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Opinión

20 de Febrero de 2014

Editorial: La derecha hoy

Durante el último medio siglo, en Chile, el laboratorio ideológico más lejano del mundo, hemos experimentado un arco impresionante de posibilidades políticas. Las revoluciones de los años sesenta acá no se contentaron con ser un grito universitario y juvenil, y empaparon también la campaña de Salvador Allende en 1970. La Unidad Popular, además del marxismo […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Durante el último medio siglo, en Chile, el laboratorio ideológico más lejano del mundo, hemos experimentado un arco impresionante de posibilidades políticas. Las revoluciones de los años sesenta acá no se contentaron con ser un grito universitario y juvenil, y empaparon también la campaña de Salvador Allende en 1970. La Unidad Popular, además del marxismo y la tradición obrera, incorporó el “prohibido prohibir” de los franceses del 68, la teología de la liberación de los curas latinoamericanos, y las ondas soviéticas, guevaristas y castristas al mismo tiempo. Fuimos el último grito de la moda revolucionaria. Nos visitaban artistas e intelectuales de todas partes. El 11 de septiembre se convirtió en una fecha traumática no sólo para los chilenos.

Durante la semana que siguió hubo manifestaciones multitudinarias en varias capitales del planeta. El proyecto socialista con empanadas y vino tinto había encantado a la buena conciencia mundial. Ella no atendía, por cierto, los detalles del tejemaneje interno, harto más caótico de lo que ese gobierno parecía a los ojos de la comunidad internacional. Pero de eso también ya hemos hablado bastante. Lo que vino después fue brutal, y contó con la complicidad absoluta de la derecha nacional. Más allá de las muertes, se implementó un plan de transformaciones neoliberales extremas: la contracara completa de la Guerra Fría. Para qué repetirlo: Milton Friedman vino personalmente a capitanear la puesta en escena de sus conclusiones fanáticamente libremercadistas sacadas a orillas del lago Michigan.

El mundo conservador y los militares, tradicionalmente estatistas, se dejaron llevar por esta ola, quizás porque se hubieran dejado llevar por cualquier ola que contradijera en la médula la UP, ese fenómeno que los volvió locos, para no decir que los bestializó. Al patrón no le gusta nada que se subleven los empleados. La rabia los encegueció. Los mayores de cierta edad recordamos perfectamente las cosas que decían en las mesas del comedor: “que bien muertos estaban”, “que faltaban todavía comunistas por matar”. Todo el que no pensaba como ellos era comunista. No podía quedar rastros de la ofensa upelienta. En este punto, mienten los que matizan. Diecisiete años más tarde, la derecha completa votó para que Pinochet siguiera. De acuerdo, un 1% de ella no lo hizo así. Nunca la derecha chilena había conseguido por sí sola una votación tan alta como llevando al dictador de candidato. Históricamente no superaba el treinta y tantos por ciento, y con él llegó al 44%. Nada sirve mejor al autoritarismo que la desinformación. “El que no está informado, no puede tener opinión”, dice la radio Bio Bio.

Si la rabia cruel marcó la dictadura pinochetista, el miedo tiñó la transición. Diría que el miedo y la culpa, la misma que hoy se ha filtrado en las huestes derechistas. El miedo a la golpiza y la culpa de los dirigentes de izquierda que sobrevivieron tras haber permitido que un sueño despertara en mortandad. A la cabeza de la transición estuvieron los mismos que huyeron cuando los militares tomaron el poder. Y a la cabeza de la actual derecha, siguen estando los defensores de Pinochet. Pinochet, para todos estos efectos, no es sólo una persona, sino un modo de entender el mundo. Representa la primacía de la autoridad por sobre la democracia, del control por encima de la libertad, de los valores de la Lucía Hiriart en lugar de los de la modernidad. “El mejor ciudadano es el que contribuye a la felicidad del mundo”, afirma Voltaire, y los principios de la vieja ésa, establecidos como virtud absoluta en sus discursos navideños, nos hacían la vida imposible, cuando no eran la orquesta melosa tras el coro de los torturados. Así como a los hijos de la democracia ya no les basta la obra de sus padres, a los hijos de la derecha pinochetista les avergüenza la tozudez barbárica de sus antecesores.

El quiebre de Renovación Nacional es durísimo para Carlos Larraín, y sumamente sano para el resto de los chilenos. Forma parte de un movimiento de acomodo, y diría que también de sensatez, tras este largo recorrido por las furias.

Por eso comienza a generarse el clima propicio para una nueva constitución: una constitución escrita en calma, que resuma las ansias democráticas, no una lucha de bandos, sino un encuentro en torno a los parámetros mínimos que una convivencia civilizada requiere, donde las creencias de todos tengan cabida y encuentren respeto. La derecha de los que postulan que todos deben obedecerles está quedando obsoleta. Y también esa izquierda que se creyó dueña de la verdad. Lo que está sucediendo en la derecha es el último capítulo de una era de guerras demasiado frías, para un planeta que sufre el calentamiento global.

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