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Poder

6 de Octubre de 2014

Columna: Un crimen pasional

No se lo contaron, lo vio él mismo. Federico Willoughby, secretario de prensa de la Junta de Gobierno, presenció el momento en que llegó a manos de Pinochet el recorte de un diario argentino donde Carlos Prats escribía sobre la geopolítica en Medio Oriente. La geopolítica, ni más ni menos, el tema del que Pinochet se creía experto. Había sido profesor de esta materia en la Academia de Guerra, y seis años antes, cuando ni se soñaba con ser dictador, había publicado un libro sobre el tema que contenía un plagio completo y descarado a un texto de su profesor en la materia.

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Prats A1

No se lo contaron, lo vio él mismo. Federico Willoughby, secretario de prensa de la Junta de Gobierno, presenció el momento en que llegó a manos de Pinochet el recorte de un diario argentino donde Carlos Prats escribía sobre la geopolítica en Medio Oriente. La geopolítica, ni más ni menos, el tema del que Pinochet se creía experto. Había sido profesor de esta materia en la Academia de Guerra, y seis años antes, cuando ni se soñaba con ser dictador, había publicado un libro sobre el tema que contenía un plagio completo y descarado a un texto de su profesor en la materia. Prats escribiendo sobre geopolítica, en circunstancias de que en esos tiempos en Chile el geopolítico era Pinochet. A medida que leía el texto de Prats, el entonces secretario de prensa vio cómo el rostro de Pinochet se desencajaba. Y antes de llegar al final, sin poder contenerse, el dictador lanzó lejos el recorte del diario al tiempo que maldecía a Prats.

Ya estaba claro. Para mediados de 1974, Pinochet había sellado la sentencia de muerte de su antecesor. El mismo que lo recomendó ante Allende, creyéndolo decente y leal.

El crimen de Carlos Prats y su esposa, ocurrido hace 40 años, no fue exactamente político, como se ha dicho siempre. Es cierto que Pinochet quería sacarse de encima a Prats a como diera lugar. Sabía que tenía ascendencia sobre la oficialidad joven del ejército. Pero cosa distinta es que creyera que cabalgaría desde el sur con una tropa de leales para echar abajo una dictadura. Sabía que Prats podía convertirse en un referente en el exilio y transformarse en una molestia, pero no más que eso: como era hombre de palabra, una vez que salió de Chile cumplió su promesa de guardar silencio sobre la contingencia en su país.

El crimen de Prats tuvo elementos políticos, pero ante todo fue un crimen pasional. Pinochet envidiaba a Prats. Lo envidiaba y sentía un profundo resentimiento intelectual hacia él. Prats era todo lo que Pinochet anhelaba ser y no había sido. Todo lo que Pinochet se proponía ser una vez que lo sacara de su camino.

Si en el ejército Prats fue el mejor alumno de su generación, Pinochet fue del montón, un alumno de nota cinco, dos veces rechazado en su intento de ingreso a la Escuela Militar. En sus memorias, Pinochet contó que sufría de jaquecas severas cuando estudiaba en exceso para rendir su examen de ingreso a la Academia de Guerra. Mientras Prats era un hombre culto, que publicó un gran ensayo sobre Benjamín Vicuña Mackenna, Pinochet siempre se daba vueltas sobre el mismo tema: los militares y sus guerras.

Pinochet no soportó que Prats fuera quien era: un general brillante que en su exilio en Argentina fue recibido por el mismísimo Perón, que le dio trabajo y protección. A Pinochet en cambio Perón lo recibió por dos horas en la base aérea de Morón, en un encuentro deslucido que el mismo general argentino calificó de “escala técnica”. Pinochet sabía que Prats y otros oficiales chilenos lo menospreciaban. Para qué decir los civiles que lo trataron. En una carta dirigida a la viuda del ex ministro José Tohá, a propósito del asesinato de este, Prats adjudicó el crimen de Tohá a que este conoció muy bien a Pinochet y sus secuaces, “supo de sus miserias íntimas, de sus celos interarmas, de su concupiscencia y frivolidad, de sus limitaciones intelectuales y culturales”.

Consumado el crimen, Pinochet pretendió vestirse de las virtudes de Prats. Hizo que reeditaran sus propios libros anteriores a 1973 y luego escribió –o hizo como que escribía- otros nuevos. También se consiguió que un adulador profesional publicara La biografía de su excelencia el Presidente de la República, en la que puede leerse que “si don Augusto Pinochet se hubiera dedicado a la literatura en forma exclusiva, se habría destacado como un connotado escritor en América”.

Y entre medio de todo, en secreto, surgió la biblioteca. Una de las más valiosas y formidables colecciones privadas en Chile: cerca de 55 mil volúmenes comprados con fondos públicos que terminaron entre las casas del dictador y la biblioteca que este inauguró en 1989, a poco de dejar el gobierno, y que todavía lleva su nombre: Biblioteca Presidente Augusto Pinochet Ugarte. Es la principal biblioteca del ejército y está en la Academia de Guerra, a pocos metros de un enorme salón donde cuelga la foto de Manuel Contreras, condenado por el asesinato de Prats y su esposa.

Esos símbolos, que el ejército ni se plantea abolir, representan el triunfo de la mediocridad.
La peor de todas: enferma, mezquina, resentida, que se impone a costa de los mejores.

*Juan Cristónal Peña es autor de La secreta vida literaria de Augusto Pinochet y director de Periodismo UAH.

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