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Cultura

6 de Febrero de 2015

Columna: Con el taco aguja con el taco aguja

Parece una ficción escribir en torno a Pedro Lemebel cuando apenas han transcurrido unos días desde su muerte. Tal vez sea una ficción, pues en el ámbito de la producción artística la noción de muerte mantiene signos ambiguos, precisamente porque frente a la ausencia existe la presencia de una obra que está allí, activa, disponible, […]

Diamela Eltit
Diamela Eltit
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Parece una ficción escribir en torno a Pedro Lemebel cuando apenas han transcurrido unos días desde su muerte. Tal vez sea una ficción, pues en el ámbito de la producción artística la noción de muerte mantiene signos ambiguos, precisamente porque frente a la ausencia existe la presencia de una obra que está allí, activa, disponible, lista para habitar los diversos presentes en el futuro.

Desde luego Las Yeguas del Apocalipsis (1987) marcaron el signo fundante de un colectivo (Pedro Lemebel y Francisco Casas) que iba a relevar el cuerpo en proceso de travestismo como objeto y sujeto de intervención crítica. Sus “performances” (acciones de arte) dispuestas en diversas teatralizaciones mantuvieron una relación con sus antecesores que habían escenificado el cuerpo homosexual desde una perspectiva estéticamente desafiante.

Entre los antecedentes, habría que pensar en Francisco Copello (1938-2006), el artista visual ubicado en el umbral de la performance chilena y su re-presentación híper estilizada de un cuerpo que se ponía en marcha para imponer el goce de una condición que estaba expulsada de los mapas convencionales que escriben la realidad. O Ernesto Muñoz y su lúcida lectura de la circulación clandestina y “transversal” del cuerpo homosexual por los espacios sociales y los saberes político-culturales acumulados en ese tránsito.

Pero, sin duda, Carlos Leppe y sus performances signadas por una densidad conceptual, marcaron un punto de inflexión en la escena perfomática local. Leppe escenificó a la madre parlante en el espacio mediático, inalcanzable, virtual. Ese mismo Leppe que hizo del cuerpo una sede ortopédica, rígida, cautiva en una coraza de yeso que lo paralizaba. El Leppe operático, que modulaba su aria más perturbada y perturbadora jugando con los melodramáticos artificios de la voz y del cuerpo. El Leppe que emergió en las postrimerías del los años 70 y que de inmediato se ganó un espacio indiscutible en el mínimo lugar que ese tiempo permitía.

Por supuesto, la performance en esos años (acción de arte) fue un recurso explosivo y muy recurrente en la (acotada) escena, caracterizada por una opacidad radical que emanaba de los controles múltiples e incesantes de la dictadura tanto sobre los espacios públicos como sobre los discursos públicos. Por supuesto existen numerosos nombres y numerosas escenas de diversas performances de la época. Pero hoy, los historiadores del arte local, están en pleno proceso de restauración estética de un tiempo signado por la subsistencia en los bordes que marcaba con exactitud absoluta lo que podemos entender como “underground” local.

Sin embargo me refiero aquí específicamente a la condición homosexual y su re-presentación en al ámbito performático local (lateral pero poderoso) que antecede al trabajo que Las Yeguas iniciaron el 87. A diferencia de sus antecesores, su proyecto fue intervenir los espacios públicos (a la manera del grupo CADA). Pedro Lemebel y Francisco Casas apostaron a la fugacidad, a irrumpir especialmente en las zonas más incómodas frente a las subjetividades sexuales –es un decir– minoritarias como eran los espacios político-partidistas en el tiempo en que se habían cursado los pactos para la inminente transición que se avecinaba.

En esos discursos o entre esos discursos políticos-partidistas, las Yeguas, con recursos festivos, directos, transportaron la irreverencia para señalar un cuerpo que estaba afuera, excluido de la realidad que se avecinaba, ausente de reconocimiento como no fuera el chiste cruel o el recurso humillante y populista más usado por los comediantes locales. Sin culpas y con una gracia subversiva, emergió en algunas de estas intervenciones “la loca” politizada y lúcida que adoptaba corporalmente diversas formas, desde la mímesis de una Gabriela Mistral provinciana e imbuida por su faceta pedagógica, la travesti prostituta “estrellada” de la calle San Camilo, la abierta denuncia ante el atropello de los derechos humanos, hasta llegar al desnudo que caracteriza a la histeria.

Ya en la transición, Francisco Casas y Pedro Lemebel siguieron rutas autónomas ligadas a la creación literaria. El año 1995, Cuarto Propio publicó su primer libro de crónicas: “La Esquina es mi Corazón” (antes, la escritora Pía Barros le había editado cuentos con su antiguo nombre, Pedro Mardones). Ese primer libro ha sido considerado el más icónico de su producción. Escrito con un barroco relamido y oportuno, en sus páginas brilló “la loca” (lo cito: “ojo de loca no se equivoca”) y la “pobla”. De esa manera “su loca” ingresó a la letra y a la imaginación literaria como también el destello dramático y eufórico de las culturas populares y una postura política “antifacha” indeclinable.

No deja de ser interesante que un espacio tan confiscado en materias llamadas “valóricas” como es Chile, se haya producido, desde la literatura, de manera inaugural el relato homosexual. Ya, Augusto D’Halmar el año 1924 puso en escena “Pasión y muerte del cura Deusto”, considerada la primera novela que aborda la homosexualidad en el continente. Más adelante sería José Donoso quien abriría una arista inesperada al proponer a la “loca” como sede de su aventura literaria. Porque “El Lugar sin Límites” (1966) se funda en la alteración de los roles familiares, señala el machismo como una forma estereotipada para encubrir una homosexualidad reprimida. En suma, en esa novela, aparece el movimiento continuo de las identidades sexuales que ha sido analizado de manera brillante por la teórica Judith Butler.

En ese sentido, siempre he pensado que Pedro Lemebel continuó esa tradición, especialmente fiel a Donoso y a su Manuela. Su aporte radicó en que liberó a la loca del prostíbulo provinciano donosiano y la puso en la calle, la convirtió en habitante de la esquina de la pobla, en seductora de conscriptos, en preceptora infatigable de una estética.

Y fueron esas condiciones unidas: la de cronista y “performer”, las que hicieron de Lemebel un “personaje público” que fue ganando prestigio (especialmente académico) y una considerable masa de “fans” que colmaban sus presentaciones. Lecturas y puestas en escena en las que Pedro Lemebel no rehuía ni el kitsch ni la adulación ni la violencia.

Y es eso lo irrepetible: su presencia activa en los escenarios en que se cursaban sus fantasías de gloria y de martirio. Hoy el delirio de sus fans y las frases grandilocuentes de sus admiradores no han cesado. Pero ahora, lejos, yo no puedo sino pensar en los que fueron sus compañeros más cruciales en cada una de las primeras batallas, las más decisivas de todas: el escritor, poeta y performer Francisco Casas, la poeta Carmen Berenguer. Y, por supuesto, hasta el final, el poeta, editor y librero, Sergio Parra.

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