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Poder

11 de Septiembre de 2013

El poder de la generala

Lucía Hiriart fue una mujer determinante en la vida de Pinochet. Como Imelda Marcos, la esposa del ex dictador filipino, Lucía adoraba los zapatos, y vistió sombreros y capa. Pero su fascinación fueron las propiedades. Ocho le alcanzó a encontrar el juez del caso Riggs. Durante la dictadura cumplió un rol clave: ser la gobernanta de CEMA-Chile, una extensa organización de mujeres, con más contingente que Carabineros y a través del cual promovió las bondades de la dictadura.

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Lucía Hiriart podía ser mucho más feroz que Pinochet. En 1984, año de protestas, relegados, allanamientos nocturnos y toque de queda, esta mujer declaró: “Si yo fuera jefa de gobierno sería mucho más dura que mi marido. ¡Tendría en estado de sitio a Chile entero!”. Luego ahondó en sus pesares de señora prosaica. “Miren cómo nos estamos perjudicando ahora por culpa de los terroristas. En estos momentos hay cortes de luz. Sin energía eléctrica no pueden funcionar los locales comerciales, las peluquerías” reclamó, empinada sobre sus zapatos reina.

La historia contada desde el corazón del pinochetismo le otorga a ella un rol importantísimo en la vida de su esposo. Se afirma, por ejemplo, que fue Lucía la que empujó a Pinochet para que ascendiera en su carrera militar. “Yo le decía que tenía que ser por lo menos ministro de Defensa”, dijo en una entrevista. Según relató el propio Pinochet en sus memorias, fue ella también la que lo instó a participar en el Golpe, echando mano a su descendencia. “Una noche mi mujer me llevó a la habitación donde dormían mis nietos y me dijo: ‘ellos serán esclavos porque no has sido capaz de tomar una decisión’”, escribió el general. Hoy está claro que con este relato Pinochet buscaba ocultar el hecho de que fue el último en sumarse al Golpe de Estado. Pero es probable, también, que en esa escena salpicada de épica y dramatismo, haya retratado bastante fielmente el carácter volcánico de su esposa. Lucía, la brava, la que lo empujó a su marido en su ascenso, nunca se adaptó bien a las caídas y se mostró implacable cuando el general perdió su poder.

En 2000, cuando los tribunales chilenos lo despojaron de su fuero como senador vitalicio para someterlo a proceso por su responsabilidad en 20 secuestros, Lucía Hiriart afirmó sin compasión:
-Está viejo, enfermo y sin poder.

Un dato que cierra el círculo: mientras Pinochet estaba detenido en Londres, en su día cuatrocientos y algo, Lucía Hiriart viajó a Santiago. El 7 de mayo de 1999, liquidó la sociedad conyugal que tenía con su marido e inscribió dos casas (ubicadas en La Dehesa) y dos sitios (de Lo Barnechea) a su nombre. Todo, avaluado en alrededor de 230 millones de pesos. La jugada buscaba burlar la orden de la justicia española de congelar los fondos del general en todo el mundo. Lucía separó aguas con su marido y para 2004, esta mujer que no había trabajado nunca tenía inscritas ocho propiedades a su nombre. El año pasado, sin embargo, fue procesada como cómplice de Pinochet por fraude al Fisco.

Cunitas, pañalcitos, calzoncitos

La primera vez que los chilenos supimos de Lucía fue por una nota publicada en el diario El Mercurio, pocos días después del golpe militar de 1973. Bajo el título “Entrevista a la esposa de un soldado”, aparecía una mujer sencilla, con un clásico peinado de peluquería de barrio -melena a la oreja, partidura a un lado- y una sonrisa maternal.

Nadie imaginaba entonces que esta mujer de 1.65 de estatura, que terminó el colegio para casarse con un teniente que su familia miraba en menos y que nunca más volvió a estudiar, se alzaría como una figura tan gravitante como su marido. Durante el gobierno militar llegó a dirigir una decena de instituciones de ayuda social y tenía bajo su mando a 45 mil voluntarias: un contingente más grande que el de Carabineros.

Tal era su influencia que Pinochet ordenó cambiar el protocolo para elevar a su esposa por sobre los miembros de la Junta de Gobierno. Así, en los actos públicos, la primera en ser saludada por el general era “la Coordinadora de Organizaciones Femeninas, señora Lucía Hiriart de Pinochet”. Para sus cumpleaños, las esposas de los comandantes en jefes y las voluntarias, hacían fila en su gabinete. Lo mismo los ministros y los consejeros de la Casa Militar.
Lucía tejió ese poder.

Entre 1973 y 1977, creó y refundó casi una decena de instituciones (Fundación Septiembre, Corporación Nacional del Cáncer, Fundación Nacional de Ayuda a la Comunidad, Comité Nacional de Jardines Infantiles y Navidad). De todas ellas, con la que más se identificó fue CEMA-Chile, una red de centros de madres donde las mujeres de más bajos recursos eran instruidas en los más diversos oficios, desde artesanía hasta puericultura y bordados.

A través del CEMA, Lucía puso en marcha a esposas, hijas, madres y abuelas de militares, quienes recorrían el país regalando ajuares para los recién nacidos: cunitas, pañalcitos, calzoncitos, como los enumeraba ella. CEMA se transformó así en un poder paralelo al Ejército de su marido. “Somos mujeres que usamos el uniforme del amor”, decía ella.

Las cónyuges de los uniformados participaban en esta institución siguiendo la misma graduación de sus esposos. Lucía Hiriart era la presidenta. Las mujeres del generalato, tenían a cargo la dirección nacional. Las de los comandantes asumían la vicepresidencia regional y de ahí para abajo, la labor la compartían las esposas de coroneles, mayores, capitanes, tenientes, suboficiales.

Tras esta labor no sólo se edificó una insospechada plataforma social para el gobierno militar. El voluntariado se transformó también en una de las más eficientes armas de disciplina interna. Las esposas de los ministros, subsecretarios y de cuanto civil rondó al general, tuvieron que colocarse también sus respectivos delantales de colores (había damas de rojo, verde, rosado).

Paralelamente, socias y voluntarias eran aleccionadas en política. A mediados de los 80, Lucía Hiriart inauguró las “clases de actualidad” ofrecidas por oficiales del Alto Mando del Ejército. Así, las mujeres que asistían a los centros de madres, podían combinar sus cursos de macramé y bordado con charlas sobre, por ejemplo, la “Estrategia de penetración comunista en la sociedad chilena”. Por su colaboración, los oficiales recibían de manos de la Primera Dama “galvanos de distinción”. De paso se aseguraban su estima, clave en la continuidad de sus carreras.

“Acuartelamiento en CEMA”

Para el plebiscito de 1988, Lucía Hiriart hizo una campaña tanto más intensa que su marido. Recorrió Chile hablándole a las mujeres, muchas de las cuales, seguramente, hicieron fila a comienzos de esta semana para despedirse del dictador. Sus discursos eran para ellas:

Agosto de 1987, Viña del Mar: “El llamado poder femenino reside en la sensibilidad con que la mujer enfrenta los problemas, porque como madre y como esposa siempre ha tenido un papel preponderante y este gobierno es, en mucho, obra de la mujer que llamó a los cuarteles para pedir que terminara el gobierno nefasto de la Unidad Popular”.

Febrero 1988, Arica: “Después de ver el cariño que han demostrado aquí, sé que tienen claro el papel que deben jugar el día de mañana cuando sean llamadas a las urnas. Pero hay tantas otras personas que no tienen claro esto. Ustedes tienen que ser un poder multiplicador y hacer llegar a toda esa gente la verdad de la situación política”.

Mayo 1988, Iquique: “Al igual que en 1973, el destino de Chile está en sus manos y si somos más del 50% deberíamos tener una trayectoria a futuro muy promisoria porque las mujeres estaríamos apoyando el proceso”.

Tras la derrota de Pinochet, esta mujer que usaba capa igual que su marido (“una ráfaga militar que le vino”, dice una periodista) anunció “transformaciones fundamentales” en la labor de CEMA. Estaba herida y decepcionada: cerró la fábrica de casas de madera y ordenó una reestructuración en los hogares para la niña adolescente. En paralelo, todas las integrantes del consejo –Gesa de Siebert, Adriana de Canessa, Silvia de Núñez- pusieron sus cargos a disposición de la presidenta nacional.

A la larga, sin embargo, Lucía Hiriart resultó mucho más eficaz que Pinochet a la hora de conservar el poder.
Mucho antes del plebiscito, en 1981, ya había realizado los cambios necesarios para perpetuarse al frente de CEMA-Chile. Entonces, se estableció que la institución sería presidida no por la esposa del Presidente sino por la cónyuge del comandante en jefe del Ejército (Pinochet en esa época ejercía los dos cargos). Luego, cuando su marido tuvo que dejar el uniforme, en 1997, realizó un nuevo cambio a los estatutos: la institución pasaría a ser presidida por “la esposa de un oficial de Ejército o una señora de civil”.

Estar a la cabeza de CEMA no era una cuestión menor. De acuerdo a los balances entregados por la fundación a comienzos de 2000, su patrimonio superaba los 5 millones de dólares y sólo en “operaciones de acción social” percibía alrededor de un millón y medio de dólares.

Fue la investigación por el caso Riggs, la que finalmente acabó con esta institución. De hecho, a comienzos de este mes se anunció que los fondos que recibía CEMA de la Polla Chilena de Beneficencia y la Lotería de Concepción serían entregados a otras instituciones.

LUCY

Desde la detención de Pinochet en adelante, Lucía fue moderando su ira, su aplomo y trató de reinventarse como una pacífica dueña de casa, ignorante de los asuntos de su marido. Sin embargo, en agosto de 2004, fue procesada como cómplice de Pinochet en el delito de fraude al Fisco. Según estableció el juez Sergio Muñoz, Lucía tenía plenos conocimientos de varias de las cuentas en las que se acumulaba al menos 27 millones de dólares, cuyo origen hoy aún no está claro. Lucía estuvo dos días detenida en la UCI del hospital militar y Pinochet envió una carta en la que señaló: “asumo toda la responsabilidad por los hechos que investiga el juez Muñoz y niego toda participación que en ellos pueda corresponder a mi cónyuge, mis hijos y mis colaboradores”. Una declaración como esa esperaban los oficiales que estuvieron bajo su mando y que hoy se encuentran procesados por violaciones a los Derechos Humanos. Pero nunca la tuvieron.

Para el último cumpleaños del general, el pasado 25 de noviembre, Lucía Hiriart fue la encargada de leer una carta a nombre de Pinochet. “Hoy, cerca del final de mis días, quiero manifestar que no guardo rencor a nadie, que amo a mi patria por encima de todo y que asumo la responsabilidad política de todo lo obrado”, dijo emotiva, en una misiva que sería calificada por el diario español El País como “el postrer rasgo de humo negro” que le quedaba a Pinochet.

Fue la última aparición en público de la pareja. Él, anciano y obeso, esparcido en una silla, apenas saludando. Ella, a sus 83, sonriente y peinada con laca, como nos acostumbramos siempre a verla.

Dicen que el día que murió Pinochet, que coincidió con el cumpleaños de Lucía, horas antes del colapso final, él habría pedido que le enviaran flores a ella. Y que ya moribundo, la llamó con insistencia. “Lucy”, le decía en privado. “Lucy”, fue lo último que se le escuchó decir al dictador.

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