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Cultura

2 de Junio de 2014

Josephine Baker, bailarina exótica: La Diosa de Ébano que conquistó Chile

La llegada de Josephine Baker, la artista negra que se contorsionaba en su danza de las bananas, causó escándalo en la época. Pese a que las damas conservadoras la acusaron de ir por el mundo “pecando”, se presentó en Santiago, Valparaíso, Iquique y Huara, se paseó por el Cerro Santa Lucía, visitó huérfanos, alabó la belleza de la mujer chilena y hasta estuvo con los dirigentes de la FECH. La visita de esta bailarina fue la última antes de la peor crisis económica de Chile del siglo XX.

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En abril de 1929 la prensa chilena anunciaba una noticia sensacional. La visita en los próximos meses de la exótica bailarina negra Josephine Baker. Mundialmente famosa por su frenética y atrevida danza de las bananas, la Baker había debutado en ParÍs cuatro años antes agitándose y contorsionándose salvajemente, cubierta apenas por una selvática falda de 16 plátanos.

Al desparpajo del erótico vestuario sumaba el ritmo enloquecedor del jazz y las violentas convulsiones africanas, destrozando convencionalismos sexuales, musicales y de la danza. Con esta explosiva combinación de libido primitivo y vanguardia parisina se había elevado a la posición de “Diosa de Ébano” y primera estrella negra en la historia del espectáculo.

La sociedad chilena reaccionó dividida. Al entusiasmo de los varones se enfrentó la alarma de las señoras respetables. Curiosamente, el rechazo más vehemente surgió desde la cuidad de Curicó. Una asociación de damas curicanas realizó las más violentas declaraciones a la prensa. Sin haberla visto y como si temieran que la Baker hubiera programado una temporada a orillas del Mataquito, levantaron la bandera de la protesta en contra de la desinhibida negra acusándola de ir por el mundo “pecando y escandalizando a las naciones”.

Sectores conservadores y católicos se sumaron al rechazo. Grupos izquierdistas y liberales, estudiantiles, intelectuales, los músicos y hasta los nudistas se lanzaron en su defensa. La controversia derivó desde el vodevil a temas políticos, sociales y raciales. Una cosa era ver bailarinas y cabareteras disfrazadas de odaliscas, pero una negra de verdad, medio en pelotas y que se enroscaba, gesticulaba, se ponía turnia, inflaba los cachetes y que según su biógrafo el francés Sauvage “se desarticula, abre las piernas hasta tocar el suelo y, finalmente, parte en cuatro patas, con las piernas tiesas y el trasero más alto que la cabeza, como una jirafa joven” era algo muy provocativo para Chile.

Ya el año anterior se había anunciado un adelanto de alboroto cuando se estrenó en Chile la película “La Sirena de los Trópicos”. El filme mudo, con orquesta en vivo en la sala y con Luis Buñuel como asistente de dirección, mostraba a la Baker actuando y bailando el charlestón. Santiago, Valparaíso, Iquique e incluso la lejana oficina salitrera de Huara se estremecieron con los meneos de la morena. La editorial Nascimento publicó una traducción de sus memorias y La Casa Amarilla editó dos foxtrots titulados “Josefina… ¡por favor!” y “¡Ay Josefina!” cuya letra decía: “Santiago te aplaudirá, con vibrante frenesí. Bataclana, sus orgías nocturnas, tú animarás, Entre bombos, platillos y saxofón, proclamada tú serás, estrella del charlestón”.

El arribo de Josephine Baker a Chile fue precedido de un feroz escándalo político revisteril en Buenos Aires. Allí el Presidente Irigoyen deploró la visita denunciando la inmoralidad de la Baker. La sociedad porteña se fraccionó en partidarios y opositores al gobierno. La noche del estreno hubo una gresca fenomenal.

Manifestantes escondieron petardos bajo los asientos y los hicieron estallar justo en el momento en que la bailarina salió a escena. La banda, en un desesperado intento por calmar los ánimos, atacó con una seguidilla de tangos: el éxito fue total. Doscientas presentaciones con lleno completo transformaron la invectiva de Irigoyen en la gira más exitosa en toda la carrera de la bailarina.

La noche del 11 de octubre de 1929 la Estación Mapocho de Santiago desbordaba una multitud que según los recuerdos de la misma Baker, bordeaba las 20 mil personas. Admiradores, curiosos, periodistas y no pocas personalidades se estrujaban para ver de cerca a la extravagante negra de quien tanto se había hablado. La bailarina llegó en un vagón especial adosado al final del convoy. Apenas detenido, la masa se precipitó sobre el carro. Su delgada figura, más bien mulata, enfundada en un sencillo abrigo café oscuro, decepcionó un tanto las expectativas de los fanáticos. Josephine se paseaba nerviosa y asustada, buscando la manera de descender. La policía, engañando a la multitud, la sacó a escondidas del vagón de equipaje, por el lado opuesto de la trocha. La muchedumbre, al darse cuenta de la treta, cruzó peligrosamente las líneas, siendo repelida por los carabineros. En medio de la trifulca, la ídola, protegida por un cordón policial, se abrió paso hasta la plazuela de la estación. Ahí fue introducida en un Ford a cargo del mayor de Carabineros señor Frías, quien tenía la misión de custodiarla. El vehículo arrancó a toda velocidad, seguido de cerca por numerosos automóviles.

La artista debutó en el Teatro Victoria la noche del 12 de octubre de 1929, el “Día de la Raza”. La propaganda anunciaba en grandes letras un programa doble sólo para mayores de 15 años que incluía la exhibición de la película “Juventud de Príncipe” y la rutina del humorista Buonavoglia. Corrían rumores de que se había organizado un grupo hostil a la bailarina. Nada de eso ocurrió. Representantes de lo más selecto de la sociedad capitalina agotaron las entradas de las dos funciones. El show se inició con una “danza salvaje”. Al costado de un río africano, un explorador soñaba. Una evocadora melodía a cargo de la troupe de magos del jazz blues “Los Negros Cubanos” introdujo a la artista, quien emergió bailando el espíritu salvaje en suaves y espasmódicas ondulaciones. La música se aceleró y el baile fue agarrando vuelo, vibración y rapidez, en disonancias selváticas que llegaron al clímax de la excitación. El público se vino abajo en ovaciones. Modulando el show la Baker siguió con el canto. Muy elegante, con “voz suave, armoniosa y afinada”, cantó en inglés al estilo cabaretero de Dollie y Billie. Ante la insistencia del respetable, se despachó dos tangos en castellano que conquistaron definitivamente al auditorio. Por último, su especialidad: el charlestón. La función fue un triunfo rotundo. Los únicos defraudados fueron aquellos que esperaban una exhibición depravada y escandalosa; la Baker no solo era exótica y sofisticada, sino que también muy simpática.

Josephine, plenamente aceptada por los santiaguinos, paseó por la capital en compañía de su esposo el Conde Pepino de Abattino, para ella “Pepito” y de un cachorro de puma recuerdo de Córdoba. Para satisfacción del chauvinismo tercermundista chileno, la Baker subió el cerro San Cristóbal y ante la vista de la ciudad, derrochando simpatía y entusiasmo exclamó “Esto es formidable, encantador. ¡Lo más bello que he visto en mi vida! Ni en Suiza he visto algo como esto. ¡Qué maravilla!” Fuera por la violenta experiencia que sufrió al llegar a Buenos Aires o quizás enterada de la solapada envidia de los santiaguinos hacia la capital argentina, la Baker sobajeó nuestros complejos declarando que “Santiago me gusta mucho más que Buenos Aires. Esto es lo más europeo que hay en América… Aquí se nota más espiritualidad, más calor, más cariño… Hay de todo eso que habla al espíritu y, además, ¡todos son tan buenos!”.

Luego desmontó hábilmente a quien pudo ser su peor enemigo: la mujer chilena. “¡Que nobles son las chilenas… En pocas horas he aprendido a amarlas… Y es que sé que ellas me comprenden. ¡Y qué lindas son también… Donde voy no veo más que caras preciosas, cuerpos agraciados!”. Pocos días después y en el mismo San Cristóbal fue agasajada por los estudiantes de medicina, quienes componían la vanguardia de la FECH. Los universitarios la invitaron a un té para conocerla y ahí le declararon su más absoluta admiración. Hacia fines de mes viajó a Valparaíso. La comitiva se detuvo en Curacaví para degustar la chicha de rigor. Si bien abstemia, no pudo escurrir la catete insistencia del chileno cuando se trata de tomar. Encajó un largo trago, dijo que le gustó, sacó aplauso y a los pocos momentos un severo retortijón de estómago la obligó a evacuar violentamente. Reanudado el viaje, la Baker ordenó detenerse ante la vista de un grupo de niños que corrían a pata pelada. Se acercó a ellos, los regaloneó, les regaló monedas y conversó con el campesino a cargo. Esta atención hacia los niños no fue capricho o escena para la prensa. Josephine adoptó durante su vida a doce huérfanos de distintos orígenes, a quienes bautizó como “La tribu del arco iris”.

Durante todo el mes de octubre se sucedieron las triunfales presentaciones en los teatros Victoria, Coliseo y Politeama. El cine Imperio exhibió la película “La Sirena de los Trópicos” con Josephine Baker y la tienda “Casa Llaneza” aseguró que “Josefina Baker se va admirada de que haya mercadería tan buena y a precios tan reducidos en nuestra gran liquidación de primavera”. La cartelera de espectáculos de la capital era variada y de calidad. Abundaban los estrenos de Hollywood como “La Quimera de Oro” de Chaplin y “Loca Orgía” de Sara Bow. Había shows en vivo de cantantes, bailarinas, cosacos rusos. Incluso llegó Maurice Chevalier “El gran artista de París” para cantar en el teatro Splendid. Se anunciaba además el próximo jolgorio de las fiestas de la primavera.

Esta exuberancia de la noche se debía a una suerte de milagro económico, sostenido por los generosos préstamos de la banca internacional. La dictadura de Ibáñez, que reprimía sin asco a opositores, comunistas y homosexuales, distraía a los ciudadanos con pan y circo. Una activa política de obras públicas y la cooptación de los sindicatos otorgaban al general el aura de un eficiente y severo padre, una especie de Mussolini a la chilena, sin el carisma y la erotomanía del Duce, pero sí con la cumplidora seriedad del chileno.

La fiesta de los locos años veinte tuvo un primer aviso de término el día 22 de octubre de 1929, cuando Carlos Ibáñez visitaba la Exposición de Animales de Santiago. Al salir de la feria, un joven de veinte años saltó de atrás de un árbol, se abrió paso entre la comitiva y apuntó al dictador con un revólver. Ibáñez, ya perdido, levantó el brazo ante su cara, como defendiéndose. El atacante disparó dos veces, pero el arma falló inexplicablemente. El sujeto fue reducido por el edecán presidencial. Guardias y oficiales sacaron sus armas y se lanzaron sobre el tipo; Ibáñez exclamó “¡No lo maten!”. El autor fue detenido, resultando ser el obrero Luis Ramírez Olauche. Era la primera vez en la historia nacional que un Presidente de la República era objeto de un atentado homicida.

El 30 de octubre de 1929 Josephine Baker se despedía de Chile con una función doble a tablero vuelto en el Teatro Politeama. Ese mismo día la prensa nacional estallaba en titulares que informaban de la estrepitosa caída de los valores de la Bolsa de Nueva York, la peor de toda su historia, con una pérdida estimada en 10 mil millones de dólares. Era el crac de la Bolsa y el inicio de la Gran Depresión, que haría de Chile el país más afectado por la crisis en todo el mundo. Era el fin de los años locos.

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