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Mundo

18 de Abril de 2013

La historia de la mujer que ingresó a las Farc a los 16 años

Vía Kienyke Por: David Baracaldo El combate llevaba seis horas. Eran las dos de la madrugada y la oscuridad se interrumpía por ráfagas de fusil y explosiones a lo lejos. Se escuchaban gritos, pero lo que más se oía era el estallido de las armas. Era el martes 4 de agosto de 1998. El corregimiento […]

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Vía Kienyke
Por: David Baracaldo

El combate llevaba seis horas. Eran las dos de la madrugada y la oscuridad se interrumpía por ráfagas de fusil y explosiones a lo lejos. Se escuchaban gritos, pero lo que más se oía era el estallido de las armas. Era el martes 4 de agosto de 1998. El corregimiento de Pavarandó, en Mutatá (Antioquia), estaba bajo el castigo del fuego. La brigada del ejército se encontraba rodeada por unos 500 hombres de los frentes 58 y Quinto de las Farc. La línea ofensiva de éste último era comandado por Karina.

Ella disparaba a un punto fijo y de ese lugar también respondían. Oyó como si una lata cayera a su lado. Explotó. No recuerda ni el dolor ni el miedo, solo sintió que ascendía, como si un cohete la jalara hacia arriba, varios kilómetros. Subía mucho, a niveles que nunca se hubiera imaginado. Vio cosas que no podrá describir, pero que jamás salieron de su cabeza. Había colores y figuras errantes. Descubrió un mundo fascinante, y justo a un paso, otro aterrador.

Vio flores. Allá arriba se mezclaba en ella la angustia y la paz. No había nadie más. Finalmente observó un abismo que se la quería tragar, la absorbía a la oscuridad. “Yo iba pa’l infierno”, dice, y cierra los ojos para evitar llorar. “Eso fue horrible, pero yo sé que iba para allá”.

Antes de que esa oscuridad la engullera, gritó. Se acordó de su hija y un lamento la hizo reaccionar. A su lado estaba una niña de unos 17 años, llamada Sindi. También estaba herida por la explosión, pero no de gravedad. Le decía: “Comandante, no se queje, que nos van a acabar de rematar”.

Karina sangraba, casi no veía y el golpe le había dislocado la quijada. Sindi le confesaba su miedo, quería huir pero no pensaba dejarla sola. De alguna forma, Elda le hizo entender que quería que la dejara morir ahí. La niña se negó y, arrastrándose, se fue a buscar ayuda.

En ese entonces Karina tenía 30 años. Aunque era muy fuerte no pudo quitarse el equipo de campaña que la aprisionaba. Intentó ponerse en pie. Las balas no la alcanzaron. Caminó como borracha hasta un alambrado que no vio. Tropezó y cayó. No tenía fuerzas para levantarse. Tirada en un pastizal vio de nuevo a Sindi. Cerró los ojos y se quedó dormida.

Elda Neyis Mosquera, ‘Karina’, no supo más de sí misma sino ocho días después cuando despertó del coma, en una carpa, en alguna parte de Urabá. A su alrededor estaba el comandante del Frente Quinto, alias ‘Jacobo Arango’, y un par de enfermeras de camuflado, que la estaban cambiando de ropa luego de haberla bañado.

La trasladaron a Medellín a casa de una pareja de guerrilleros urbanos, que la cuidaron y llevaron a servicios médicos. Solo pudo recibir la visita de una tía que, al verla con un ojo operado y numerosas cicatrices, le pidió abandonar las armas y le prometió una nueva vida en Maicao. Volvió a sentir miedo, y decidió que no saldría de las Farc.

Elda nació en Puerto Boyacá. A los tres años su familia se estableció en Currulao, entonces corregimiento de Turbo, en el Urabá antioqueño. Sus papás tomaron un terreno en una vereda. A Elda la mandaron con su abuela al pueblo. Fue la única de sus hermanos que pudo ir a la escuela, “pero a cambio de eso no fui una niña como las demás –dice–. Me tocaba levantarme a las cinco de la mañana a vender arepas. A mediodía vendía mazamorra y en la tarde frutas. El estudio era en dos jornadas: de 8 a 11 y de 2 a 5 de la tarde”.

Se crió con su abuela. A su papá lo veía cada ocho días porque bajaba al pueblo a mercar, y a su mamá una o dos veces al mes, solo cuando iba a visitarla. “Mi abuela fue muy tirana conmigo aunque yo la quería mucho. Hoy tiene 101 años y aún vive. En algún momento me gustaría volver a ver cómo está la viejita”.

A los doce años terminó la primaria y su abuela le prohibió volver al colegio por temor a que consiguiera novio. Volvió a donde sus padres. “Mi papá en su brutalidad decía que uno como ser humano no necesitaba estudio, mucho menos para criar hijos y tener marido. También en el caso del hombre, no necesitaba aprender nada más que a trabajar la tierra”.

En los años 70 del siglo veinte Urabá parecía tierra sin ley ni dueño. Elda veía en las calles manifestaciones alusivas al marxismo, comunismo, juventudes revolucionarias. No entendía nada, sólo que su papá simpatizaba con ellos. Eran civiles, hablaban de la lucha armada y que con ella sacarían a su pueblo de la pobreza. Esta idea la emocionaba más que nada.

Desde su niñez escuchaba hablar de ‘los muchachos del monte’. A veces el eco de una balacera la despertaba en las noches. Al otro día, en un desayuno con aguapanela y arepa, oía a sus papás o a su abuela comentar que ‘los muchachos’ habían matado a un policía o a tres campesinos.

Una noche, y a pesar de la oscuridad, vio desde su ventana a cuatro señores, de edad avanzada, uniforme y fusil, pasar frente a la casa. “Mi papá me dijo que eran ellos de los que tanto hablaban: eran guerrilleros de las Farc”.

A los quince años era miembro de la Juco. Asistía a fiestas del partido comunista, auténticas parrandas con música, trago, baile y comida. Los ‘muchachos del monte’ participaban en las reuniones. Eran jóvenes uniformados, apuestos y con aspecto rudo. Coqueteaban con las adolescentes como Elda y las convidaban a su vida de aventuras. Les contaban historias de héroes que cambiarían el país y lo convertirían en uno en el que no hubiera ricos ni pobres. “Nos motivaban, nos lavaban el cerebro”, dice Karina.

Elda estaba aburrida en su casa. Soñaba con ser enfermera o confeccionista. A los 16 conoció a alias ‘Érica’, una mujer cercana a las Farc. Le preguntó cómo sería irse selva adentro. “Es la guerra. No es vacaciones. Piénselo ocho días y si se decide la esperamos en la carretera”, le dijo.

“Por eso digo que nunca me obligaron”, aclara. Un día antes de cumplir el plazo anunció en su casa la decisión. Su mamá rompió en llanto. Su papá le dijo que si ese era su deseo, no se lo impediría aunque no estuviera completamente de acuerdo. El 3 de septiembre de 1984, sin decir nada a nadie, empacó sus cosas y salió de su casa para nunca volver.

Un hombre del Partido Comunista la recogió en el lugar señalado. Con ella se enlistaron siete jóvenes, entre ellos un menor de edad. Ese mismo año unos 200 jóvenes entraron a la guerrilla. En la vereda de Elda no quedaron adolescentes.

Elda Mosquera creció rodeada de agrupaciones de izquierda y promesas de revolución marxista. A los 15 años ya pertenecía a la Juventud Comunista (Juco). A los 16 ingresó a las Farc.

En el campamento los recibió el comandante Guillermo Usuga, alias ‘Tío Pacho’, cuya primera orden fue que se bañaran. ‘Karina’ se sintió incómoda cuando tuvo que mostrarse en ropa interior frente a una tropa de hombres que no hacía más que mirarla con morbo. Con el tiempo tuvo que acostumbrarse.

Al comienzo, los nuevos seguían vistiendo de civil y no portaban armas. Se les daba charlas contra el Estado colombiano y sobre el marxismo. Ser ordenada y disciplinada cautivó a sus superiores. A pocos días de ingresar Elda fue premiada por su desempeño y nombrada parte de una escuadra comandada por alias ‘Efraín Guzmán’.

Debido a un castigo tuvo que salir a buscar leña. Se sentó a solas a llorar. Una guerrillera antigua llamada Gladys la descubrió.

–¿Está aburrida, sardina?

–No –respondió de inmediato, secándose con rapidez las lágrimas. Ya sabía que si algún joven decía que quería irse, los subversivos lo mandaban para la casa, pero lo mataban por el camino.

Elda se tragó su melancolía. Le dieron su primer arma, un revolver para hacer guardia. Por esa época también aprendió a bailar.

“Solo sabía bailar el Turumbis Tumbis –confiesa–. Era como una carranga. Solo saltar y mover los hombros. Pero en la Comisión había un muchacho, el reemplazante, que armó una pista para una hora diaria cultural. Yo ahí aprendí del vallenato, baladas y otras músicas”.

Pero así como pasó tardes de juerga también conoció un rito siniestro. La orden vino de ‘Efraín Guzmán’ y era tajante: debía matar a un hombre que al parecer era un infiltrado.

–Tome este machete –le dijeron–. Usted tiene que hacerlo. Él está amarrado. No haga ruido y no deje que grite.

Karina hizo caso. “En la guerrilla hay un dicho: el que no sirve para matar, sirve para que lo maten”, sostiene. Con el tiempo se imaginó que la habían elegido a ella porque su víctima era su amigo. Querían probar su lealtad. Entró al lugar donde estaba el prisionero. Karina tomó la peinilla y lo golpeó en la garganta con el lado afilado . La cuchilla no lo cortaba sino que rebotaba y lo lastimaba. Al fin le dijeron: “páseselo sobadito”.

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