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Mundo

2 de Septiembre de 2013

Un punto de vista: Democracia y ley islámica, ¿agua y aceite?

Para entender lo que está sucediendo hoy en Medio Oriente, debemos remontarnos al final de la Primera Guerra Mundial. El Imperio Austrohúngaro había sido destruido y de las ruinas surgió una colección de naciones.

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Estos estados -que incluían a Austria, Hungría, Rumania y Checoslovaquia- no fueron creaciones arbitrarias. Sus límites reflejaban antiguas divisiones por la lengua, religión, cultura y etnia. A pesar de todo, el acuerdo se derrumbó en dos décadas, en parte debido a la llegada al poder del nazismo y el comunismo, ambas ideologías de conquista.

Hoy damos por sentados a los Estados nacionales de Europa central. Son entidades políticas establecidas, todas con un gobierno elegido por los ciudadanos que viven en su territorio.

El Imperio Otomano, cuyos territorios se extendían por todo el Medio Oriente y el norte de África, colapsó al mismo tiempo que el Austrohúngaro.
Los aliados victoriosos dividieron el Imperio Otomano en pequeños estados territoriales.

Pero muy pocos de ellos han disfrutado de más de un espasmo temporal de la democracia. Muchos han sido gobernados por clanes, sectas, familias o militares, asistidos a veces por la represión violenta de todos los grupos que desafían al poder dominante, como está ocurriendo en Siria.

A menudo se explica la relativa ausencia de democracia en Medio Oriente con el argumento de que cuando se delinearon los límites de los países de la región no se tomaron en cuenta las lealtades prexistentes de los lugareños.

Nación o fe

En algunos casos la democracia echó raíz. El general del ejército de Turquía Mustafa Kemal Ataturk (1881-1938) fue capaz de defender el corazón del imperio y convertirlo en un Estado moderno en el modelo europeo.

En otros lugares, muchos se identificaron más con la religión que con la nación. Hassan al-Banna (1906-1949), fundador de los Hermanos Musulmanes en 1928, dijo a sus seguidores que reunir a los musulmanes del mundo en un Estado islámico supranacional, un califato, debía ser una prioridad.

El resultado de imponer fronteras nacionales a personas que se definen en términos religiosos es el tipo de caos que hemos visto en Irak -donde sunitas y chiítas luchan por dominio- o la vorágine que ahora presenciamos en Siria, donde una secta islámica minoritaria -los alauitas- ha mantenido un monopolio del poder social desde el surgimiento de la familia Asad.

En contraste, los europeos son más propensos a definirse en términos nacionales. En todo conflicto es la nación la que debe ser defendida. Y si Dios alguna vez ordenó lo contrario, es hora de que cambie de opinión.

Tal idea es un anatema para el islam, que se basa en la creencia de que Dios estableció una ley eterna a la que los humanos deben someterse. Eso es lo que la palabra significa “islam”: sumisión.

El caso turco

El islam sunita fue la fe oficial de los otomanos y ninguna otra forma de islam fue reconocida formalmente. La tolerancia se extendió a las diversas sectas cristianas, a los zoroastrianos y judíos. Pero la historia oficial durante varios siglos fue que el Imperio fue gobernado por la ley sharia, la ley sagrada del islam, reforzada por un código civil y el derecho interno de las diversas sectas toleradas.

Ataturk abolió el sultanato y estableció un nuevo código civil, sobre la base de los precedentes europeos. E hizo una Constitución que expresamente cortaba todas las relaciones con la ley islámica, impuso un sistema laico de educación y ordenó la lealtad a la patria turca como el primer deber de todo ciudadano.

Ataturk rehizo a Turquía como una nación definida por idioma y territorio en lugar de por el partido o la fe. El sufragio universal para ambos sexos fue introducido en 1933 y el país sigue regido por un sistema jurídico que deriva su autoridad de legisladores humanos en vez de una revelación divina.

Al mismo tiempo, su población es casi enteramente musulmana y experimenta la nostalgia inevitable por la forma pura y hermosa de la vida invocada en el Corán. Por ello, existe una tensión entre el estado laico y los sentimientos religiosos de la gente.

Ataturk era consciente de esta tensión, y nombró al ejército como guardián de la Constitución secular. Impuso un sistema de educación para los oficiales del ejército que los haría oponentes instintivos del oscurantismo de los clérigos. El ejército iba a ser el defensor del progreso y la modernidad, lo que situaría el patriotismo por encima de la devoción en los corazones de la gente.

Obedeciendo a su función designada, en varias ocasiones el ejército turco ha intervenido para defender la visión de Ataturk. Se hizo cargo en 1980, cuando la Unión Soviética estaba tratando activamente de subvertir la democracia turca y nacionalistas e izquierdistas salieron a las calles. El ejército también ha hecho sentir su presencia en los últimos años, cuando el gobierno del primer ministro Recep Erdogan retrocede hacia los tradicionales valores islámicos.

Tres cosas separadas

El caso de Turquía ilustra claramente el punto de que la democracia, la libertad y los derechos humanos no son una cosa, sino tres.

Erdogan cuenta con un gran número de seguidores. Ha ganado tres veces las elecciones con una mayoría sustancial. Pero las libertades elementales, en vez de reafirmarse, se están poniendo en duda.

El ejemplo egipcio es aún más pertinente.

Los Hermanos Musulmanes siempre han buscado ser un movimiento de masas y han tratado de consolidarse por medio del apoyo popular. Pero su líder más influyente, Sayyid Qutb, denunció la idea del Estado laico como una especie de blasfemia, un intento de usurpar la voluntad de Dios por la aprobación de leyes que tienen una autoridad meramente humana. Qutb fue ejecutado en 1966 por el entonces presidente de Egipto, Gamal Abdel Nasser, quien llegó al poder en un golpe militar.

Desde entonces la Hermandad Musulmana y el Ejército han jugado en bandos opuestos.

La Hermandad apunta a un gobierno populista y ganó una elección que interpretó como una autorización para reconstruir a Egipto como una república islámica. Los carteles que ondulaban los partidarios de (el derrocado presidente de Egipto Mohamed) Morsi no abogaban por la democracia o los derechos humanos. En ellos se leía: “Todos nosotros estamos con la Sharia”. El ejército respondió diciendo que ‘no, sólo algunos de nosotros lo somos’.

Adaptarse o perdurar

¿Por qué no puede un Estado moderno gobernarse por la ley islámica?

Este es un tema controvertido sobre el que hay muchos puntos de vista eruditos.

Aquí, por si de algo sirve, está el mio.

Las escuelas originales de la jurisprudencia islámica, que surgieron a raíz del reinado del Profeta en Medina, permitían a los juristas adaptar la legislación según las necesidades cambiantes de la sociedad, por un proceso de reflexión conocido como ijtihad o esfuerzo.

Pero esto parece haber llegado a su fin en el siglo VIII, cuando la escuela teológica dominante de ese momento determinó que todos los asuntos importantes se habían resuelto y que la “puerta del ijtihad está cerrada”.

Por lo tanto, al introducir la Sharia hoy en día se corre el riesgo de imponerle a la gente un sistema de derecho diseñado para el gobierno de una comunidad que desapareció hace mucho tiempo y que no puede adaptarse a las circunstancias cambiantes de la vida humana.

En pocas palabras: la ley secular se adapta, la ley religiosa sólo perdura.

Por otra parte, precisamente porque la Sharia no se ha adaptado, nadie sabe realmente lo que dice. ¿Hay que matar a pedradas a los adúlteros? Algunos dicen que sí, otros dicen que no. ¿Está prohibido invertir dinero a interés en todos los casos? Algunos dicen que sí, otros dicen que no.

Cuando Dios hace las leyes, las leyes se vuelven tan misteriosas como Dios lo es. Cuando hacemos las leyes y las formulamos para nuestros propósitos, podemos estar seguros de lo que quieren decir.

La pregunta es quiénes somos nosotros, ¿qué manera de definirnos reconcilia elecciones democráticas con una oposición real y los derechos individuales?
Ese, en mi opinión, es el asunto más importante que enfrenta Occidente hoy. Es crucial, porque Occidente también le está dando una respuesta equivocada. Pero ese es otro tema.

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