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Opinión

6 de Septiembre de 2013

El Golpe Estético de la dictadura

Indagar por el autoritarismo en el ámbito cultural, artístico y cotidiano implica dar cuenta de aquellos rasgos que marcaron la producción simbólica del régimen militar. Para esto se promovieron ciertos estilos, rituales, formas de percibir, y por supuesto también se reprimieron sensibilidades e imaginarios que disentían del proyecto hegemónico. De allí que la instrumentalización involucre […]

Gonzalo Leiva Quijada
Gonzalo Leiva Quijada
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Indagar por el autoritarismo en el ámbito cultural, artístico y cotidiano implica dar cuenta de aquellos rasgos que marcaron la producción simbólica del régimen militar. Para esto se promovieron ciertos estilos, rituales, formas de percibir, y por supuesto también se reprimieron sensibilidades e imaginarios que disentían del proyecto hegemónico. De allí que la instrumentalización involucre desde los contenidos del currículum escolar (repetidos cursos de Historia republicana y Educación Cívica), hasta el control de museos emblemáticos (la cercanía de Pinochet con los objetos del Museo Histórico Nacional), pasando por sistemas de reconocimiento y premiación o por sofisticadas alianzas estratégicas con el sector privado.

La dolorosa experiencia histórica de Chile tras el Golpe de Estado de 1973, no sólo creó un nuevo orden político, sino que además instituyó una práctica de limpieza cultural que se manifiesta en dos operaciones directas: por una parte, una clara política de exclusión con exoneración, exilio directo y represión con consecuencia de muerte como lo fue para los detenidos desaparecidos.

Por otra parte, la limpieza cultural en la década de los años 70 era jocosamente mostrada por los periódicos. Se recortaban los pantalones a las damas y a los varones se les cortaba el cabello. Dichos dispositivos mostraban una encubierta operación higiénica donde modas, colores y hasta los muros urbanos se limpiaban de la propaganda brigadista, legado del imaginario de la Unidad Popular.

Ambos operaciones enfatizaban la dimensión refundadora exclusiva que poseía la cruzada de los militares, era una lucha entre el bien y el mal, entre las fuerzas represoras de la ideología totalitaria y las prácticas libertarias de las Fuerzas Armadas y de Orden. Consecuentemente, desde aquí, el proyecto autoritario destruye de modo directo las organizaciones políticas, sociales y culturales de amplios sectores poblacionales y regionales. De tal manera, que con el denodado argumento de la seguridad nacional y la lucha contra el terrorismo de inspiración marxista-leninista se organizaron oficialmente aparatos represivos que entre sus prácticas engendraron una red de secuestros y muertes selectivas, que cubrían con terror nocturno y silencioso a nuestro país. Ahora bien, el nuevo modelo cultural encuentra aliados en los medios de comunicación un eje fundamental de propaganda, control y radiación. Con una televisión en pleno proceso de expansión, con el dominio de las radios y de la prensa escrita por medio de El Mercurio, la operación cultural parecía tener éxito.

Sin embargo, la cultura nacional se vio fuertemente afectada, muchos artistas exiliados, torturados, reprimidos, censurados. Al respecto, es necesario recordar que las escuelas de arte de las principales universidades fueron cerradas, prácticamente desmanteladas y algunas claramente intervenidas como la Universidad de Chile y la UTE (Universidad Técnica del Estado). En algunos ámbitos específicos es notoria la represión, como por ejemplo en la docencia, donde se calcula que un 30% de los profesores fueron exonerados de las universidades chilenas entre 1973 y 1978. Lo mismo ocurre en el ámbito artístico como el teatro ya que parten sobre un 25% al exilio. En concreto, en la Universidad de Chile, el 90% de los miembros de la compañía de Teatro fueron despedidos.

El caso de la empresa Quimantú, que adoptó el nombre de Gabriela Mistral, se desperfiló de la línea editorial quedando reducida a producción de etiquetas, envases y revistas para terceros. La música, por su parte, también había resentido las represiones en el ámbito cultural: muerte de Víctor Jara y el exilio de numerosos artistas del canto popular que conformaban la “Nueva Canción Chilena”. Pero el exilio había también tocado a músicos del ámbito docto como los compositores Gustavo Becerra, Gabriel Oliverio Brnčić Isaza, Fernando García y el cantante Hans Stein. La fotografía resintió de modo directo la censura en los medios, además el golpe asentado con muchos detenidos-desaparecidos que eran fotógrafos, la hizo ver una profesión sospechosa.

En 1975 al pintor Guillermo Núñez es apresado y exiliado por realizar una exposición conceptual con jaulas de pájaros que contenían en su interior pan, flores, reproducciones de la Mona Lisa, etc. Ese mismo año, la revista Manuscritos fue censurada y su director Ronald Kay amonestado y el decano despedido. La galería de Paulina Waugh quemada con muchas obras de Matta y otros artistas. En medio de este oscuro panorama asoma un espacio que no deja de ser paradójico y curioso. Pues, en las propias áreas institucionalizadas de vigilancia como la cárcel y la penitenciaría emergen desde 1975 obras de teatro, recitales de poesía, festivales de la canción y el fascinante trabajo enunciativo de “las arpilleras” bordadas realizados por los presos y presas políticos.

Pionero es el caso de Luz Donoso y Hernán Parada, que realizando su proyecto “Duda y Claridad”, trabajan sobre las representaciones de vida desde los soportes fotográficos de los detenidos desaparecidos. El 15 de noviembre de 1979, realizan a las 12 horas en pleno Paseo Ahumada, una intervención de las pantallas televisivas de una tienda comercial de electrodomésticos, con el retrato de una detenida desaparecida. El TAV se transforma en un colectivo plástico referencial del arte conceptual y grabado así también entre 1977-1979 irrumpe la práctica de “escena de avanzada” la que realiza numerosas citas discursivas y performances que aludían frontalmente desde la vanguardia artística a la contingencia.

Pero en la cultura oficial se vivió “el apagón cultural” que se intentó paliar con prácticas hegemónicas que intentaron rescatar la chilenidad, por medio de construcción de monumentos y altares en cada plaza del país, producción de ceremonias cívico-militares, rituales conmemorativos como el de Chacarillas que con antorchas y subiendo el cerro San Cristóbal marcaban una épica cívico-castrense delirante, en el pináculo del cerro Pinochet reforzando como “maestro único” de la misión nacionalista.

La transformación operada tras el Golpe Militar establecía nuevos imaginarios que afectaron desde lo cotidiano con un sello marcadamente nacionalista autoritario. Hasta el día de hoy, muchas generaciones, al estar de pie nos ponemos firmes como reflejo con las manos atrás y seguimos cantando- de modo inconsciente- las canciones militares enseñadas en los colegios, esperpentos marciales de un pasado que se hace presente desde recuerdo. Así al observar las imágenes del perfil estético de la dictadura, se reaviva la llama de la libertad, la monumentalidad del altar de la patria, se reconocen los héroes militares de los billetes, las figuras nacionalistas de los sellos postales, la reordenación con rejas del Edificio Diego Portales, las marchas conmemorativas con las damas de todos colores.

El silencioso pero efectivo golpe estético también cubrió y se impuso en la cultura chilena. El atentado más simbólico que muestra el golpe a la cultura nacional fueron contra la escritura y el cine chileno, enormes piras encendidas de libros (Cubismo, Rebelión de las masas, etc.) en las principales bibliotecas y de películas en el patio de Chile Films (todos los noticieros desde 1945) mostraban también “desaparecer” material irrecuperable. Era quemar una historia y sus memorias culturales.

*Gonzalo Leiva Quijada, Inst. de Estética, PUC de Chile. Autor de “El Golpe Estético. Dictadura militar en Chile 1973-1989”, junto a Luis Hernán Errázuriz.

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