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Opinión

6 de Junio de 2013

Matrona transexual busca empleo

Claudia Jacqueline dice que ha recolectado lo peor de tres mundos en lo que a discriminación se refiere. Mapuche, evangélica y transexual, hoy vende completos en Bellavista pese a ser una fogueada profesional de la salud. Acá cuenta porqué la legislación exige a una transexual reconocerse enfermo mental para poder optar a una operación y sus razones para no volver a trabajar con ropa de hombre.

Javier Salas
Javier Salas
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Foto: Alejandro Olivares

El último curso de especialización de Juan Carlos Ancapán (30), matrón titulado de la Universidad Austral de Chile con más de 6 años de experiencia en hospitales y consultorios de todo el país viendo más vaginas diarias que cualquier chileno promedio, fue un magíster exprés de preparación de mayo casera en un carro completero de Bellavista, donde actualmente se desempeña con orgullo, asegura, después de un año de cesantía.

Nacido y criado en una familia evangélica metodista, durante los 80’ fue el ave más rara de la Isla Teja, Valdivia. Cuando se hacía espadas de palo era para jugar a She-Ra, la prima de He-Man y se metía a las pichangas para que sus compañeros de curso no lo huevearan. Sus papás se preguntaban entre sí quién tenía la culpa de que el niño jugara con muñecas. “¡Por Dios, si tiene pene y testículos!. Debemos darle más autos y pistolas, separarlo de las niñas. ¿Qué es lo que estamos haciendo mal?”, clamaba el pastor de la iglesia puertas adentro. Venciendo el dogma, incluso lo enviaron a un colegio católico a ver si el muchacho entraba en razón, pero finalmente se llegó a un acuerdo familiar, dice el profesional del parto y la freidora de papas: “Me dejaban hacer todo lo que yo quisiera si me comportaba como niño ante el resto de la familia y los hermanos de la iglesia”, recuerda Juan Carlos. Tenía permiso para hacerse pelucas, vestidos de trapo y jugar con las tazas de té.

Hoy, Juan Carlos está alejado del rito evangélico y es conocido por sus amigos y su pololo heterosexual como Claudia.

Mapuche, canuta y sin una identidad sexual clara, seguía siendo Juan Carlos en el colegio de rezo diario, donde era considerada un bicho raro. Lo mismo en la universidad, donde se tituló el 2007 con un cartón que anota su nombre masculino. Ha atendido un centenar de partos desde la práctica en el hospital regional de Valdivia, respondió consultas en el hospital de Purranque, hizo consejería de salud sexual en el hospital de Puerto Montt y el hospital de Villarica, intentó integrar el parto natural vertical en el hospital de Purranque, recetó anticonceptivos en el hospital de Puerto Saavedra y el consultorio La Estrella de Pudahuel y también en Maipú.

En todos estos lugares fue el coleguita amanerado del que se reían en el casino o los pasillos del consultorio.

Fue el 2012, en el policlínico de infecciones del hospital San Borja Arriarán, donde tuvo su epifanía definitiva. “Ahí muchas de las pacientes eran mujeres transexuales. Algunas de ellas ya habían sido operadas, pero el denominador común era que todas eran trabajadoras sexuales. En la anamnesis –que es como se llama la conversación previa a la consulta- muchas me contaban escabrosas historias de vida y muerte”, recuerda. Chilenas e inmigrantes le relataban al matrón cómo son las barridas neonazis en la madrugada, le describían cómo inyectarse silicona industrial con una jeringa era más barato que una operación de cambio de sexo o las aventuras cotidianas de discriminación en el supermercado, la micro o el barrio. Las que habían tenido más suerte le reconocían que la ansiada cirugía de reasignación sexual a la que toda transexual aspira, no era el final del arcoiris.

-Me estremecía sentirme tan segura detrás del escritorio escuchando a estas mujeres que pasaban ese tipo de penas para ser fieles a su espíritu femenino, mientras yo me mentía a mí mismo disfrazado de varón con la ropa de mi novio. Todo por el vil dinero- reconoce. Juan Carlos se preguntaba si su vida sería la misma si no tuviese un título universitario, si habría podido evitar el destino casi tradicional de las chicas trans que terminan prostituyéndose o escapando con un circo pobre para hacer doblajes de canciones de Pandora.

Ancapán decidió entonces asumir totalmente su personalidad transexual que cultivaba a escondidas desde chica: la de Claudia Jacqueline, una amazona de pelo negro grueso, curvas de dama, mirada soñadora y voz de soprano que es reflejo fiel del llamado femenino que siente desde los 5 años de edad. No volvería a ser contratada en ninguna otra pega de su especialidad.

Ahora, detrás del mostrador de la fuente de soda, atiende al carretero nocturno del Bella mientras ve salir vienesas, hamburguesas y papas fritas de la cocina como si fueran camadas completas de recién nacidos en la neonatología; manipula la plancha de acero con la misma habilidad con que maneja una incubadora. Dice que a veces se confunde de conceptos y llama al acto de tostar el pan de completo, “calentar el suerito”; un viejo lapsus de la especialista que mete el suero al microondas para que la señora grávida no lo sienta tan helado en la camilla de parto. El jefe, dice Claudia, no tiene idea de que está ante una transexual profesional con más estudios que muchos de sus clientes.

Una mujer química

Para entender la urgencia de quien sale del clóset a sabiendas de lo que arriesga, hay que imaginar la vida de una persona que usa a diario zapatos dos números más chicos y que sólo puede ponerse pantuflas cuando llega a su casa al final de la jornada. Desde niño, Ancapán ha vivido con este molesto dolor de pies. Formado en la matea tradición del canuto metodista, de niño Juan Carlos / Claudia se leyó al revés y al derecho la Biblia buscando esa parte en que Dios dice que las transexuales no van al cielo. No la encontró, pero sí aprendió como debatir con los talibanes que andan con los 10 mandamientos bajo el brazo.

-A mis papás yo les preguntaba: ¿Qué predican todas las religiones?: El amor al prójimo. ¿Acaso en la diversidad sexual no hay amor al prójimo?- cuestionaba la hija del predicador.

De ese período de su vida heredó también su facilidad para hablar en público, para cantar y fingir su voz de castrati gracias a su paso por el coro de niños de la iglesia. Habilidades sociales que sumó a una beca indígena para estudiar en la universidad.

-Yo era una especie ambigua por entonces. Quise olvidarme de la persona que hay en el carné porque no cuajaba en ninguna clasificación, ni hombre, ni mujer ni homosexual -dice sobre un período de definición en que, aprovechando sus conocimientos técnicos, decidió ser su propio conejillo de indias en una terapia hormonal inédita.

Algo había tanteado ya con hormonas desde los primeros ramos de la U, pero los últimos años de la carrera llegó a sus manos el estudio del caso de un transexual de Valparaíso al que se le hizo una terapia hormonal especializada. La tesis mostraba cómo a un viril sujeto se le administraban dosis calculadas de hormonas para feminizarlo gradualmente. Se le hicieron crecer los senos, se le dio una forma redondeada a sus caderas y se le alisó la piel con químicos. Claudia le pidió al típico amigo visitador médico que le proveyera hormonas para un supuesto paciente en tratamiento, preparó su caso y vía ensayo y error de pequeñas dosis para evitar cefaleas encontró su equivalente químico. Las publicaciones científicas hablaban de un plazo de dos años para lograr una meta con esta terapia; Claudia logró que se le redondearan las facciones del rostro, eliminar vellosidad y afinar su voz en tres meses.

-Me hice exámenes y verifiqué que las hormonas se me adecuaron normalmente. La gente podrá llamarme loca, pero el cambio también se genera a un nivel más profundo. Empecé a sentirme más bonita, me enamoraba fácilmente y me puse llorona. Yo crecí viviendo el prejuicio contra el mapuche feo y aunque desde antes me sentía una mujer indígena bella, coincidía con mis pacientes trans que se encuentran bellas porque aunque las hormonas no te respingan la nariz ni te cambian el color del pelo, sacan a flote tu molde genético: lo que serías si fueras una mujer -explica.

Operada de los nervios

El siguiente paso de Ancapán es concretar la operación de cambio de sexo, requisito para una nueva identidad ante el registro civil. No es coquetería solamente. Ante las leyes locales y el entramado moral de nuestro país, ésta es su principal traba para encontrar trabajo.

-Es tremendamente chocante que te exijan que el nombre de tu cédula y el currículum deban calzar con el de tu presentación. Te convierten en una persona capacitada en todos sus aspectos formales y académicos, pero con una imagen distinta. Me pongo también en el lugar de quien debe contratarte y siento ese remezón moral, religioso y cultural. En esos momentos una se siente invisible, sin ninguna oportunidad -declara después de haber asistido a decenas de entrevistas de trabajo y sicológicas que concluyen con risitas nerviosas y la promesa de una llamada que nunca llega.

El Colegio de Matronas expuso su caso ante el ministro de Salud, Jaime Mañalich, quien hizo el saludo a la bandera típico y además de ofrecerle garantías de una pronta operación, también consideró la opción de instruir su ubicación en algún lugar del servicio de salud. Cansada de esperar, Claudia debió dar cara a las cuentas de fin de mes y convertirse en la armadora de completos más rápida del barrio universitario de Pio Nono.

-Parece que pasó la vieja. Llevo más de un año recordándole ese derecho al ministro. Él recibió mi currículum y sabe que pude haber sido útil de tantas maneras al servicio público. Él se pierde la oportunidad de hacer una revolución en la salud. Quizás para él sería un escándalo verme trabajar en un consultorio o pasearme por los pasillos de un hospital ayudando a las personas, atendiendo partos o realizando cualquiera de las labores para las que una matrona está calificada. Si es así, entonces que sea un escándalo. – se exaspera Claudia.

La oferta más cercana fue la de un hospital en el Cajón del Maipo donde, cosa curiosa, le ofrecen trabajo de matrona, pero llenando fichas y haciendo charlas; todo previo a un nuevo examen psicológico en el que debe dejar constancia de estar en sus cinco sentidos. Dado el especial caso de su identidad física que no concuerda con la de su cédula de identidad, le ofrecen pagarle su sueldo una vez esté en poder de su nuevo nombre. “Me ofrecen pagarme el sueldo a nombre de otra persona o esperar un mínimo de 6 u 8 meses hasta que mi carné diga “Claudia”. ¿Puede alguien vivir todo ese tiempo sin sueldo?”, se pregunta. Finalmente no aceptó.

Un contrasentido para esta matrona que corre con ventajas comparativas si se trata, por ejemplo, de implementar programas de salud para la población transexual o minorías sexuales en riesgo.

“Realizar un trabajo de consejería con mis pares sería para mí un agrado y un honor. Actualmente en Chile hay un mayor acceso a la terapia hormonal y eso es un tremendo avance, pero yo creo que detrás de esas políticas no hay una buena base teórica ni científica. ¿Se habrá preguntado alguien cuantas personas transexuales hay a lo largo de Chile?, ¿cuáles son sus necesidades primordiales?”, lanza entre combos de italiano, bebida y papas fritas y su asalto a la idiosincrasia. La operación de cambio de sexo a la que aspira una paciente trans consiste en partir el pene por la mitad a lo largo, fabricar una vagina de piel con los restos y dar vuelta el escroto hacia dentro como un calcetín. Estos pliegues se cosen en una hendidura de carne trazada a bisturí desde el ano para finalmente cortar el glande en varias partes para crear, con un pedacito de él, un clítoris conectado a la red nerviosa de los genitales que fueron extraídos. Como suena y todo, resulta menos dramático de lo que es en realidad, porque lo realmente violento y frustrante es el papeleo para conseguir una operación de éstas en el sistema público de salud. Literalmente, un verdadero parto para la matrona Ancapán.

Claudia cuenta que actualmente una persona transexual se estanca en un kafkiano limbo en el cual debe acreditar ser una persona enferma mental mediante exámenes psiquiátricos para que el cuerpo médico acceda a este favor que cuesta cerca de 6 millones de pesos, porque la Organización Mundial de la Salud aún considera a transexuales como una patología en sus libros. Una especie ocasional que debe acudir al psiquiatra para que decidan por él si puede o no someterse a una cirugía de reasignación sexual.

Si tiene la suerte de operarse, recién ahí se puede cambiar el nombre del carné de identidad para poder ser una mujer integral ante el Estado, cuando en otros países la operación no es requisito.

La lucha personal de Claudia es a cualquier costo. Desde la precariedad de su trabajo de maestra sanguchera incluso, aunque su primera pelea la haya perdido por knock out. Una noche de carrete, en cuarto año de la carrera, Claudia fue subida a un jeep por cuatro neonazis que la desnudaron, le quebraron la mandíbula a patadas y le explicaron en sus términos el por qué ella era una “lacra de la sociedad”. “Pa qué hablai como mujer, si tenís pene!”, me decían mientras me pegaban. Lloré tanto y pedí justicia, pero no a través del sistema policial.

“Agradezco que no me hayan matado. Me siento afortunada de tener hoy una hermosa vida, pero un recuerdo tan negro como ese me gustaría olvidarlo. Quizás me falta la operación, el trabajo que necesito y validarme como matrona, pero me siento íntegra y feliz”, dice.

Su pololo Álex, un separado heterosexual la adora y le pide que cocine para sus papás que los visitan en el departamento de vez en cuando.

Cuando hay que pagar cuentas y el sueldo mínimo no alcanza, Claudia se encuentra siempre con la misma pregunta: “¿Por qué no transar y buscar trabajo como Juan Carlos otra vez?”. “Sé que hay gente que me va a atacar y me va a preguntar eso. Trabajar haciendo completos no es traicionarme; volver a mentirme porque un juego perverso del sistema me lo exige, sí lo es. Vivir las 24 horas como Claudia es mi meta”, sintetiza.

Se aparece vestida con su uniforme en cuanta marcha hay y es saludada por otros colectivos de minorías sexuales que la invitan a militar. Ella, todo un caballero, agradece el gesto. “Yo participaría en todos, pero no se puede. Mi pelea personal va de la mano con otras: me quiero casar, pero no puedo; quiero adoptar hijos, pero tampoco puedo. Pienso que para luchar por otros primero hay que estar íntegro”, dice. “Por ahora sólo quiero que me reconozcan, que vean mi rostro y lo reconozcan como el rostro de la injusticia en un país donde el discurso es uno y la realidad, otra. De repente armo mi bandera propia, quién sabe”, se ríe mientras prepara su asalto a la idiosincrasia y agranda tu combo por $200.

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