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Opinión

30 de Abril de 2014

Wojtyla

Me cuentan que cuando Maciel visitaba el colegio Cumbres, las niñas lloraban de emoción. Juan Pablo II no heredó una gran Iglesia. Al morir, dejó un cúmulo de escándalos encubiertos y una jerarquía eclesiástica que al menos nosotros, los chilenos, no consideramos nada de ejemplar.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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La santidad, como perfección espiritual, tiene un sinónimo en todas las creencias. Al menos eso es lo que pretende significar esta palabra viva, porque la muerta es una versión aparatosa e institucionalizada, una especie de título nobiliario concedido con una intención política, y no el reconocimiento de una condición verdaderamente excepcional.
Los santos, se supone, participan en ella, pero no sucumben a la contingencia.

Creo que fue el ex canciller Insulza el que dijo que le parecía buena idea esto de que Francisco eligiera un papa de cada lado de la lucha ideológica para encumbrar como ejemplos de vida, cuando se supone que la santidad no negocia.

Con el Concilio Vaticano II, convocado por San Juan XXIII, comienza la década de los sesenta. Los curas dejan de cantar sus misas en latín mientras Elvis hace explotar el rock and roll. En muchos lugares del continente la iglesia católica se hizo parte de la revolución. Aparecieron las izquierdas cristianas. Surgieron curas guerrilleros, como Camilo Torres, que militó en el ELN colombiano, y murió en su primer combate, contra la Quinta Brigada de Bucaramanga. Otros acabaron convertidos en mártires oponiéndose a las dictaduras militares.

La Iglesia se comprometió con los pobres y nació la Teología de la Liberación. Pablo VI continuó con el concilio y acompañó de manera bastante cómplice estos procesos. En Chile, congregaciones enteras se volcaron a las poblaciones. Se suponía que Dios habitaba en las personas, y principalmente en las que sufrían. Cristo era el hombre explotado.Como era natural que sucediera, en esa lucha por un mundo nuevo, se produjo un diálogo con los marxistas.

En Polonia, por esos mismos años, el marxismo era el alma de una tiranía. Son cosas que pasan: a un lado del mundo inspiraba la libertad, mientras del otro justificaba la opresión.

Yo no creo que Karol Wojtyla sea un mal tipo ni mucho menos. Por el contrario, debe haber sido bien intencionado, pero santo no es. Más parecido a un santo fue el barbón de Solzhenitsyn, que nunca se instaló en los lugares comunes de su época. Wojtyla padeció el pastelón soviético, sin dejarse aplastar. Además era viajero, políglota y gran esquiador.

Fue el primer papa no italiano en más de 500 años, lo que no es poco decir. ¿Pero santo…? Hasta antes de que la vejez lo desfigurara, tenía una cara simpática. De hecho, fue un gran publicista del Vaticano. Funcionó como el rostro de un poderoso proyecto reaccionario. Reemplazó el histórico entorno jesuita de “su santidad” por miembros del Opus Dei. La derecha se hizo de palacio.

A Chile mandó como embajador al pinochetista Angelo Sodano, íntimo amigo del Cardenal Medina, y a quien más tarde introdujo en las entrañas mismas del Estado Pontificio. ¡Aquí no estamos hablando de gente admirable! Mientras Sodano coqueteaba con la dictadura, mataban sacerdotes del otro bando: Joan Alsina, Miguel Woodward, André Jarlan, Antonio Llidó, Gerardo Poblete. Los movía la pasión anticomunista. Se encargaron de barrer con los obispos progresistas.

Para fines de los años 90, ya la conferencia episcopal chilena estaba compuesta por un lote de curas obsesionados con la zona genital y sus alternativas de uso. Su cruzada moral era contra el condón, el divorcio y la homosexualidad.

Paradójicamente -las contradicciones en la historia no paran-, al mismo tiempo que se concentraban en la prédica de una vida virginal, bajo sus sotanas acontecía las de Kiko y Caco. Juan Pablo II se dejó encandilar con la audiencia y la plata que le ofreció Marcial Maciel, cuando lo verdaderamente maravilloso de ese personaje era su infinita capacidad transgresora. Sexópata, pedófilo, drogón, y seductor impenitente. Acá los ricachones lo recibían con homenajes. De hecho, también lo creían santo. Y a Karadima, otro de sus regalones, también.

Me cuentan que cuando Maciel visitaba el colegio Cumbres, las niñas lloraban de emoción. Juan Pablo II no heredó una gran Iglesia. Al morir, dejó un cúmulo de escándalos encubiertos y una jerarquía eclesiástica que al menos nosotros, los chilenos, no consideramos nada de ejemplar. En último término, Wojtyla hizo a un lado las mejores almas de su grey. Al que le caiga bien, que le prenda velas. Algunos, cuando las veamos, sentiremos ganas de apagarlas. Siempre por respeto a los santos de verdad.

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