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Opinión

1 de Agosto de 2013

Editorial: Los fanáticos

El viernes de la semana pasada, organizaciones feministas y de sus alrededores, marcharon por el centro de Santiago para defender el derecho al aborto. De haberlo sabido a tiempo, hubiera ido. Soy de los que considera que el útero de una mujer no le pertenece a la sociedad, sino a ella. No me conmueve el […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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El viernes de la semana pasada, organizaciones feministas y de sus alrededores, marcharon por el centro de Santiago para defender el derecho al aborto. De haberlo sabido a tiempo, hubiera ido. Soy de los que considera que el útero de una mujer no le pertenece a la sociedad, sino a ella. No me conmueve el óvulo fecundado. El espíritu inmaculado de un feto, no prima nunca en mi cabeza por sobre la madre pecadora que lo abriga. La discusión de cuándo las células pasan a constituir una vida humana, me resulta interesantísima. Poetas, políticos, filósofos y científicos, tienen todos algo que decir al respecto. Es un debate en el que la opinión de los especialistas es indispensable, pero también el sentido común. El asunto es que desde hace tiempo que esperaba ver instalada en la esfera pública, algo más que la para mí ridícula trifulca en torno al aborto terapéutico. Que eso se debata, me resulta lisa y llanamente una falta de respeto con la mujer. Lo mismo en caso de violación. Que esté prohibido por ley, lo considero un escándalo.

La verdadera controversia es en torno al aborto, a secas. Otra cosa, sin embargo, es aquello en lo que la marcha derivó. En su Tratado sobre la Tolerancia, Voltaire recuerda que un principio básico del derecho humano es no hacer al otro lo que no quieres que te hagan. “No se comprende –agrega a continuación-, según tal principio, que un hombre pueda decir a otro: ‘Cree lo que yo creo y lo que no puedes creer, o perecerás’”. Cuando los marchantes entraron en la catedral, replicaron exactamente la conducta que se supone que detestan: que otro invada, petulantemente, nuestra intimidad, arrasando con nuestras creencias, imponiendo como cierta e indiscutible su propia manera de pensar. “Respeten nuestros principios”, le pedía una de las feligresas al piño de manifestantes que la insultaba, supuestamente, porque la Iglesia católica no respetaba sus propios principios. La turba que se introdujo en la catedral estaba envilecida. Rayaron los muros del templo por dentro, las emprendieron contra los santos y los floreros, y botaron al suelo los confesionarios, esas pequeñas casas de secretos, donde miles de adolescentes, a lo largo de la historia, le deben haber contado al sacerdote de turno que acababan de abortar. Para ser franco, lo que menos me preocupa es que hayan importunado al arzobispo. A los obispos viene bien importunarlos de cuando en vez, para que no se crean intocables. Uno de los protestantes declaró que por fin el pueblo se tomaba la catedral, como si todos los que llenaban su nave no pertenecieran al pueblo. “Este es nuestro espacio, nuestra celebración.

Yo no voy a interrumpir sus reuniones. Es en la vía pública donde corresponde que se hagan estas manifestaciones”, argumentó una de las fieles. Y, claro, tiene toda la razón. ¿Qué dirían, qué vestiduras no rasgarían, si una patota del Opus Dei destruyera una tarde sus sedes? ¿Con cuánto sentimiento alegarían contra el fascismo y la intolerancia? En esta, su primera aparición política, los abortistas actuaron como religiosos obcecados. Hicieron el loco.

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