Vía Pijamasurf La ayahuasca y el sapito (Bufo alvarius) son dos de las drogas psicodélicas (enteógenos, o psicointegradores, según se prefiera llamar) más poderosas del planeta. Su potencial medicinal es enorme y cada vez existe un mayor cuerpo de conocimiento que sugiere que pueden provocar verdaderas transformaciones en las vidas de las personas. Las moléculas triptamínicas, […]
Compartir
La ayahuasca y el sapito (Bufo alvarius) son dos de las drogas psicodélicas (enteógenos, o psicointegradores, según se prefiera llamar) más poderosas del planeta. Su potencial medicinal es enorme y cada vez existe un mayor cuerpo de conocimiento que sugiere que pueden provocar verdaderas transformaciones en las vidas de las personas. Las moléculas triptamínicas, en las que se basa el efecto psicoactivo de ambas sustancias, son uno de los grandes misterios de la conciencia, en tanto a su singular facilidad para generar experiencias místicas de proporciones cósmicas –no por nada la ayahuasca es llamada tradicionalmente la “liana de la muerte” o “la viña del espíritu”, el DMT “la molécula del espíritu”[1] y el sapito (5-MeO-DMT) “el sapo de la luz”[2] y la “molécula de dios”[3]. Su relación con la secreción de neurotransmisores en la glándula pineal (el asiento del espíritu o tercer ojo según la filosofía oculta) sitúa a esta molécula como una de las posibles fuentes de las experiencias visionarias descritas en distintas religiones a lo largo de la historia.
Teniendo en cuenta estas características, por demás atractivas, y sumando que en la actualidad se pueden conseguir muchas sustancias que contienen DMT en Internet, no es de extrañarse que exista un cierto “boom” que propaga su uso y en algunos casos su abuso. Particularmente esto sucede en México –el sapito es nativo de Sonora—y por supuesto en la Amazonía, particularmente en la parte peruana, donde el turismo psicodélico ya es una industria. Existe, paralelamente al ya harto conocido tabú en torno a las plantas psicodélicas en el grueso de la sociedad o al menos en su comunicación oficial (Televisa por ejemplo nunca hablará del potencial medicinal de la ayahuasca o de la ibogaína, pero sus actores están entusiasmados con el brebaje amazónico y acuden a las ceremonias que se multiplican en la periferias de la Ciudad de México), una creencia que sugiere que la ingesta de estas plantas sagradas o sustancias enteógenas (“que llevan a dios adentro”) es siempre positiva, que debe hacerse en toda oportunidad, como si no hacerlo sería negarse a tomar el mana celeste. Se dice que las experiencias siempre dejan invaluables aprendizajes –más allá de que puedan hacernos pasar por los aspectos más sombríos, nuestros propios inframundos: per aspera ad astra– y que los principios activos, como una especie de agentes del espíritu, invaden nuestro cuerpo con una medicina misteriosa que va manifestándose, trabajando y alineando nuestro destino con un orden superior. Las experiencias no tienen desperdicio y pueden multiplicarse por racimos (y los racimos son fulgurosas líneas de tiempo fractal que se bifurcan, siempre hacia el Jardín). Cada vez que se nos presenta es un llamado, una cita cósmica con el Gran Misterio y con sus agentes. Sigue la sincronía, ese conejo blanco que sale de tu mente y se proyecta en el espejo de la naturaleza y, recuerda, todo pasa por algo.
Si bien lo anterior es una descripción un tanto hiperbólica (e irónica), no es del todo imprecisa, y como ocurre con las creencias y las religiones se propaga en algunos sectores de la sociedad y en numerosos sitios y foros de Internet. El DMT es un nuevo dios –y aunque participe de lo divino o sea una especie de vehemente sintonizador “o detector de la divinidad en el cerebro”, en palabras de Dennis Mckenna—hay que recordar las grandes mitologías de nuestra conciencia colectiva: una de las cualidades principales de los dioses es que les encanta engañar, muchos de ellos son tricksters por naturaleza. Así imaginemos al sapito (como a ese conejo experto en hallar vórtices) que nos lleva por el portal del espejo transdimensional hacia el camino del arcoiris y nos sentimos regios, divinamente expandidos, pero esos mundos no necesariamente nos pertenecen –o no nos los hemos ganado—y llevar de regreso los lingotes de oro que los elfos metamórficos (Ujiers del Crisantemo, Guardianes del Logos de Gaia) nos ofrecen con una (¿faux?) sonrisa, no es siempre tan fácil. ¿Nos es suficiente la posibilidad de sólo asomarnos y regresar a casa con la visión de la belleza (el regalo de la desnudez de la diosa Maia, apenas por una cortina) con la noción de los fulmíneos arquetipos, habiendo vislumbrado en la breve y fugitiva eternidad los planos del Arquitecto (la luz informática del paraíso) sin desear penetrar y rasgar para siempre el velo epifánico?
Terence Mckenna, uno de los principales sacerdotes del DMT, decía que irse a la tumba sin haber tenido una experiencia psicodélica era similar a morir sin haber tenido sexo, lo cual significaba que “nunca diste cuenta de que se trataba” el mundo. No es baladí lo que dice Mckenna: una experiencia profundamente psicodélica puede ser sucedáneo de una “muerte simbólica” y la muerte es el camino principal a la transformación (a la crisálida: “en la armadura, la mariposa, y en la mariposa el llamado de otra estrella”). Una experiencia en un contexto –set and setting—puede acelerar la sanación de una enfermedad, particularmente aquellas enraizadas en los traumas (y se dice que toda enfermedad tiene un componente psicosomático). Y sin embargo, una experiencia psicodélica consumiendo una “planta de poder” no es una cosa casual que pueda verse desde cierta promiscuidad. El sexo tampoco es casual, en tanto que también es el nexo de un poderoso caudal de energía, pero el sexo es algo que podemos practicar cotidianamente sin tener que enfrentarnos necesariamente con lo “terrible-maravilloso”, su aspecto pánico ha sido domesticado, es una tecnología del éxtasis accesible para todos en tanto a que biológicamente está completamente arraigada y se desenvuelve con una naturalidad que genera menos sobresaltos, menos colisiones con el teatro de lo real. En el sexo generalmente, al menos de que seamos magos teúrgicos como Aleister Crowley, nos enfrentamos con los espíritus y las energías de una persona ( y aquellas que puedan rodear su campo, flores metafísicas o djinns), pero al ingerir una planta psicodélica nos abrimos a las energías y a los espíritus de esa planta y de su entorno (un ecosistema de almas radicalmente más extraño) y de miles de años de ritos y mitos asociados. Mi forma de ver las cosas es que en algunos casos una o un par de experiencias profundamente psicodélicas son suficientes: “Una vez que haz escuchado el mensaje, cuelga”, decía Alan Watts. Esas radiantes puertas de la percepción que todos queremos depurar, sobre todo si hemos sido víctimas del romanticismo de Blake que fluye hacia la poesía beat y encarna en arquetipos donde el exceso y lo dionisiaco se vuelven los senderos (como Jim Morrison) “hacia el palacio de la sabiduría”, rápidamente se pueden pueden volver coladeras energéticas, llenas de miasma y efluvios de las más abyectas entidades o formas de pensamiento.