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Mundo

22 de Junio de 2013

El amor te jode la vida

Se llama Edgar Alexander Nufio Villanueva y junto a Orfilia Mélita Hernández Aquino acabó detenido en un lugar de Texas llamado Falfurrias, setenta y siete millas en línea recta al norte de la frontera con México y de la salvación, treinta y siete días al norte de casa. “Encontramos unos jabalíes y encontramos ropa, zapatos […]

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Se llama Edgar Alexander Nufio Villanueva y junto a Orfilia Mélita Hernández Aquino acabó detenido en un lugar de Texas llamado Falfurrias, setenta y siete millas en línea recta al norte de la frontera con México y de la salvación, treinta y siete días al norte de casa.

“Encontramos unos jabalíes y encontramos ropa, zapatos y, en algunas ocasiones, huesos”, dirá Edgar tiempo después, en abril de 2013, en una carta a su tía Ingrid, hermana de Orfilia. Edgar escribe en frases acuchilladas. Los adjetivos pueden ser palabras obesas.

Cuando entraron a Texas, los agentes de migraciones los corretearon una vez, se separaron y el guía del grupo los abandonó. Orfilia, Edgar y un muchacho salvadoreño esquivaron serpientes hasta el anochecer y se escondieron entre matorrales. Oían al coyote llamar a la luna, a los jabalíes bufando. A la mañana salieron juntando botellas de agua, clavando los pies en la arena. Encontraron una bolsa de Doritos y otra de Cheeto’s y se las comieron. Cuando ya no pudieron dar un paso más, Edgar encabezó la salida hacia la carretera en busca de ayuda: se encontraron con las camionetas de la policía de fronteras. Habían caminado desde las siete de la tarde de un día hasta las cinco de la tarde del otro.

Era el fin, uno malo, aunque mejor que otro definitivo. “Vi morir a una persona que me pedía que la ayude”, dice Edgar a su tía en dos páginas con pocas pausas, “pero desgraciadamente uno va luchando por su vida”.

¿Salvarse sólo es dejar siempre una frontera atrás?

***

Es marzo, es el principio.

Ingrid, en ese principio, no sabía nada de esto. De Falfurrias, alacranes, cuerpos pútridos, salvaciones. Ingrid sólo tenía fe y alegrías. Ingrid es hermana de Orfilia —la Mélita — y tía de Edgar —el Edgarcito — y cuando el viaje comenzó un 13 de febrero calculó de doce a quince días para tenerlos en su departamento nuevo, un sótano remodelado, con cocina y sala amplias, en las afueras de Washington, DC. Ingrid tiene treinta y cinco años, determinación de huracán y, de tanto en tanto, ayuda en mi casa. Nació y se crió en el este de Guatemala, en los llanos de los que abusa el río Motagua, en un caserío, Champas Corrientes, tan pequeño que puede confundirse con los restos de un pueblo anterior. En Champas, Ingrid tiene un campito y algunas vacas, muchos amigos, más familia y demasiados miedos enterrados. En Estados Unidos no tiene mucho, empezando por los papeles, que no existen.

Todo pareció ir normal hasta que Orfilia y Edgar pasaron del espacio crudo de México a McAllen, Texas, cuando comenzó el apagón frecuente, las llamadas salteadas y breves. Ingrid habló con Orfilia —la Mélita — una tarde a inicios de marzo: estaban en una casa de la frontera cuidados por una señora, de quien usó el celular, a la espera de que las patrullas americanas relajasen la vigilancia.

—Tiene que caminar veinticuatro horas para pasar. Hay mucha policía. Uno cada dos brazadas. Raro.

—La frontera está complicada estos días.

—Da miedo eso.

En las semanas precedentes, los representantes republicanos y demócratas se habían reunido varias veces en el Congreso. The New York Times y hasta los medios en español hablaban de urgencias para cerrar una reforma migratoria para los millones de indocumentados que viven en Estados Unidos. La reforma es un camino con púas, diez años de espera para la residencia, tres más para la ciudadanía, pagar impuestos atrasados y multas. Las organizaciones hispanas parecían verla más como una claraboya o una pequeña ventana empotrada alto en la pared que como una puerta.

—Ya están adentro –digo —. Los narcos están del otro lado. ¿A qué le temes? Si está en McAllen, ya está aquí.

Ingrid juega con mi hijo Matteo en el piso de la sala de casa. Han construido una vía para que circule Thomas The Train con cuatro vagones de ganado.

—Sí, pero igual. Me preocupa que le pase algo.

—¿Algo?

—Algo malo. Ya sabe, lo que hacen. Se habla mucho de esta gente que —, y decapita el aire pasándose la palma por el cuello —.

Ingrid habló con firmeza, como sobreponiéndose a lo que decía, como evitando que las palabras digan y que al decir las sienta. Busca apoyo: me mira por él.

—Lo único que podría pasar —menosprecio al miedo — es que los detengan y los deporten.

—Tranquila, lo peor ya pasó.

Nunca vi las púas con que nacía mi respuesta.

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