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Opinión

9 de Octubre de 2013

La tragedia de Chile 1947-1973

* Jean Paul Sartre escribió que la historia de la humanidad prueba suficientemente que “los ricos hacen la guerra, pero los pobres son los que mueren”. Precisamente esto fue cuanto sucedió en América Latina durante el triste periodo que se extiende entre 1945 y los años de 1970, cuando todo nuestro pobre continente –y Chile […]

Luis Valentín Ferrada
Luis Valentín Ferrada
Por



*

Jean Paul Sartre escribió que la historia de la humanidad prueba suficientemente que “los ricos hacen la guerra, pero los pobres son los que mueren”.

Precisamente esto fue cuanto sucedió en América Latina durante el triste periodo que se extiende entre 1945 y los años de 1970, cuando todo nuestro pobre continente –y Chile de un modo especial- fue escogido como campo de una feroz batalla entre los dos únicos grandes ricos del mundo de aquel momento: Estados Unidos y la Unión Soviética. Dos imperios enfrentados en la disputa por la hegemonía del orden y el poder mundial, sosteniendo banderas ideológicas políticas e intereses radicalmente opuestos, a la vez que medios y poderío equivalentes.

Los chilenos, dentro de América, no tuvimos entonces (posiblemente no la tendríamos tampoco hoy, por más que nos ufanemos de nuestros actuales progresos), la capacidad ni la independencia para excluirnos del drama que importa asumir las funestas consecuencias de un enfrentamiento que, a nivel mundial, nos era ajeno y extraño.

Todavía más, Chile fue especialmente seleccionado, en virtud de nuestras propias condiciones positivas, como un país lejano que ofrecía conveniencias objetivas para mover “estratégicamente” las piezas del juego trágico en que fuimos envueltos. Una prueba de esta verdad -entre otras mil- puede encontrarse en el Informe Church del Senado Americano de 1975, desclasificado hace no mucho tiempo.

A partir de septiembre de 1947 –fecha de suscripción del Tratado Internacional multinacional denominado TIAR, junto a todos los demás Estados de América – y, particularmente, luego con la suscripción del Tratado Internacional Bilateral con los Estados Unidos, denominado “Pacto de Ayuda Militar” PAM, de julio de 1952, el Estado de Chile debió cambiar radicalmente su Política de Defensa, como no lo había hecho desde hacia cincuenta años antes y, ahora, en un sentido sin precedentes.

Nuestro Estado –por acuerdo y disposición de todas sus autoridades democráticas del Ejecutivo y el Legislativo- definió a partir de 1947 una nueva Política de Defensa Nacional, incorporando como nuevas hipótesis de conflicto armado, internas y externas, en las que debería emplearse el recurso de las Fuerzas Armadas, las de guerra irregular y guerra de guerrillas, en casos de subversión que amenazaran la seguridad nacional o los compromisos adquiridos por el TIAR, último que se estableció como marco de la nueva política de Estado en esta materia y fijó la nueva doctrina.

¿De qué se trataba? De prepararse para enfrentar por las armas el desafío igualmente armado que la Unión Soviética y el comunismo internacional había iniciado al interior de América a través del Partido Comunista y sus numerosas organizaciones dependientes y que, en 1958, ofrecía al mundo en crisis la prueba concluyente: la revolución armada cubana, a las puertas de los Estados Unidos. Esto sin contar con otras dos o tres pruebas más que exhibían a nivel mundial en esa década fatal de 1950, lacerantes consecuencias: Corea, Vietnam.

Bajo la presidencia del señor Alessandri Rodríguez, Frei Montalva e, incluso, el Doctor Allende, aquella nueva política de Defensa Nacional se mantuvo inalterable y, por supuesto, durante el Gobierno Militar.

Por su parte, en toda la América del Sur, el desafío y agresión revolucionaria comunista hizo lo suyo, con manifiesto y decisivo apoyo y dirección de la “hermana mayor”, como le llamo el Doctor Allende: la Unión Soviética.

¿Qué fue primero, la revolución armada comunista en América o la contrarrevolución anticomunista ?… Cronológicamente la revolución armada marxista abrió los fuegos. Enfrentados los dos bandos en guerra irregular o guerra de guerrillas, y ocupadas nuestras Fuerzas Armadas en ella, conforme lo habían previsto, acordado, dispuesto e instruido las autoridades civiles democráticas con quince o veinte años de anticipación, comenzó el drama que no se detendría hasta mucho después, peligrosos residuos radiactivos que subsisten hasta el presente.

¿Ningún Presidente de la República, ningún Ministro de Defensa, Hacienda o Relaciones Exteriores, ningún Senador o Diputado integrante de las Comisiones de Defensa o Relaciones Exteriores de ambas ramas del Congreso, tuvo conocimiento de todo esto, durante los 20 años o más anteriores al 11 de septiembre de 1973 ?…

Nunca salió un soldado chileno fuera del país sin despedirse “oficialmente” del Generalísimo Presidente de la República. ¿Nunca hubo alguno de los cinco Mandatarios del período, todos de signo político diferente, que les preguntara a esos soldados dónde iban, a qué iban, por cuánto tiempo y con qué propósitos?…

Durante muchos años del mismo período, una Misión Militar de los Estados Unidos, bajo dependencia directa de su Embajada en Chile, funcionó de hecho en el último piso del Ministerio de Defensa, como asesora de la Comandancia en Jefe de nuestro Ejército. Todo ello en plena democracia. ¿Ninguna autoridad civil democrática supo nada entonces de aquello ?…

Por cierto que lo sabían. Como conocían, también, día a día, a través de todas las informaciones de Estado (las que el 99.99% de la ciudadanía jamás conoce) las actividades de disociación política programadas y de subversión armada que se desarrollaban en Chile, fuerte y directamente apoyadas desde el exterior, no solo desde la Unión Soviética, sin duda la principal sostenedora.

Si a la luz de los antecedentes fidedignos que se exponen –los que constan en cientos de documentos y pruebas indesmentibles– se lee imparcialmente, por ejemplo, la carta del Ex Presidente Frei Montalva a Mariano Rumor, podrá dicha comunicación ser interpretada como un documento que describe perfectamente bien el estado trágico de cosas al que se había aproximado Chile hacia 1973. Cuando la tragedia alcanzaba su cénit.

¡Ah…los políticos, esos caballeros siempre avezados y diestros para conseguir que jamás responsabilidad alguna recaiga sobre ellos, aun cuando ellos sean los mismos autores de los descalabros!…

¿Es justo, entonces, que se haya dejado recaer la responsabilidad total por la profunda crisis moral, social y política de Chile de 1973, solo en nuestros soldados, sindicándolos como los únicos culpables y sometiéndoles por ello a las peores humillaciones?

No. No es justo sino infamante. Infamante para nuestros soldados y sus familias y, también, para las familias de las víctimas de la tragedia que costó la vida y el sufrimiento de miles de personas de ambos bandos, arrastradas por los acontecimientos fatales y los intereses extranjeros y de unos pocos.

Los hechos tienen la rara virtud de hablar por sí mismos a las conciencias limpias de las personas, cuando el dolor de las heridas no se han apoderado definitivamente de ellas. La ciudadanía chilena ignora esta historia y puede, al conocerla, formarse una mejor explicación acerca del origen de una auténtica tragedia que nadie podría querer que hubiese sucedido, ni menos que vuelva a ocurrir.

No presumo de ninguna clase de sabiduría especial, a excepción de aquella que dice que “sabio es aquel que jamás presume tener la verdad, sino quien contribuye de algún modo a encontrarla…”.

*Abogado, representó a Miguel Krasnoff en un caso por un recurso de casación ante la Corte Suprema.

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