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Mundo

20 de Marzo de 2013

La historia del cura asesinado que el Papa Francisco quiere beatificar

Imagen: Archivo Clarín Vía Clarin.com “Por favor, recen por mí”. Fue lo primero que dijo Francisco cuando se asomó al balcón de la Basílica San Pedro, el miércoles 13, frente a miles de feligreses que esperaban la aparición del nuevo Papa. “Por favor, hermanos, recen por nosotros, que nos han amenazado y nos persiguen”, pidió […]

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Imagen: Archivo Clarín

Vía Clarin.com

“Por favor, recen por mí”. Fue lo primero que dijo Francisco cuando se asomó al balcón de la Basílica San Pedro, el miércoles 13, frente a miles de feligreses que esperaban la aparición del nuevo Papa.

“Por favor, hermanos, recen por nosotros, que nos han amenazado y nos persiguen”, pidió el padre Carlos Murias, cuando ofició la misa en la capilla Santa Bárbara del pueblo Chamical, a 140 kilómetros de la capital de La Rioja. Era el 17 de julio de 1976. Esa misma tarde un camión militar y una camioneta permanecieron frente a la casa parroquial. En la vivienda del fondo, vivían Murias y el sacerdote francés Gabriel Longueville. Tres meses antes, en la semana de Pascua, habían sido citados, a la medianoche, a la base aérea de Chamical. Los demoraron cuatro horas. Un oficial de inteligencia de esa base grababa sus homilías. La zona dependía del III Cuerpo de Ejército, del general Luciano Benjamín Menéndez.

Maurías llevaba pocos meses en La Rioja. Tenía 30 años. Había nacido en Córdoba. Era cura tercermundista de la orden de los franciscanos. Se sentía perseguido, pero le había prometido a monseñor Enrique Angelelli, de la Diócesis de La Rioja, que lo protegía, que recién en septiembre se iría a Roma. Corría riesgos. Aunque su compromiso con los pobres, a los que visitaba de rancho en rancho, en defensa de labradores que reclamaban parcelas de tierras a los terratenientes radicalizados de la organización Familia Tradición y Propiedad (FTP), lo impulsaban a continuar en Chamical. “Más vale morir joven, haciendo algo por el evangelio, que morir viejo sin haber hecho nada”, le había dicho Murias a su hermana Marta.

Por entonces, la jerarquía eclesiástica, integrada por los obispos Raúl Primatesta, Adolfo Tórtolo, confesor del general Jorge Videla, Victorio Bonamín, Antonio Plaza, entre otros, compartían los postulados de la dictadura militar. Pero unos pocos obispos, como Angelelli, la denunciaban. Después del golpe de marzo de 1976, instó a sus pares de la Conferencia Episcopal: “ Abran los ojos. Mañana los señalarán como traidores, cómplices o cobardes, que pudieron ayudar a resolver graves problemas de dolor a hermanos nuestros y no lo hicieron como lo deberían haber hecho.” Maurías, sobre quien el entonces cardenal Jorge Bergoglio pidió su beatificación en 2011, era hijo de un agente inmobiliario, que imaginaba que su hijo emprendería una carrera militar. Muy leído y formado en filosofía, Murias estaba relacionado con el grupo Cristianos para la Liberación, la izquierda cristiana, aunque de manera no orgánica.

En el año 1975, había trabajado en la Villa Itatí, en José León Suárez, provincia de Buenos Aires. Iba con la Virgen de Itatí por las casas y se juntaba rezar el rosario. Era muy querido en el barrio. Un grupo de universitarios que construía una guardería en la villa, lo seguía. En José León Suárez el clima político era asfixiante: actuaban parapoliciales y paramilitares, el lopezreguismo, con el apoyo del intendente metalúrgico Alberto Manuel Campos y el obispo local Manuel Menéndez, bien alejado de la prédica de religiosidad popular de Murias. En su grupo se había discutido si debían ingresar a Montoneros. Fue Murias el que habilitó el debate. Pero decidieron que no, que debían continuar con su opción evangelizadora por los pobres, pero no tomar las armas.

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