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LA CALLE

19 de Junio de 2013

Se busca enfermo

La literatura médica sostiene que las personas extraviadas con enfermedades neurodegenerativas parecen buscar algo o a alguien que no recuerdan. Algunos rememoran rutinas olvidadas y a veces vuelven al lugar de la infancia. El año pasado, 400 abuelos con problemas mentales se perdieron en alguna ciudad del país. La gran mayoría apareció con vida, unos cuantos se murieron luego de recorrer confusos caminos, y otros aún siguen vagando sin rumbo conocido.

Por

Fotos: alejandro olivares

CORRIENDO EN CALZONCILLOS

Margarita Vásquez se pasa los días sentada en un sillón en la entrada de la casa de su vecina, María Rosas, en la población Óscar Bonilla de Colina. Le gusta recibir el aire en la cara en silencio y el tibio sol de otoño. Hace ocho años que quedó ciega y hace un par le detectaron diabetes. A sus 74 años, la vejez la tiene usando pañales y caminando con ayuda. En ese asiento Margarita también aguarda a que algún día aparezca su hijo Ricardo Vásquez, quien padece de esquizofrenia y epilepsia, y de quien no sabe nada hace casi seis meses.
Vásquez se perdió en enero de este año. Salió de su casa corriendo, gritando, y sólo llevando encima unos calzoncillos.

-El día anterior a su desaparición había llegado después de andar tres días perdido. Yo lo estaba afeitando, porque estaba barbón y sucio, cuando me pegó un combo en el pecho y salió corriendo con espuma en la mitad de su cara. Lo perseguí hasta la vuelta del almacén, le gritaba que tenía un yogurt y unas galletas para darle, pero no volvió –recuerda María Rosas.

Desde el terremoto de 1985 que la vecina se ha hecho cargo de Margarita y su hijo Ricardo. Define la relación como familiar. Con el paso del tiempo se ha convertido en el lazarillo de ella y en la cuidadora de él.
-Ricardo tiene 51 años y habla muy poco, no se le entiende nada. Habitualmente se perdía, pero siempre llegaba con pan, carne, o mercadería que la gente le daba. Dejaba las bolsas y salía nuevamente. Él se perdía porque quería hacerlo, pero ahora no ha vuelto –cuenta Rosas.

En la casa no saben si Ricardo está vivo o muerto. Margarita cuenta que hace un mes se le apareció en un sueño: “Estábamos con mi guacho en una casa pobre, durmiendo con frazadas hechas trapo. Lo veía bonito, gordito, y muy cambiado”. Y agrega: “Anoche me desvelé y después salí sonámbula a la calle. La María me dijo que andaba buscando a mi guacho. Yo creo que es porque lo echo de menos y en la noche me da la amargura”.
Ni Margarita ni María han tenido los suficientes recursos para buscar a Ricardo durante estos meses. Al principio salieron a varias poblaciones de Colina a pegar afiches, e incluso fueron a La Vega a poner algunos. Durante las primeras semanas, también fueron día por medio a la comisaría para saber noticias de la búsqueda, pero con el tiempo han dejado de hacerlo. Hoy, el presupuesto familiar sólo alcanza para comida, remedios, y pañales.

-Yo no me quiero morir sin antes saber dónde está mi hijo. Ojalá que esté vivo no más. Si tuviera una señora que lo cuide y lo quiera, mejor todavía. Mi guatoncito ya es viejito, yo creo que puede volver en cualquier momento, de sorpresa. Eso me sacaría ciento por ciento de amargura –agrega Margarita.
En la Brigada de Ubicación de Personas de la PDI dicen que varias veces han tenido que buscarlo, pero que lamentablemente a su familia se les escapa cada vez que ellos lo traen de vuelta. La última vez, dicen, lo encontraron en el hospital psiquiátrico José Horwitz y los parientes pidieron sacarlo de allí. Actualmente la policía no ha recibido ninguna nueva denuncia por la desaparición. A Ricardo ya nadie lo busca.

OCHO DÍAS EN LA VEGA
La última imagen que Rodolfo Zamorano recuerda del día en que se perdió, es la de él trajinándose inútilmente los bolsillos, en busca de los $85.000 de su pensión que alguien le robó en el metro. Luego de descubrir que no tenía ni un peso se quedó como zombi. Caminó por el centro de Santiago sin saber a dónde ir. El shock del robo le borró su memoria y no recordaba ni el nombre de sus parientes, ni tampoco el lugar donde vivía.

A esa misma hora, en la mañana del 20 de agosto, su hija Johana Zamorano estaba extrañada por la demora. Antes de salir de su casa en Peñalolén, su padre le había dicho que después de ir a pagarse pasaría a cancelar la cuenta de la luz, y que llegaría para almorzar. Pero no regresó.

En sus 74 años de vida, Zamorano nunca había desaparecido sin avisar. Esa noche, sin embargo, su familia puso una denuncia por presunta desgracia, y cerca de 70 personas –entre familiares, amigos y vecinos- salieron en su búsqueda.

-Estábamos todos desesperados. Lo buscamos en La Florida, Macul, La Reina, Las Condes, Lo Barnechea, San Bernardo, La Cisterna, San Ramón, Puente Alto, y Santiago, pero no había ni rastros de él –recuerda Johana.
Al día siguiente el rastreo continuó. La familia entera dejó de ir a trabajar y se concentraron en recorrer la capital. Pegaron afiches con su rostro en muchas calles y los teléfonos de contacto rápidamente comenzaron a sonar. Todas, sin embargo, eran pistas falsas.

-Decían que lo había visto comiendo un caldo de patas en Franklin o que estaba en una estación del metro, pero sólo eran personas que se le parecían –agrega su hija.

Al tercer día de desaparecido, la familia logró poner su foto en los canales de televisión. La Red y Mega pasaron el dato de que Zamorano se había perdido sin razones, pero nuevamente las pistas no condujeron a resultados.

Las madrugadas no sólo traían la angustia de iniciar un nuevo día sin resultados, sino que también mostraban su peor cara. Johana recuerda que lo que más la inquietaba era que las calles santiaguinas estaban llenas de peligros: “Vimos gente durmiendo en la calle, prostitución, niños vagando, drogadictos, choros, gente que daba miedo y algunos que no te pescaban” –cuenta.

Intentando agotar todos los medios, algunas de sus hijas fueron incluso donde una síquica, quien les dijo que su padre se encontraba en una calle con tres entradas y que el lugar era súper colorido y con mucha gente. Los familiares supusieron que estaba en una feria cercana a su casa y allí concentraron su búsqueda por los siguientes días, pero no apareció.

Rodolfo Zamorano volvió a los ocho días de haber desaparecido, cuando su familia confiaba cada vez menos en encontrarlo con vida. Apareció sólo, barbón y pálido, parado en la esquina del pasaje donde vivía, intentando dar con el número exacto de su casa.

A su familia le explicó que le habían robado, que no supo cómo regresar, y que todos los días durmió con unos abuelitos en La Vega, alimentándose de pan con queso de cabeza. Durante el día, les dijo, se lo pasaba deambulando por el Parque de los Reyes, único lugar que se le hacía familiar, porque varias veces había llevado a sus hijos a jugar en el pasto. Allí intentó infructuosamente recordar el lugar donde vivía, hasta que un día escuchó la palabra “Peñalolén”, y eso le bastó para situarse.

El primer médico que lo atendió le dijo que su pérdida de memoria había sido producto del estrés, pero no hace mucho otro doctor descubrió que todo había sido una manifestación de una leve demencia senil que ha comenzado a aquejarlo, y que actualmente lo mantiene con medicamentos.

A Rodolfo Zamorano no le gusta acordarse de lo que pasó, porque la situación lo deprime. En estos meses le ha costado retomar las salidas, y hoy cada vez que decide alejarse unos metros de la casa, su hija Johana le pone un papel en cada bolsillo del pantalón con el número de teléfono y la dirección.

PERDIDO EN LA AUTOPISTA
Luis Cereño arrastra los pies al caminar. Tiene 87 años y el alzheimer que padece le ha borrado la memoria casi por completo. Aparece desde su pieza con un chaleco azul, que le cubre el torso y parte de las piernas. Como es la primera vez en el día que se asoma por ese sector de la casa, saluda a sus parientes con neutralidad, sin entrar en diálogos. Desde que le detectaron la enfermedad, abandonó las conversaciones profundas, y los monosílabos han sido la solución para mostrarse coherente en público.

-Me van a perdonar, pero yo no puedo hacer nada –se excusa, mientras se empina un vaso de néctar.
Carolina Pradenas, su nieta, cuenta que desde hace un año que su abuelo ha empeorado vertiginosamente. Todo –dice- por la muerte de su esposa, el 7 de enero de 2012. La primera manifestación de la gravedad del alzheimer ocurrió el 29 de julio de ese año, cuando Cereño salió de su casa y se perdió.

Su familia ha ido reconstruyendo la historia. Ese día, él salió de su casa a caminar por la población Los Nogales, en Estación Central. Para evitar que algo le fuera a pasar, las hijas que lo cuidaban habían inventado un sistema de seguimiento. La cosa era simple: quien estaba a su cargo debía espiarlo sin que él supiera. Pero cuando su hija que estaba a cargo salió a verlo, Luis Cereño ya no estaba.

-Mi tía comenzó a buscarlo sola. Dio toda la vuelta a la población y luego llamó a mis otras tías, y ahí nos enteramos todos –recuerda Carola Pradenas.

Para el final del día, la policía y 30 familiares lo buscaban por todo Santiago. No sólo la pérdida generaba angustia, el frío del invierno también hacía lo suyo, porque para esa madrugada se habían pronosticado cero grado. La búsqueda, sin embargo, no dio resultados.

-Lo buscamos como hasta las cinco de la mañana. La casa era el punto de encuentro, de ahí salíamos y entrábamos. Anduvimos en Estación Central, Providencia, San Miguel, Pedro Aguirre Cerda, Recoleta, Maipú, todo. Pero nada pasó –cuenta su nieta.

Al día siguiente, y bajo el título de extraviado, su cara apareció pegada en paredes, postes y vitrinas de distintas comunas de Santiago. Los afiches enfatizaban en que padecía de alzheimer y que era de tez blanca y contextura gruesa. Al igual que la noche anterior, no hubo respuestas.

Cereño apareció en la mañana del 31 de julio. Lo encontraron tirado en una ladera de la Autopista del Sol, a la altura de Maipú, a punto de morir de hipotermia. Unas personas que pasaban por el lugar vieron el bulto y llamaron al consultorio. El abuelo alcanzó a decir su nombre, y así supieron que estaba perdido.

-Estaba en un lugar donde no se veía. No sé cómo aguantó dos noches, debe ser por las camisetas y los calzoncillos largos de algodón que usaba. Si esas personas no lo encuentran se muere en la calle, porque ya estaba morado y tiritaba –presisa Carola.

En el hospital, Cereño relató a su familia lo poco que recordaba de todo. Sólo les dijo que se subió a un taxi y que luego le quisieron robar. El relato no dio pistas de nada, y hoy sus parientes han interpretado esas primeras palabras. Ellos creen que el taxista, al ver que el abuelo no traía dinero, le pegó y lo dejó tirado en la autopista, y allí se quedó.

La pérdida lo dejó con ataques de pánico durante varios meses y la familia cambió la chapa convencional de la puerta por una eléctrica, para que él no pueda abrirla sin que el resto sepa. A casi un año de ese episodio, Cereño ya casi no recuerda nada de su vida. Tampoco de aquel traumático día en que se perdió. Sentado en el sillón en el que habitualmente espera pasar el día mira con detención unos afiches de la búsqueda que la familia aún guarda. Los observa como tratando de buscar en su cabeza una explicación coherente sobre por qué su cara está en el papel, pero no da con el recuerdo.

-¿Te acuerdas cuando te perdiste? –le pregunta su nieta.
-Ya no me acuerdo de eso –responde él.

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