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Opinión

9 de Julio de 2014

Memorias de un actor sin pituto. Capítulo 4: Zapatos

Una de las cosas fundamentales que debe comprarse un actor cuando tiene un ingreso que no estaba en los planes, es un buen par de zapatos. El primer pago por el personaje de puto para Dominga, tenía una prioridad. Zapatos todoterreno. De esos que le ganan a la lluvia santiaguina y que no te dañan […]

Antonio Reyes
Antonio Reyes
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Una de las cosas fundamentales que debe comprarse un actor cuando tiene un ingreso que no estaba en los planes, es un buen par de zapatos. El primer pago por el personaje de puto para Dominga, tenía una prioridad. Zapatos todoterreno. De esos que le ganan a la lluvia santiaguina y que no te dañan el dedo chico del pie. Zapatos funcionales y de buena suela, que te puedan asegurar caminatas firmes y sin peligro de torceduras. Zapatos precarios, pero también coquetos. Le dije a Menares que me acompañara a Victoria con San Diego, la zona clave para comprar zapatos en Santiago. Su motivación fue que me rajara con unas cervezas en un local mexicano que se había puesto hace un tiempo allí, y que quería conocer.Nos juntamos en Nataniel con la Alameda y partimos la caminata, con las interrupciones de Menares que pasaba a vitrinear por cada local que aparecía en la ruta. Tiendas de llaves, de cajas, de artículos de aseo, imprentas, todo. Menares tenía ese defecto, que al mismo tiempo podía ser una virtud. Era el hueón más curioso que yo conocía. Todo era de su interés. Los grafitis en las paredes, los semáforos, los grifos, los árboles, etc. No se cansaba nunca de descubrir. Al llegar a Av. Matta, me contó que en todo el tiempo que había estado en el sur y que habíamos perdido contacto, se acordaba de mí cada vez que se anunciaba una nueva serie en la televisión. Siempre me tuvo fe. Menares era de esos que nunca te decía que la habías cagado en estudiar teatro. Al contrario, te motivaba a experimentar con la búsqueda de trabajo. A ampliar las posibilidades. A jugar. Quizás por eso no me enjuició en mi faena de gigoló con Dominga. De hecho cuando le conté, lo primero que me dijo fue que le ofreciéramos un trío por la misma plata, y que él no me cobraba su parte.La elección fue entre unos zapatos cafés y otros negros. Opté por los cafés. Me quedaron buenos y cómodos a la primera, y eso siempre era una buena señal. Número 41. Le sumé unas plantillas de cobre y le compré unas a Menares, en agradecimiento por acompañarme. ¿Y pa qué quiero estas hueás yo?, me preguntó. Usted es de patas hediondas po socio, le dije y soltó una tímida risa. El vendedor me pasó los zapatos en una bolsa y me dio una tarjeta de su tienda. Pa que vuelva en un año mijo, que eso es lo que duran los tatos que yo hago, aseguró.

Lo prometido era deuda. Pasamos a la cervecería mexicana que estaba en Victoria, cruzando San Diego, al lado de una tienda de cinturones. Me sorprendió que hubiera un local de cervezas allí. Menares me contó que lo había descubierto por una mexicana a la que anduvo haciéndole los puntos, pero que no lo pescó. Ella era una cliente frecuente. Días antes de irse al sur, la conoció en una fiesta en el Galpón Víctor Jara y quedaron de juntarse allí. La mina no llegó y Menares quedó achacado. Así que ésta era su revancha con las cervezas. No sabíamos de cuál tomar. Todas las marcas que había allí eran nuevas para nosotros. El hombre del mesón, un mexicano que llevaba una polera de Emiliano Zapata, nos motivó a probar la cerveza de la casa, de nombre “Barrio Victoria”. Nos mandamos cuatro cada uno. Menares pidió 4 más para llevar. En la conversa supimos que el mexicano era uno de los socios y dueño de la cervecería, que se llamaba justamente “Zapata”. También supimos que emprendió con el negocio de la cerveza artesanal en Chile, después de un cambio radical de rubro. Allá en México se dedicaba al teatro y la cosa no andaba bien. Cuando dijo eso, Menares me miró de reojo insistentemente, esperando mi mirada de vuelta. No le di en el gusto a propósito. Habría otro momento para eso.

Lea también:
Capítulo 1: El momento.
Capítulo 2: Dominga.
Capítulo 3: Pancho Melo.

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