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Cultura

27 de Noviembre de 2014

Crítica: Mil rumores, ninguna voz

“Racimo” es la novela chilena contemporánea. Un pastiche en el que convergen prácticamente todos los estilos de narrar más o menos festejados en América Latina (descontado, por supuesto, el realismo mágico, el pobre y justamente vilipendiando realismo mágico). Ahí está la novela como investigación, de Piglia, en la cual la sociedad misma es un crimen, […]

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Mil-rumores

“Racimo” es la novela chilena contemporánea. Un pastiche en el que convergen prácticamente todos los estilos de narrar más o menos festejados en América Latina (descontado, por supuesto, el realismo mágico, el pobre y justamente vilipendiando realismo mágico). Ahí está la novela como investigación, de Piglia, en la cual la sociedad misma es un crimen, y la búsqueda de culpables es antes un ejercicio de inteligencia que de moral; la novela como contención, intimidad y, bueno, amor, de Zambra; la novela como apocalipsis social de Bisama; la novela polifónica de Bolaño, aunque “Racimo” es modesta en voces. La segunda y muy esperada entrega de Diego Zúñiga es, al fin y al cabo, la novela de un astrónomo cegado por las estrellas.

Por más raro que suene, nada de esto debiera importar. La originalidad pesa como la noche, y su búsqueda casi siempre acaba en rebuznos que algunos asnos celebran y otros, también asnos, dan por malos. Pero Zúñiga es un autor, o al menos es percibido como uno. Y un autor, o un gran escritor, o un gran poeta, debe tener la delicadeza, o la astucia, de ocultar sus influencias.
Cuento corto: Torres Leiva, fotógrafo, llega a Iquique desde Santiago para trabajar en el periódico local. Su arribo coincide con la aparición de una virgen que llora sangre y una colegiala desaparecida hace unos años. La niña es, hasta ese momento, la única sobreviviente de una larga lista de víctimas de quien más adelante sería denominado “el psicópata de Alto Hospicio”. García es el periodista que lleva el caso, cuyas inclinaciones a la fama y a las mujeres no parecen interponerse con su fe (su dios es Jehová). Ana, detective, amante. Un sórdido viaje en comitiva a Tacna. Un diputado, Mamani, que cada vez que abre la boca es un político. Arrestos. Otra sobreviviente, otra versión. Una ola purificadora.

La novela se resuelve en cinco partes muy disparejas, y hasta me atrevería a decir que confusas. En la primera, la intención es preparar el terreno para lo que vendrá, y es la peor de todas. Las escenas son por lo general cuadros estáticos, bloques de cemento. “Atraviesan en este momento Alto Hospicio y ven las casas grises… en la mitad del desierto. Las casas de adobe, algunas de colores muy fuertes, chillones: verdes, amarillas, rojas, celestes”. La acumulación mecánica de información es constante: más y más datos sin finalidad, ignorando que cada adjetivo es una unidad de información. Las frases son lentas, hasta lánguidas, excedidas de artículos y pronombres, imprecisas. Quienquiera se adentre en “Racimo” será desafiado por las primeras cien páginas.
Las cosas mejoran desde la segunda parte en adelante. La prosa adquiere continuidad, un ritmo más muscular. El relato de García es seguramente lo mejor de “Racimo”, entre otras cosas porque la pregunta por la identidad del narrador se vuelve central.

“Racimo” es la novela contemporánea chilena: sin riesgos formales que no hayan sido antes tomados por otros, sin gravedad específica, sin energía y sin rabia. No es necesario chillar sobre lo que indigna, pero el hablar quedito tampoco sirve. “Racimo” es una novela correcta y sensible, pero por sobre todo, mediocre.

Racimo
Diego Zúñiga
Random House, 2014, 242 páginas

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