriminación. El desprecio a la gente que -como José Donoso- no pertenecían y no pertenecían a la clase social, sexual, e intelectual que aquí vino a refugiarse. Enterrado en Zapallar encontró el escritor el único lugar en ese balneario del que no se atreverían a echarlo.

Un cementerio que es como el balneario. Carísimo y sencillo, rústico y totalmente exclusivo. Un cementerio de campo, un jardín barrido por el viento que se confunde con las rocas, que confunden a sí mismas con el mar en que es casi imposible encontrar lugar, a no ser que seas de los zapallarinos de verdad -alguna variante de los Sutiles o de los Ossandones-, minoría fantasmal ahora que dominan, sin embargo, el imaginario de ese pueblo soñado por ellos, una iglesia de piedra, un plano a la francesa, una naturaleza chilena, un pueblo de lugareños semipescadores a los que emplear verano e invierno.

Una miniatura de mundo; un país aparte donde está medianamente permitido que el esposo de la vecina despierte en la cama de otra vecina e invente un apellido de la nada -los Morla, derivación irónica de la palabra Moral, surgieron de ese extraño liberalismo-, que vaya a misa en la mañana y haga espiritismo en la tarde; o que el hijo de éste o de esta otra se quede ahí todo el año y pinte o haga joyas, o se haga, como Diego Sutil, uno de los diseñadores del pueblo, marxista y casi hippie, aunque lo haga en Cachagua, verdadera y definitiva separación radical de esta costa; escisión fatal que prefiguraría tantas otras, la llegada de la DC al poder y la UP que algo tuvo que ver con esas casas de techo de coirón y sus calles de tierra que no querían ya tener nada que ver con las casas estilo mediterráneo de sus padres; y los miradores franceses, que querían al lado de esos padres crear un baleanario más salvaje, más autentico, más sencillo aún que a la larga es hoy más lujoso y más presidencial.

Santísima trinidad, Zapallar, Papudo y Cachagua. En que Papudo hace de padre olvidado y despreciado y Cachagua de hijo agigantado y demócrata cristiano, todos compitiendo por sacar algo del espíritu santo para siempre zapallarino. Porque es eso lo que distingue Zapallar de sus vecinos: la pureza de una idea, la de cierto clasicismo a la chilena. Bosque hasta el mar, casas escondidas, supermercado con estantes de campaña y arena en el suelo donde venden whisky de quince años y paté francés; sencillez a costa de toda suerte de lujo. Reducido coto de caza encerrada sobre sí misma que se resiste como nadie a la idea de crecer. Piñera, que será siempre para los zapallarinos el maldito cachagüino que quería llenar los cerros vecinos de casas para gente medio pelo. Piñera, que es también el pobre tipo que no se atrevió a romper con este ecosistema aparte, donde hace frío cuando en los otros balnearios hace calor. Mundo aparte capaz de detener las nubes el tiempo que quiere entre los arbustos y las rocas en que terminan los últimos condominios, preocupados de poner la palabra Zapallar en cualquier parte de sus nombres para que sus habitantes vivan de lejos por lo menos la experiencia zapallarina.

Afuerinos para siempre en este mundo lleno de satélites que instalan sus tiendas los veranos y desaparecen los inviernos, cuando Zapallar se parece más a si misma: pequeña, familiar, con sus terratenientes de juguete saliendo abrazados con los jardineros en el restaurante culebra o algún sitio más recóndito aún donde los de siempre hacen lo de siempre; olvidar, beber, agrandar la casa y ponerla en arriendo por precios cada vez más faraminosos. Laberinto perfectamente engrasado de relaciones, de amistades y parentesco que los periodistas que vienen algunos veranos a buscar declaraciones de la elite apenas logran desentrañar. Zapallar refleja lo peor y lo mejor del sueño de la clase alta nacional, esa idea de que no hay lujo mayor que vivir escondido detrás de los arbustos. Que no hay nada más natural cuando se puede viajar por el mundo entero que encerrarse en un pueblo chico que se conoce de memoria, que de memoria se recorre a ojos cerrados intentando evitar como la peste la playa, que hay que pisar sólo cuando no hay sol, para -vestido de ruana- recorrer el viento en contra.

Vida de terraza, sobremesa de patio, borrachera de las cinco de la tarde, senadores en short, negocios que terminan paseando a los niños en los burros del Mar Bravo, los balancines más ventosos y con mejor vista que conozca. Ahí donde los autos sobrecargados del fin de semana estacionan por última vez para ver las olas salvajes, e incansables buscar las rocas de la isla seca donde terminar su esfuerzo. Esa imagen como del primer día del mundo con la que intentan endeudados o empresarios, gerentes o diputados, llenar sus ojos y sus pulmones antes de tomar el auto y quedar enredado en el tráfico hasta perderse en Santiago.

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