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Opinión

9 de Agosto de 2013

Una línea méxicana

En la narrativa mexicana reciente hay una línea que sobresale y que yo llamaría la línea del descomedimiento, una literatura del desborde, malhablada (aunque ejemplarmente escrita), pastichenta, de visualidad exuberante, proseada como arriba de la pelota pero sólida, inteligentemente armada, donde el desorden y el descontrol son un reflejo de la vida y una sensación […]

Vicente Undurraga
Vicente Undurraga
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En la narrativa mexicana reciente hay una línea que sobresale y que yo llamaría la línea del descomedimiento, una literatura del desborde, malhablada (aunque ejemplarmente escrita), pastichenta, de visualidad exuberante, proseada como arriba de la pelota pero sólida, inteligentemente armada, donde el desorden y el descontrol son un reflejo de la vida y una sensación de lectura y no –felizmente– una característica de la composición. Ahí, veo destacar tres nombres: Alberto Chimal, autor de Los esclavos (Almadia, 2009), y principalmente Julián Herbert y Yuri Herrera, cabrones de esta nueva prosa alucinada. De estos dos últimos, que tienen mejor circulación editorial en Chile, hay novedades.

De Herbert, que es autor de Canción de tumba (2011), una novela de belleza radiante y removedora, acaba de llegar un libro anterior a ese, del 2006: Cocaína (Manual de usuario), colección de 16 relatos. Como si estuviera bajo efectos de la droga que le da nombre, ese libro, a pesar de su brevedad, está marcado por el desate: de humores, de mixtura (hay poemas, cuentos que se desintegran en versos, parodias de manuales, pastiches, cuentos propiamente tales…), de revientes, de alusiones y mexicanismos… pero esto no es un defecto sino, al contrario, parte importante de su gracia. Y aunque Cocaína no es un libro que supere a Canción de tumba, es bien notable como conjunto e incluye dos o tres cuentos de primera línea, donde lo casi dicho es más elocuente que lo gritado (pienso sobre todo en el díptico integrado por “Ángel de la mañana” y “Una canción desde los hospitales”). Si ya se ha leído Canción de tumba, leer estos relatos será como acceder a la previa, al entrenamiento del cocinero de aquella novela sabrosa; y si no se la ha leído, seguro resultarán estos cuentos muy buenos pipazos para tentarse y luego ir por ella.

Por su lado Yuri Herrera, autor de Trabajos del reino (libro a propósito del cual Elena Poniatowksa dijo que el autor entraba “por la puerta de oro en la literatura mexicana”) y Señales que precederán al fin del mundo, sale ahora con La transmigración de los cuerpos, una breve novela que confirma, a la vez que lleva a un nuevo punto, las cuestiones que hacen de la suya una prosa descollante, desatada en el uso libre y reluciente del idioma, al que va llenando de formas locales, mexicanismos, jerga norteña, narcoexpresiones, narcosintaxis, narcogramática, todo espolvoreado con neologismos y usos derivados: “fiesteara”, “bienfamiliados”, “sacalepunta”, “muyamabliar”, etc.

Con todo, está desprovisto de florituras y aún en su exuberancia tiene algo lacónico. Se trata de un castellano que, más que entenderlo del todo, uno lo intuye y, sobre todo, lo escucha, lo siente vibrar y resonar, mientras el sentido de los hechos cae por su propio peso, y esa es la gran gracia pues mediante ese efecto es que podemos acceder, sin sentir en ningún momento exclusión o lejanía, al reflorecimiento de un idioma precisamente allí donde, para ojos conservadores, podría parecer estar hundiéndose en un mar de localismos, contorsiones gramaticales y genitalia desatada: “Con el tiempo descubrió que lo suyo era navegar con bandera de pendejo y luego sacar labia. Verbo y verga, verbo y verga, qué no”.

La historia de La transmigración de los cuerpos, aunque en principio algo difusa, es clara y sencilla y está protagonizada por el Alfaqueque, una suerte de mediador de conflictos salvajes que, en medio de una epidemia que recuerda la gripe porcina –y enmarañándose con un puñado de personajes que el autor sabe clavar en la memoria con apenas dos o tres líneas–, debe arreglar un terrible entuerto entre dos familias que resultan ser sólo una, en la más griega de las ondulaciones trágicas. Muertes equívocas, cruce de cadáveres, amistades y traiciones y borracheras endemoniadas (conjuros contra el miedo) y, entre medio, el milagro del sexo soñado hecho realidad, que viene de la mano de la inolvidable Tres Veces Rubia. Herrera, además, con toda sutileza y sin monserga alguna deja ver con su protagonista cierta luz en medio de esa cotidianidad infernal: la manera de campear en ese mundo devastado y ultraviolento no necesariamente es extremando la violencia sino, mejor, la inteligencia: “Lo suyo no era tanto ser bravo como entender qué clase de audacia pedía cada brete. Ser humilde y dejar que el otro pensara que las palabras que decía eran las suyas propias”.

Si se ha leído a Herrera, este libro sin duda no será más de lo mismo sino un nuevo brillo en su radiante proyecto; y si no se lo ha leído, podrá ser una muy buena línea de degustación para tentarse con esas dos maravillas que son sus primeras novelas, las que leídas luego no defraudarán, por supuesto, sino muy al contrario, porque la de Herrera no es una prosa que progrese o involucione sino una que se desliza en meandros y sacude –pudiera decirse– al ritmo de los más chacales narcocorridos. A propósito, tras la reciente muerte del Viejo Paulino, maestro del narcocorrido, escribió Julián Herbert (en este mismo pasquín) que el viejo era “quizás el narrador popular que más influyó en la manera en que la literatura mexicana aborda actualmente el tema del narcotráfico”. Buena hipótesis, que podría refrendarse en el hecho de que tanto los libros del propio Herbert como los de Herrera dan a veces ganas de bailarlos, de subirse arriba de esa pelota que tan preciosamente rueda en la gran cuesta de la chingada.

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