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Opinión

6 de Junio de 2014

Correa, Ecuador y la mitad del mundo

Correa viene mal humorado en el avión que lo trae a Chile, lo mismo que le pasa cuando acude a Nueva York, a París, Nueva Delhi o donde sea. La vida, estima, ha sido injusta con él. Si hubiese nacido en Estados Unidos, o en China o Alemania hoy sería, igualmente Jefe de Estado, pero […]

Don Iñigo
Don Iñigo
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Correa viene mal humorado en el avión que lo trae a Chile, lo mismo que le pasa cuando acude a Nueva York, a París, Nueva Delhi o donde sea. La vida, estima, ha sido injusta con él. Si hubiese nacido en Estados Unidos, o en China o Alemania hoy sería, igualmente Jefe de Estado, pero estaría creando (o ya lo habría creado) un mundo nuevo, perfecto…Perfecto como es él. Pero nació en Ecuador, se dice para sí, que es un país de mierda con dos milésimas de los habitantes del planeta y tres cuartos de una milésima del producto mundial.

Está inquieto, sólo en la cabina presidencial sin tener con quién conversar. En rigor, a veces oye, nunca escucha y hace años que no conversa con nadie, pues considera que no podría hacerlo en un país como el suyo lleno de pobres, adinerados “monos” guayaquileños, indios en el Amazonas, intelectuales tercermundistas. Bruscamente, como movido por un resorte, llama al edecán y le ordena a gritos que comparezcan el Ministro de Relaciones y el embajador en Chile.
Cuando aparecen los funcionarios, sin ofrecerles asiento, el Presidente les espeta:

-¿Está asegurado que me darán un doctorado honoris causa?
-Sí, señor. Seguro.

Correa ordena al embajador que se retire y entonces le pregunta, desganadamente, al ministro:

-¿Cuántos doctorados honoris causa llevamos?
-Catorce, señor. Pero podrían haber sido más.

Correa sonríe, le hace un gesto con la mano para que se retire y de nuevo solo en la cabina, a diez mil metros de altura, se dirige al baño y se mira largamente en el espejo. Se encuentra bello. Siente que su incipiente calvicie lo hace más atractivo y no le importan las arrugas en las comisuras de sus labios porque no son fallas sino marcas inevitables que han dejado su inteligencia y grandeza. Está cada vez más distante de las mujeres; pero lo sabe (es su secreto) que se debe a que detesta los amores adúlteros. ¿Cómo podría engañarlas? Es monógamo: tiene un solo amor… que es él mismo.

Se desviste y cubierto por un albornoz se recuesta sobre la cama del avión presidencial y ordena al edecán vino blanco y unos camarones ecuatorianos de gran calibre. Su ánimo mejora y entonces acaricia el sueño, cada vez más recurrente en él, de la existencia de un pequeño país al que vino a darle un gran destino un líder excepcional. Mientras unta un camarón en salsa york, repite casi en voz alta “país pequeño, ubicado en la mitad del mundo, con un líder mundial”. Empina una nueva copa del Chablis francés y se regocija pensando que cuando al matoncito de Putin -hoy el héroe de Crimea- se le cayeron los pantalones para dar asilo a Julián Assange, el creador de WikiLeaks, él lo acogió en Londres, aunque ya nadie sabe del asunto pues los ingleses en vez de darle el conflicto diplomático que él buscaba (de “potencia a potencia”: “Rafael Correa Delgado contra el Imperio Británico”) se limitaron a poner dos “Bobbies” en la entrada de la legación y lo dejaron con Assange adentro, ocupando para siempre una de las tres piezas y uno de los dos baños de la modesta sede diplomática de Ecuador en la rubia Albión. Sabe que sus críticos sostienen que la epopeya terminó en una pedestre discusión acerca de quién paga el arriendo y la pensión de alimentos del molesto inquilino; pero a él no le preocupa pues no será la primera vez que el populacho no capte un gesto de grandeza.

Se consuela engullendo un último camarón, que ha bañado en kétchup, mientras repite, como una letanía, “país pequeño, en la mitad del mundo y con un líder global”.

Fue ese el momento en que descubrió el sentido a este viaje que nunca le gustó. Él venía de España donde la Universidad de Barcelona le había otorgado un doctorado honoris causa y luego, de Boston, donde había agarrado otro más. ¿Qué tenía que hacer en Chile, un país aislado en el fin del mundo y donde una “pinche” Universidad (la de Santiago) esperaba cubrir su orfandad intelectual dándole un doctorado honoris causa adicional? ¡Ahora sí sabía! Tal vez la Divina Providencia lo había traído hasta aquí para solucionar… ¡el problema de Bolivia!. Calculó que no quedaba mucho tiempo para aterrizar y empezó a vestirse, listo para dar una ayuda a la Bachelet y, de paso, iluminar a la Humanidad… “país pequeño, líder planetario” se dijo por última vez antes de saludar al Canciller chileno que, en la escalerilla del avión, lo esperaba trémulo de emoción pues con esa visita daba inicio a su política de mayor cercanía con la región.

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