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Opinión

6 de Febrero de 2014

El periodismo según Monsanto

Después de publicar un libro en el que revela cómo el sistema de alimentos está en crisis, la cronista Soledad Barruti recibió un mensaje de Facebook de un empleado de Monsanto. La empresa, conocida por no dar entrevistas, quería charlar con ella. Después de una conversación cordial, que no pudo ser grabada, Soledad siguió con su investigación. A los pocos días su foto con el logo de Monsanto en la frente se viralizaba en las redes sociales: el epígrafe la denunciaba como agente encubierto para colar mensajes de la compañía en la prensa. Días más tarde, luego de visitar un campamento de activistas en la ciudad de Malvinas Argentinas, recibió un mail del empleado: “No creo que en este asunto estés actuando como periodista sino más bien como activista. Que sigas bien”. Teorías conspirativas, boicots, escraches reales y muchas preguntas, en esta crónica que la autora escribió para Anfibia.

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Por Soledad Barruti para Revista Anfibia

—Cuidate —me dijo una científica cuando le conté lo que me había pasado—. La táctica de Monsanto es siempre la misma: primero intentan con la seducción, si no funciona te difaman y si seguís molestándolos, te demandan.

Hacía un mes que mi libro, Malcomidos, estaba en la calle: en 465 páginas dice Monsanto sólo 27 veces. Sobre la empresa en particular no cuenta nada que no se haya contado antes: que la compañía ingresó a nuestro país hace 50 años como una empresa de plásticos y que en 1996, aprovechando la plataforma menemista de ensordecimiento público, se consolidó para instalar su experimento de cultivos transgénicos a campo abierto y en la comida de todos. Que logró la aprobación de sus productos sin siquiera traducir sus estudios, cuando (salvo Estados Unidos) ningún otro país parecía querer abrirle la puerta. Que los dos caballitos de batalla de la producción transgénica que impulsaban se habían ido cayendo a fuerza de realidad: ni había menos hambrientos en el mundo (la cifra coquetea año a año entre los 800 y mil millones), ni los cultivos eran menos tóxicos que los no transgénicos (se usan cada vez más plaguicidas para trabajar esos campos por la resistencia que ganan las malezas e insectos). Para escribir eso no necesitaba una entrevista con Monsanto. Además, estaba segura de que no me la habrían dado. La empresa no da entrevistas salvo a medios y periodistas aliados.
Y sin embargo, el mensaje.

“Hola Soledad. Quería contactarte y no encontré otro medio más que este. Trabajo en Monsanto. Me gustaría conversar con vos sobre transgénicos y agroquímicos. Intercambiar opiniones y fuentes. Simplemente eso. Muchas gracias”.

Recibí este mensaje por Facebook, dos días antes de que un grupo de vecinos instalara un campamento frente a la planta que Monsanto estaba construyendo en el pueblo Malvinas Argentinas en Córdoba. La empresa nunca antes se había enfrentado a una acción como esa. Firmaba Pancho: Francisco Do Pico, gerente de relaciones gubernamentales de Monsanto.

Un chico, según su foto de perfil, de treinta y pocos bastante parecido al príncipe William de Inglaterra.
Con cierta ansiedad angustiante le pasé mi teléfono y esperé.
Me llamó a la mañana siguiente.
— Nos gustaría invitarte a una charla acá en nuestras oficinas.
— Imagino que sabés lo que pienso: que no estoy de acuerdo con el modelo productivo que impulsa Monsanto.
— Sí, pero si hay algo que queremos en Monsanto es tener la posibilidad de generar un intercambio.

***

Hay hítos en la lucha antimonsanto que se repiten y se reescriben en el imaginario en todo el mundo. En India, la organización Vía Campesina incendió tres campos experimentales de Monsanto, y juntó en pocos días 10.000 firmas para que la empresa se fuera del país. En Haití, destrozada luego del terremoto de 2010, organizaciones campesinas marcharon al ministerio de Agricultura para oponerse a una donación de 475 toneladas de semillas híbridas que planeaba hacer la empresa, alegando que era un modo vil de terminar de enterrar al campesinado local: la presión fue tal que el gobierno admitió que no tenía modo de administrar y controlar organismos genéticamente modificados. En Hawaii, una mujer joven y hermosa de Molokai que vive con sus dos hijos junto a un campo de maíz transgénico de Monsanto empezó una cruzada luego de que su hijo menor enfermara por respirar una tormenta de polvo tóxica. En Perú un movimiento colectivo liderado por campesinos desde el interior y cocineros como Gastón Acurio desde las ciudades, logró que no se cultivarán semillas transgénicas al menos por diez años. En México donde el maíz transgénico estaba contaminando los cultivos locales frenaron las siembras de Monsanto por fuerza popular. Europa se aferra a su principio precautorio (hasta que algo –una semilla transgénica o un agroquímico- no demuestre que no es dañino para la salud o el ambiente, no se usa) y desde su sociedad mantiene una guerra sin cuartel para que no ingresen más de lo que ya ingresaron. “Monsanto es la semilla del diablo”, dijo el presentador de HBO Bill Maher en uno de sus shows más vistos de 2012. Y así, en cada lugar del mundo.
Hay un Día Mundial Contra Monsanto (12 de octubre) del que en 2013 participaron 500 ciudades en 52 países marchando con disfraces de esqueletos, máscaras de la muerte, entre ollas populares de maíz de mil colores: ese maíz que amenaza con quedar devorado por el maíz BT.

Hasta en China las luchas sociales contra esa empresa se volvieron la expresión más rotunda contra los desmadres cada vez más groseros del capitalismo. Tal vez porque los problemas que devienen del accionar de Monsanto se sientan todos los días a la mesa: Monsanto es lo que comemos. La compañía de semillas más poderosa del mundo y la dueña del 90 por ciento de las semillas transgénicas que existen. Son sus granos transgénicos lo que comen los animales de cría industrial (gallinas, pollos, cerdos, vacas, salmón); es el 80 por ciento de la comida industrial que tiene entre sus ingredientes soja o maíz transgénico (galletitas, chocolate, vinagre, patitas de pollo, helados, aderezos), y es la comida real –que tiene cada vez menos espacio donde crecer y menos mercado- en franca desaparición (frutales, girasol, trigo, herbívoros alimentados con pasto).

En la Argentina, también. Aquí, si uno habla de Monsanto, tiene que hablar de Malvinas Argentinas.

***

Pensé en muchas formas de ir al encuentro de Monsanto. Con abogado, con grabador, con cámara. Pensé preguntas que haría, pensé preguntas que me harían, anoté cosas que buscaría mirar.
Pero había pasado un mes desde el primer llamado y de Monsanto no había vuelto a saber nada.
De los que sí había sabido en ese tiempo era de los acampantes de Malvinas Argentinas. Lo sabía por las redes sociales, por los medios en Córdoba y, cada tanto, por los diarios nacionales. Y lo sabía por algunos campantes que me escribían cada tanto.

La movilización había empezado en otro pueblo cercano, en Ituzaigó, a mediados de 2012. Luego de 12 años de lucha, un grupo de vecinos cordobeses habían logrado llevar a jucio a un aplicador de agroquímicos (Edgardo Pancello) y a un productor sojero (Francisco Parra) por fumigación ilícita y contaminación dolosa. O sea, por arrojar químicos venenosos sobre sus casas, patios, veredas, tanques de agua; por volver tóxico el aire que respiraban cientos de familias. Con 169 casos de cáncer y 30 muertes por esa enfermedad asumidos por la justicia (los demandantes denunciaban el doble de casos), en el derrotero que atravesó durante esa década el caso de Ituzaingó se fue volviendo un emblema para el resto de los pueblos fumigados del país: hay aproximadamente 12 millones de personas que viven en zonas rurales.

El mismo día que el tribunal, en vez de mandarlos presos, inhabilitó por ocho y diez años a los acusados, Monsanto anunciaba, por teleconferencia desde Nueva York acompañados por la presidenta Cristina Fernández sus planes para Malvinas Argentinas: instalarían ahí la acopiadora de semillas más grande del mundo.

Ese anuncio fue lo que faltaba.
—Busqué en internet la mayor cantidad de información que pude y lo fui corroborando en la realidad: con mi marido íbamos a un campito que teníamos por acá cerca y veíamos como mes a mes había menos vida: ni animales, ni pájaros, ni bichos. Sólo soja y esos venenos que huelen agrio y lo matan todo —cuenta Beba, una abuela de cejas rubias, casi transparentes, que enciende sus ojos como rayitos negros cuando habla de la fuerza colectiva que sintió cuando se juntó con sus vecinos para alzarse contra el atropello.

Al principio eran 300 en contra de una inversión de $ 1.500 millones. Los 300 repetían lo mismo: para autorizar el proyecto no había habido evaluación interdisciplinaria de impacto ambiental a nivel provincial como exige la Constitución de esa provincia y que los venenos que se iban a usar estaban prohibidos en Europa.

En unos días había abuelos, padres, chicos, maestros, cocineros, talleristas, desocupados, hippies, universitarios, veganos, carnívoros, troskistas, idealistas y otros que buscaban cómo darle forma a la protesta. En un momento, el 18 de septiembre, estaban frente a la planta de Monsanto celebrando una primavera que no parecía primavera –“un día de viento norte furioso que te golpeaba en las piernas y en la cara –dice Beba– ese viento que se desata porque en Córdoba no han quedado ni árboles”- cuando alguien dijo: “¿Y si nos quedamos?”. Y se quedaron.

Virginia Basualdo es de una delgadez que alguien podría confundir con fragilidad y una esperanza que lo enciende todo. Apenas pasó los treinta años, es madre de dos chicos de cuatro y dos, a los que cría sola. “Como muchos en Córdoba, estoy harta de que nos pasen por encima. La secretaría de ambiente en esta provincia es un chiste: ha dejado que cualquier proyecto se concrete sin medir las consecuencias. Vivimos entre incendios, crisis hídricas, contaminación. Por eso cuando me enteré del bloqueo de Malvinas fui sin pensarlo. Por fin, dije. No me preguntes por qué, fue una especie de premoción. Y llegué y los vi, dije: acá me quedo. Si hay una batalla en el mundo que me interesa pelear es esta: Monsanto mata, contamina, envenena. Y yo los voy a frenar. Voy a frenarlos por mí pero sobre todo voy a frenarlos por mis hijos”.

El acampe lleva varios meses, pero los eventos más intensos ocurrieron, atomizados, en esa primera etapa. Ocho días de furor colectivo sostenidos en ganar los días esperando que no sucediera lo que intuían inminente: que los fueran a sacar. El jueves 26 de septiembre miembros de la UOCRA caminaron por el acampe, solo eso: una afrenta pasiva y temeraria. “Mandaron a los de la UOCRA a apretar”, me escribió Virginia, “no sabemos qué puede pasar pero ahí estaremos aguantando”. Tres días después la policía reprimió con palos, con gas, con balas de goma.

En lo que quedaba de septiembre y avanzaba octubre en el acampe pasó de todo: llegó el premio Nóbel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, llegaron los medios de todo el país, llegaron vecinos de otras provincias, los acampantes hicieron demandas judiciales y Monsanto siguió intentando sortear el piquete pero sin llamar más la atención.
La lucha se consolidó y llegó a Río Cuarto: allí, el intendente terminaría impidiendo la concreción de otro proyecto de la empresa.

***

Monsanto tiene un pasado fascinante que empieza en Missouri a comienzos del siglo XX con un joven químico, John Francis Queeny, casado con una tal Olga Monsanto. John quiere venderle sacarina al mundo y logra hacerlo cuando encuentra a un comprador perfecto, otra incipiente empresa norteamericana: Coca Cola. Desde el comienzo, Monsanto –nombre elegido por JFQ más como agradecimiento a la familia de su esposa por poner el capital inicial que como tributo amoroso– tiene éxito. Tanto que logra ubicarse en el epicentro de la floreciente industria química que exploró plásticos y sustancias de lo más diversas, hasta que le llegó el momento del verdadero éxito: ese que se armó con el mundo en guerra.

Bayer, Dow Chemical, Monsanto: todas las empresas que están detrás de la agroindustria tienen un pasado de guerra sucia. Monsanto estuvo detrás de la fabricación del Agente Naranja, por ejemplo. En su acción civil fabricó y vendió el contaminante cancerígeno PCB (utilizado para enfriar generadores eléctricos en todo el mundo), ocultando los estudios que alertaban que se trataba de un contaminante cancerígeno, como fue demostrado en la demanda que iniciaron 3500 víctimas en Estados Unidos y que le costó a la empresa 700 millones de dólares.

“Muchas de las cosas que se dicen malas de nosotros vienen del pasado”, les dijo Francisco Do Pico a los vecinos del Valle del Conlara en San Luis en una reunión de “intercambio”. “Esa empresa no existe más. Lamentablemente en su momento no se cambió de nombre, la empresa se siguió llamando como se llamaba. Y todavía nos vinculan con muchas cosas que para nosotros es difícil explicar o hacernos cargo porque ni habíamos nacido en ese entonces”.

La Monsanto de hoy –la que vende semillas y agroquímicos y oculta ese pasado reciente–, señalan los directivos de Monsanto, es la que entró en escena en el momento histórico de “la guerra contra el hambre”, ésa que empezó en la Revolución Verde a fines de los 60 y se completó en los 90 con la Revolución transgénica: cuando lograron dar con plantas que sobrevivieran a los agroquímicos que querían vender. Monsanto fue pionera en la tecnología aplicada al agro, marcándole al planeta un rumbo trazado por un maíz que exuda su propio insecticida y plantas de soja que pueden ser bañadas en un herbicida sin morir: glifosato.

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