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Opinión

23 de Septiembre de 2013

Columna: Corrección política

A veces me pasa que se me olvida que algunas de las personas a las que les hago taller son mucho más jóvenes y les digo, se acuerdan de cuando hubo estado de sitio y salieron los milicos con caras pintadas a la calle (Germán, yo no había nacido entonces), ¿se acuerdan de la recesión […]

Germán Carrasco
Germán Carrasco
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A veces me pasa que se me olvida que algunas de las personas a las que les hago taller son mucho más jóvenes y les digo, se acuerdan de cuando hubo estado de sitio y salieron los milicos con caras pintadas a la calle (Germán, yo no había nacido entonces), ¿se acuerdan de la recesión de 1982 cuando pasamos hambre de verdad, de los 18.000 soldados en la calle con las caras pintadas y la gente cagada de miedo dentro de las casas? (Germán, yo tenía dos años en ese tiempo).

Una de esas cosas era el Festival de la Una, que me entero, reviven en una provincia para la tercera edad. En el programa básicamente se humillaba a pobres tipos que iban a pintar algún mono, les daban un par de billetes de manos del propio animador –la del patrón de fundo que paga una caña por un chiste o un saco bien cargado- y a veces los hacían seguir cantando con sus voces infernalmente desafinadas, o bailando, o haciendo cualquier cosa humillante: la metáfora viva del escritor, ya escriba prosa o la otra cosa que causa tanta angustia a alguna gente y que se escribe cortando las frases, intensificando el lenguaje y presentando imágenes nítidas.

Uno de los mejores libros de narrativa chilena que he leído es Hombres Maravillosos y vulnerables de Pablo Toro. En ese libro aparecen situaciones de humillación relacionadas con la televisión, porque trabaja ahí. Ese es un libro para leer de pie en el metro lleno, aunque según algunos eso no sea mérito; algunos hablan de la estrategia de la opacidad, (¿por qué tiene que ser todo tan difícil, alambicado, pastoso?), de que hacerse entender es de derecha, en fin, no viene al caso. Pero lo que recordaba el otro día era una verdadera joya de esos tiempos dictatoriales que se llamaba Baila Domingo: toda la gente bailando en un gimnasio con sudorosa alegría, vestidos para la ocasión de las maneras más especiales.

A falta de un vestido de gala, por ejemplo, se adornaban con esas guirnaldas plateadas de árbol de pascua o de las que se colgaban en los cumpleaños. Gorditos y gorditas, pero a veces mujeres abiertamente exuberantes y guapas cuyo trasero y sonrisa imantaba la cámara y hasta se sentían las instrucciones de los directores de fotografía –a esa, a esa- entre el griterío en la pista. Desdentados, convictos en su día libre, bellezas impresionantes. Toda la fauna genuinamente popular.

A veces los escritores se hacen los del pueblo, pero no les sale. La escritora o profe universitaria que iba a bailar a las picadas de Avenida Matta no pertenece de verdad ahí, no pertenecemos ahí aunque a algunos les fascine toda esa cultura. En Argentina puede pasar, se puede mezclar, pero no acá. Por eso a esas profes universitarias, poetas y narradoras las echaban cagando, a veces muy violentamente, cuando se iban a hacer las populares a las Quintas de Recreo en los años ochenta. Baila Domingo: un carnaval popular con cuática. La peor época, la dictadura meta matando gente. Pero Giolito o Chocolate, que sí eran buenas bandas tropicales, tocaban y el pueblo vacilaba de lo lindo. Hasta solos de tenor de un ex Huambalí recuerdo haber escuchado.

Juanito La Rivera entonces entregaba los premios a los ganadores de cumbia, disco, salsa, que consistían en un calefón, tarros de pintura para pintar la casa, una olla recibida con los ojos brillantes de esperanza. ¡El gran Cucurto habría estado feliz! Luego rifaban en los barrios los premios, recuerdo una olla a presión que se ganó mi madre, vivíamos en Independencia. Cucurto habría estado feliz. Ese narrador argentino que adora esos mundos tanto como adora los signos de exclamación y la prosa chisporroteantes. Con él hablábamos alguna vez, acá en Santiago, ciudad arribista que no le gustaba para nada. En una mesa de estudiantes de literatura y gente que había venido a la presentación de una novela en Chile, estábamos conversando y se le escuchó a uno de otra mesa “Qué te haces el que escucha Postal Service, si a ti te gusta Adrián y los Dados Negros”.Y Cucurto escuchó eso, y me dijo que estaba todo mal, que esa era la diferencia entre Chile y Argentina, que era imposible en Buenos Aires que entre dos personas una le reprochara a la otra su gusto por Adrián y los Dados Negros o algo por el estilo, aunque lo de Cucurto es la elección de un material, no es que al negro le gusten las cumbias, por mucho que hasta se parezca a Adrián. Le fascina ese mundo y va más allá de la ternura lo que siente, pero es en el fondo sólo la elección de sus materiales, incluso cuando haya trabajado como reponedor (escribió una novela sobre el mundo de los supermercados). Cucurto es el lector más voraz de literatura latinoamericana que he conocido.

Tratar a alguien de cumbianchero es políticamente incorrecto, y aquí nos detenemos. El público grueso no cacha bien el concepto de corrección política, y muchos periodistas y gente que escribe tampoco lo comprende, ni Wikipedia consultan. Me ha pasado con gente que se supone que sabe. En primer lugar, la corrección política es un concepto progresista, acuñado por la izquierda estadounidense y es el intento por minimizar el lenguaje violento contra las minorías, de evitar la agresión verbal contra los grupos que no detentan el poder. Expliquémoslo con manzanas; decir ciego de mierda, negra, rota, maricón, indio, cholo, cojo, ciego, cabro chico sin experiencia, etcéctera, es políticamente INcorrecto.

Por el contrario, avalar el habla a veces violenta de ciertos grupos sería políticamente correcta (el sociolecto, el slang, la verdad incómoda, el habla rara) ya que la nueva izquierda consideraba que ciertos giros deben ingresar al repertorio lingüístico creando nuevas realidades. Se trata del intento de validar el lenguaje de las minorías y por lo tanto, de darle patente de existencia, visa y carta de ciudadanía al habla de esos grupos que no dominan el discurso hegemónico.

A alguna gente, el concepto de corrección política le suena a corbata, a discurso que se cuida, a buenos modales: nada que ver, nada más lejano. Pero de ese malentendido se pueden extraer muchas conclusiones. La literatura debe hacer entrar gente al baile, no echarla de ahí. La literatura consiste en subvertir ciertos símbolos: despojar de su mal prestigio a la serpiente y convertirla en una divinidad, como D.H. Lawrence, por dar un ejemplo medio gordo.

En nuestra provincia sólo funciona el rumor, no importa comprobarlo, de manera que si alguien dice que “no hay que ser políticamente correcto” la cosa se expande. Por eso se celebra la violencia y el cinismo de algunos autores, por eso la agresión constante de la publicidad y la televisión. La corrección política es lo único que nos hace civilizados, punto.

Ese malentendido sobre la corrección política habla de qué clase de país somos. Y a veces cansa mucho construir sentido. Llega un momento en que es imposible escuchar ciertas conversaciones, leer ciertos periódicos y hasta ciertos libros. Se llega a un momento de tolerancia cero con las imprecisiones y caricaturas y manipulación.

Solo las palabras necesarias y en voz baja. No hay energía para otra cosa. Es como cuando un tipo ya no puede levantarse de la cama para ir a la universidad o el trabajo. Pueden darle mil motivos para que lo haga, pero si no puede, no puede nomás. Entonces reordena su vida, medita, achica su biblioteca y su cinemateca. Se manda a cambiar, primero a la punta del cerro, al domo del Provincia (2.700 m por sobre el nivel del mar), luego al silencio. Pasar, callar. Dejar que la narradora o profesora de literatura o la periodista de la Católica estrictamente chilena hable más alto, más rápido y nerviosamente y demuestre que sabe más o ha visto más, esperarla hasta que se canse y reordene sus palabras desde un punto neutro, forzarla a bajar el ritmo y dignificar un poco las palabras.

No, mejor no, no vale la pena, pero no de mala fe sino porque hay que guardar paciencia. La culpa es la mejor cualidad de alguien que enseña, hay que reivindicarla, máxime si se cobra. ¿Cómo lo hacen en los establecimientos privados con ese tema? Un jovencito gringo trabaja en un programa para hackear a la prensa fascista, y medita en un zafu y vive con poco o casi nada. Toda la poesía en cámara lenta que quieras, pero sólo la prosa estrictamente necesaria, sólo cine de verdad en donde exista un cariño por la filmación. Sólo Elegía De un Viaje de Sokurov, sólo After Life de Hirokazu Kore Eda, o en el día del niño, Noboydy knows del mismo Kore Eda o Un padre de Ozu. Nada de quejas ni ruido: sólo pájaros y música clásica. Nada de asco: sólo perdón, levedad, alegría.

Sí, sabemos que cuando muera Zurita este país va a ser un peladero, pero hay que tratar de construir algún sentido. Hablar despacio. Me fijé en dos discursos demagógicos que dieron unos premiados en la Fundación Neruda; en su discurso trataban de establecer un canon, de decir quién debía ganarse el premio el próximo año. ¿Para qué?, ¿para qué convencer? El atropello neoliberal se infiltró hasta donde nunca había llegado, está en los operadores literarios, en los que hacen lobby o se engrupen a los viejos. Es difícil que la gente que escribe en este país se organice para decir algo, y eso habla pésimo del mundo de la escritura: matan a un mapuche el mismo día de la promulgación de una ley fascista, despilfarran en el censo cantidades, hay varias huelgas, las provincias alzan la voz.

Agrosuper tiene a un pueblo entero sin agua. El país puede estar que arde y la gente del mundo de las letras no es capaz de decir nada, quizás firmen una carta para aparecer como héroes al lado de nombres ilustres, pero de ahí nada más. Están todos ocupados poniéndose lo más cerca posible de la caja registradora de los Fondos del Estado o las universidades privadas, escribiendo para la tele (a Pablo Toro se le perdona simplemente porque su libro de cuentos es genial), cachando cómo viene la mano con el bacheletismo, macuqueando con los viejos que todavía definen un par de cosas, ampliando influencias, patoteando, llevando a cenar a los invitados internacionales.

El joven Giorgio Jackson se reúne en la sech (valgan minúsculas) con los (valgan comillas) “intelectuales y escritores” que no han escrito un solo libro que merezca respeto. Pero debe haber una manera de organizarse y que eso signifique algo más que firmar una carta. De hacer redactar entre todos un libro con todos los puntos que cualquier intelectual y creador no debería dejar pasar. Y actuar en consecuencia. Una de las obstrucciones sería no ponerse cerca de la caja, no utilizar como peldaño o curriculum el documento. Probar la capacidad de organización, muestra de civilidad. Es lo más difícil que hay, la gente de los partidos tiene la tendencia a utilizar las organizaciones, los celos y egos hacen todo muy difícil. Pero algo habría que hacer. Y todo esto en un Estado Policial, con leyes represivas, presos políticos, muertos, abusos por doquier, agroindustrias que dejan a pueblos enteros sin agua y en la inmundicia. Y la gente que escribe no es capaz de organizarse ni decir nada. Nada entonces por ahora de leer entrevistas mal hechas, de críticas tendenciosas. Nada de anécdotas, nada de documentales con cabezas parlantes emitiendo adjetivos acerca de no sé qué escritor o no sé qué colorina (para mí la única colorina es la Eloísa). Absolutamente nadie que trate de convencer de algo. Silencio, y a sobrevivir a la maledetta primavera.

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