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Opinión

28 de Noviembre de 2014

Columna: Era como un CRISTO

Y fue a mediados de los noventa, cuando me invitaron a la inauguración de una biblioteca cerca de Santiago. Entonces yo vivía en la comuna de San Miguel, por eso me fue a buscar un joven en una camioneta, y cuando abrió la puerta y me dijo suba, vi su cara seria y sin afeitar […]

Pedro Lemebel
Pedro Lemebel
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Y fue a mediados de los noventa, cuando me invitaron a la inauguración de una biblioteca cerca de Santiago. Entonces yo vivía en la comuna de San Miguel, por eso me fue a buscar un joven en una camioneta, y cuando abrió la puerta y me dijo suba, vi su cara seria y sin afeitar que bordeaba los treinta años. En el trayecto no me dirigía la palabra, evitando mirarme al manejar bruscamente por la Panamericana sur, y después, doblar por un callejón oscuro rumbo a Lo Espejo.

El camino sin pavimentar estremecía el vehículo, y una incómoda tensión nos mantenía mudos mientras la camioneta saltaba dando tumbos por las piedras. ¿Tiene fuego? ¿Se puede fumar aquí?, lo sorprendí con la pregunta para romper el macabro silencio de la ruta. Sin decir palabra, chispeó el encendedor en mi cara, y hundiendo el freno, hizo rechinar las ruedas en las piedras. ¿Le puedo contar algo?, me preguntó estacionando el vehículo en una cancha de tierra. Claro, le contesté, encendiendo el cigarro.

Mire, como a los 17 años, yo iba a ser cura y estudiaba en un seminario. Y todos los seminaristas teníamos un tutor, un guía espiritual. A mí me designaron al hermano Ricardo, que tenía como 35 años. Pasábamos todo el día juntos, me aconsejaba, leíamos los evangelios, hablaba de la doctrina social de la Iglesia latinoamericana. Era seguidor de la teología de la liberación y tenía un espíritu político muy solidario con la gente perseguida por la dictadura, incluso había caído preso varias veces en las protestas. Yo lo admiraba mucho, él era como un Cristo para mí. Al confesarme esto, le temblaba la voz, golpeando el manubrio con energía. Era como Cristo para mí, repetía neurótico. Porque era un ejemplo para nosotros, los estudiantes que seguíamos la doctrina de la Iglesia dedicada a los pobres, ¿me entiende? Para mí era Cristo, por eso lo admiraba tanto. ¿Quiere que le diga una cosa? Dígame. Yo lo quería, no sé cómo, pero me pasaba todo el día alucinado conversando con él. ¿Me entiende? ¿Me puede dar un cigarro?

El brillo de la llama iluminó el sudor de su frente, y luego levantó la vista para decir:
El hermano Ricardo me enseñó a leer literatura, poesía, García Márquez, Ernesto Cardenal, Neruda, usted sabe, todos esos libros. A nosotros, después de hacer las oraciones, nos mandaban a la celda. Y un día, sentí que golpeaban la puerta. Dijo que me traía un libro, entró y se sentó a los pies de la cama. ¿Me da otro cigarro?, este se apagó.

Tome, le extendí la cajetilla, pensando que ya conocía dónde iba a terminar la historia, lo imaginaba. Pero no entendía por qué me lo contaba a mí, y en un lugar tan solo, tan oscuro, y con ese nerviosismo que a ratos me tenía aterrado.

Siga, le pedí.

Le decía que yo estaba acostado y él se sentó en la cama y se puso a hablar de varias cosas. De lo difícil que era la vocación. Pero había que confiar en el Señor. De las tentaciones que nos acechaban siempre. Pero debíamos ser fuertes. De los problemas de la carne, sobre todo a mi edad. Pero tenía que ser célibe y puro. Fuerza hijo, me dijo de pronto apretándome el pie. Fuerza y el espíritu en calma, me repetía mientras su mano subía por mi pierna. Yo estaba tieso, no podía decir nada. No tiene que contestarme, me decía, y su mano palmoteó mi rodilla. No diga nada, ni una sola palabra. Solamente tenga fe en su corazón. Y sentí que me tocaba los genitales. Yo cerré los ojos. Tranquilo, está bien así, tranquilo, tiene que cegarse a la tentación, me decía. Yo voy a ayudarlo de esta manera, porque usted es especial para mí. Igual como yo soy de especial para usted. Será un secreto entre los dos, murmuraba metiendo los dedos bajo las sábanas hasta tocarme el pene, y lo tomó con sus dos manos, y lo puso en cruz: en su frente, en sus sienes y en su boca, ahí lo besó y empezó a mamarlo hasta que eyaculé.
Ufffff. Y usted no decía nada, dije respirando hondo. Él, para mí era como un Cristo, entiéndame. Qué le iba a decir. Además, eran otros tiempos. Yo lo acompañaba a los campamentos, movilizábamos a la gente, hacíamos barricadas. Y él se arriesgaba a todo por nosotros, los jóvenes de izquierda, los perseguidos. Cómo lo iba a denunciar.

Bueno, una pregunta: ¿Por qué me lo cuenta a mí?
Y a quién se lo iba a contar. No le voy a contar esto a mi polola.

Y cómo se siente ahora después que lo contó.

Bien, le agradezco que me escuche. Es una cosa bien contradictoria, ¿me entiende? Porque aunque el hermano Ricardo definió mi vida, y por él me retiré del seminario, aun así, no podía delatarlo, él era una persona muy comprometida y muy buena. Ahora estoy agradecido de él. Si no hubiera sido por eso habría terminado de cura. Imagínese.

¿No le quedó resentimiento?

No, por nada, yo también lo pasaba bien. Lo sigo admirando y le tengo cariño. Y entiendo a las personas como él… y como usted.

Sí, pero yo no soy cura, le contesté riendo.

Claro que no, por eso me dio confianza, me lo dijo de una manera extraña, mirándome entre seductor y criminal.

Bueno, ya es tarde. Vámonos, me atreví a sugerirle con el alma en un hilo.
¿Otro cigarro?, me pidió sonriendo y apretó el acelerador.

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