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Opinión

15 de Febrero de 2014

La factoría de la nostalgia

Vía El País de España Cualquier cosa, bien macerada y caramelizada por el tiempo, puede manufacturarse en forma de nostalgia. El blanco y negro de las fotografías y los documentales puede volver memorable cualquier episodio del pasado, por muy mediocre, superfluo, incluso deleznable que fuera. En sus fotos de los años cincuenta, de los primeros […]

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Vía El País de España

Cualquier cosa, bien macerada y caramelizada por el tiempo, puede manufacturarse en forma de nostalgia. El blanco y negro de las fotografías y los documentales puede volver memorable cualquier episodio del pasado, por muy mediocre, superfluo, incluso deleznable que fuera. En sus fotos de los años cincuenta, de los primeros sesenta, nuestros padres parecen jóvenes actores de cine.

“Existe en la naturaleza humana una fuerte propensión a devaluar las ventajas y a magnificar los males del tiempo presente”, dice Gibbon.

Nueva York es ahora una ciudad más limpia, más segura y más próspera que hace treinta o cuarenta años, pero cuando uno habla con personas que recuerdan el tiempo de los atracos en el metro, los apuñalamientos en Central Park, los campamentos de mendigos, drogadictos y traficantes en Tompkins Square o en Washington Square, junto al alivio de que todo aquello pasara hay con frecuencia un tono de nostalgia. Un amigo me contaba que uno no podía permitirse el lujo de ir abstraído por la calle: había que estar siempre alerta, como con un radar siempre moviéndose para detectar signos de peligro, y eso hacía que uno viviera más pegado a lo real, mucho más despierto que ahora, cuando las aceras están pobladas casi exclusivamente por sonámbulos que hablan gesticulando por sus teléfonos de manos libres o miran absortos y teclean en la pantalla de los iphones. “Había que andar de una cierta manera”, me dijo mi amigo, “para que se supiera que uno no era un turista, que no estaba perdido ni era una presa fácil; había que andar rápido, mirando al frente, y al mismo tiempo vigilando de soslayo a un lado y a otro, aunque con la precaución de que la mirada no chocara con la de quien no debía”.

Un volumen entero de las memorias de Edmund White, City Boy, está dedicado a la época de libertad desaforada que conocieron los homosexuales de Nueva York precisamente en los mismos años en los que la ciudad se hundía en la catástrofe, cuando el Gobierno federal se negaba a salvarla de la quiebra y no había dinero ni para limpiar la basura. Entre el motín de Stonewall en 1969 y la irrupción del sida como una epidemia medieval en los primeros ochenta, la Nueva York que recuerda White fue una fiesta de promiscuidad y desahogo que no acababa nunca.

Un volumen entero de las memorias de Edmund White, City Boy, está dedicado a la época de libertad desaforada que conocieron los homosexuales de Nueva York precisamente en los mismos años en los que la ciudad se hundía en la catástrofe, cuando el Gobierno federal se negaba a salvarla de la quiebra y no había dinero ni para limpiar la basura. Entre el motín de Stonewall en 1969 y la irrupción del sida como una epidemia medieval en los primeros ochenta, la Nueva York que recuerda White fue una fiesta de promiscuidad y desahogo que no acababa nunca.

También era la ciudad de las bocas de metro cegadas por escombros como tumbas egipcias y el de los trenes tachonados completamente con manchas, figuras y garabatos de grafitis. Casi cualquiera que ya no sea joven tiene un recuerdo muy vivo de la pesadilla y el peligro de aventurarse en el metro. Había asientos arrancados, cristales escarchados por pedradas, charcos de líquidos alarmantes, restos de comida, gente trastornada de mirada retadora. En verano no había aire acondicionado y en los túneles y en los trenes el calor adquiría una cualidad cenagosa. Y, para muchas de las personas a las que les he preguntado, una parte grande del suplicio del metro eran los grafitis: su proliferación angustiosa, la claustrofobia de que no hubiera un espacio, dentro o fuera de los trenes, no ocupado y saturado por ellos. De lejos, cuando se veía desde la calle un tren emergiendo de un túnel por un paso elevado o atravesando uno de los puentes sobre el East River, había a veces un efecto inesperado de belleza, una complicación de colorido barroco.

 

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