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Opinión

15 de Mayo de 2015

Columna: La magnitud de nuestra derrota

Muchos se han preguntado cómo políticos del bando arrasado por la dictadura terminaron pidiéndole plata al yerno de Pinochet. Aquí el periodista y escritor Sergio Marras, director adjunto de la Revista APSI en los años 80, le acusa al periodismo chileno una enfermedad parecida: la de una generación derrotada que perdió los bríos, asumió los valores del enemigo y se conformó con hacer pie en la mediocridad intelectual y vital.

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Hace algo más de 40 años, los de mi generación pensábamos ingenuamente que el mundo podía ser más justo, más solidario y más libre, pero sobre todo que la vida podía tener un poco más de sentido.

Los finales de los años 60 habían sido pletóricos, nos disgustaba lo individualista, lo discriminatorio, lo estrictamente monetario, lo feo, lo caro. Tanto creíamos que –al decir de Los Iracundos– el mundo estaba cambiando y cambiaría mucho más, que la vida misma se nos escapaba entre los dedos sin darnos cuenta. No solo no supimos leer la realidad de lo que sucedía en el mundo, sino que tragamos inmensas ruedas de carreta.

Cuando llegó el golpe de Estado intentamos enfrentarnos, de una manera u otra, a los enemigos de nuestros sueños. Pero fuimos rotundamente derrotados y todavía no conocemos plenamente la magnitud de ese fracaso. Quizás deberán pasar cien años antes de conocer su verdadera dimensión.

No solo siguen mandando quienes, fundamentalmente, provocaron la tragedia, sino que, y lo peor, buena parte de nosotros ha asumido sus valores y metas. El tamaño y dureza de ese descalabro nos transformó en una generación insípida, pusilánime, que, para sobrevivir con migajas de poder y de trabajo, ha disimulado su frustración a punta de victorias puramente morales o circunstanciales.

Es verdad que como país hemos crecido, que hay más dinero, mejores infraestructuras, más posibilidades para el desarrollo artístico y deportivo. Como generación, aprendimos a gobernar. Pero también esos laureles nos hicieron olvidar que los logros son para hacer algo con ellos; que la acumulación por la acumulación no lleva más que a quedarse sin aire para vivir, que el poder solo para nuestros objetivos personales intoxica hasta matar. Tanto disimulo ha hecho que ya no encontremos nuevas maneras de mirarnos ni de mirar. Somos los mismos de siempre, algunos un poco más ricos, la mayoría más pobres intentando parecer ricos. Todos metidos dentro de una gran mediocridad intelectual y vital.

El periodismo que hacemos y consumimos es otra señal de lo mismo.

Cuando ganó el NO, quienes trabajábamos en las revistas y periódicos de oposición pensamos que sobreviviríamos. Unos pocos medios habían hecho el mejor periodismo de todos los tiempos en Chile, el más investigado, el mejor escrito, el más valiente. Pero era difícil salir del útero de la cooperación internacional y mantenerse independientes si se pretendía que nos rigiéramos de inmediato por un mercado tremendamente imperfecto. Y, lo peor, el propio primer Gobierno democrático decidió limitar su ayuda a los medios que enfrentaron la dictadura, situación en la que influyeron sobremanera personas de las altas esferas políticas de entonces que, ingenua o mezquinamente, afirmaron que el mercado regularía la información correctamente y definiría qué medios podían o no seguir existiendo.

Resultó que los actores de ese mercado decidieron no poner avisos en estos medios a pesar de que vendían mucho más que aquellos donde sí ponían. El resultado fue la muerte lenta de cada una de las revistas y periódicos de oposición a la dictadura, ahogados por las deudas y la falta de liquidez.

Al ver hoy la situación del periodismo chileno, no puedo dejar de pensar que gran parte de la responsabilidad de que las revistas y periódicos de oposición a la dictadura hayan tenido que cerrar, y que la televisión haya terminado como está, se debió a la activa participación, u omisión, de políticos a quienes los medios de entonces dimos plena tribuna –y en algunos casos ayudas logísticas durante años– y que una vez en democracia temieron que la crítica se ejerciera sobre ellos y sobre aquellos con los que habían pactado el silencio. El periodismo chileno, en el largo plazo, se arruinó mucho más con la llegada de la democracia que con la dictadura de Pinochet.
Así, en los noventa, la mayoría de nosotros debió transformarse en relacionadores públicos, “comunicadores estratégicos” o vendedores de lo que fuera. Los menos fueron a trabajar a los grandes medios en posiciones subalternas. Muy pocos pudieron, a través de algunos libros, páginas web, radios o grupos de investigación, hacer periodismo que indagara e informara. Pero los grandes medios, incluida la TV pública, le dieron la espalda al periodismo investigador promoviendo un periodismo burocrático y vacío.

Y a nadie, en los sucesivos gobiernos que siguieron, le importó demasiado.

Hoy tenemos uno de los peores periodismos de nuestra lengua. El periodismo está solo para entretener y distraer; o defender y difundir causas extra periodísticas. Nadie asume que para cumplir nuestra fantasía de ser algún día “desarrollados” y “modernos” tenemos que tener un periodismo que no solo dé expresión a todo el mundo sino que, por sobre todo, informe, analice, ponga en tensión lo conocido y abra horizontes a la gente común.

Cuando le dieron el Premio Cervantes a Nicanor Parra, en 2012, ningún noticiero de TV chileno llevó la noticia en titulares, y algunos apenas la mencionaron de pasada. En todos los casos, emitieron la nota después de incendios, choques y asaltos menores que mostraron como noticias. Ningún canal hizo un reportaje especial sobre el significado del Premio. Al mismo tiempo, la gran mayoría de los medios españoles, así como buena parte de las estaciones de TV de América Latina, lo llevó en portada y titulares. En Madrid se puso un documental en la calle.
Preguntado al respecto, un editor de un canal chileno importante se justificó: “Es que Parra no vende”. ¿Qué nos pasa a los periodistas y editores de noticias chilenos? ¿Nuestro grado de desidia e idiotez está llegando a niveles tan peligrosos?

Las pautas informativas de la TV, las que más inciden en los ciudadanos, están abocadas a competir por el rating on line –prohibido en todos los países serios del mundo– sin la más mínima preocupación de comunicar lo relevante. En un país en que el 85% de la gente ve los noticieros de TV, si el 53% de la información emitida en ellos se concentra en deportes, crónica roja y tragedias naturales tenemos un problema. Más aún si el resto de la información emitida es básicamente sobre política local. Sin duda, hay valiosas excepciones. Pero pesan muy poco y eso debería preocuparnos, porque las próximas generaciones de chilenos serán hijas de lo trivial.

Recordemos que, a partir de la llegada de la democracia, no sólo los medios escritos opositores a la dictadura se vieron obligados a cerrar; también se privatizó la TV universitaria, se dejó sin financiamiento a la pública y se licenciaron nuevos canales privados que han seguido la lógica comercial más miope, porque no siempre lo comercial es sinónimo de mediocridad y facilismo, como lo demuestran excelentes estaciones de TV comerciales europeas y estadounidenses.

Como periodistas, no hemos crecido. Más bien hemos sido apabullados, enajenados. Muchas veces, intelectualmente secuestrados.

Cambiar esto, lógicamente, no está solo en manos de los periodistas sino también de los dueños de los medios, que en Chile son, al mismo tiempo, dueños de casi todo, y por lo tanto sus intereses en ellos son fundamentalmente comerciales y políticos. A veces pienso (¿ingenuamente?) que aparecerán modernos empresarios de la prensa y se darán cuenta de que sin información cualquier posibilidad de desarrollar el país en serio se estrellará con una población bobalicona y sumisa que, al contrario de lo que se podría pensar, no servirá para que Chile tenga empresas pioneras en algo más que vender pescado, vino, cobre y frutas. ¿Será posible? No tenemos un empresariado especialmente adelantado y, en general, es poco ilustrado. Pocos países lo tienen, pero donde los hay son una fuerza de desarrollo imparable.

Los periodistas tendríamos que presionar por llegar a algún acuerdo con ellos para que realmente se pueda traer el mundo a Chile, con independencia, como en los países verdaderamente ricos, no solamente de dinero. Convencerlos de que no hay modernidad sólida sin una prensa independiente, diversa y libre.

Pero ¿no será también que los periodistas nos hemos convencido de que estamos haciendo buen periodismo? Me temo que algo de esto hay. He escuchado a editores de noticieros de TV decir que sus informativos están a la altura de los mejores del mundo, cuando basta ver qué emiten sobre noticias internacionales, científicas y culturales para saber que no es así. En lugar de entender la interdependencia global, nuestra visión sigue siendo isleña. ¿No es importante para un chileno saber qué ocurre en el mundo? Si una transnacional tiene pérdidas brutales en un mercado y ganancias extraordinarias en nuestro país, ¿no vale la pena preguntarse por las causas? El éxito de un cineasta chileno en un festival extranjero, ¿no ilusionará a cientos de jóvenes artistas?

Las noticias internacionales, cuando tienen cabida, generalmente son noticias de agencia sin ningún procesamiento propio; o anécdotas más o menos divertidas o trágicas: un mono que es boxeador en Pennsylvania, un choque de trenes en Birmania o una inundación en Bangladesh. También sirve si aparece un chileno en territorio extranjero, aunque sea tataranieto de un chileno o lo haya sido en otra vida. Y si no les gusta, que vean el cable, amenazan buena parte de nuestros editores. Así quienes no pueden pagar quedan sometidos a una política tontorrona que no los dejará tener una visión amplia y creativa del mundo, transformando la TV abierta, poco a poco, en otro factor de desigualdad de oportunidades. No nos podemos quejar de que la gran mayoría de nuestros jóvenes salgan del colegio prácticamente analfabetos, sin visiones que los llenen de curiosidad y los impulsen a comerse el mundo.

Este problema no es de la izquierda ni de la derecha. Es un problema de mediocridad y adormecimiento general: la mirada cortoplacista de la audiencia, que ha contaminado a muchos periodistas y editores con la mirada exclusivamente comercial y política de los dueños de los medios, o con la del interés electoral y personal que muestran los actores políticos.

El periodismo, en vez de ser una ventana abierta para airear la sociedad, para debatirla a fondo, se ha transformado en el validador de su encierro y ahogo.

Muchas veces los chilenos nos vemos como los campeones de la innovación, pero no estamos dispuestos a asumir demasiados riesgos. Y si bien nos encanta la originalidad y la renovación, rápidamente repetimos comportamientos que se parecen mucho a los más conservadores que alguna vez rechazamos.

Los de entonces somos los de siempre.

Así hemos terminado parándonos al borde de la novedad y del futuro, dando vueltas y vueltas y corriendo en círculos, sin atrevernos a tomar una dirección clara. Unos aturdidos, otros cínicos.

En estos últimos años se ve que podríamos estar acercándonos a un punto de inflexión en el que, por fin, ha aparecido una nueva generación que no tragará tan fácilmente ruedas de carreta. El espacio de la Política y del Periodismo se ha vaciado y no ha sido tomado por nadie. Es nuestra responsabilidad no seguir siendo informados a través de fotocopias de fotocopias reflejadas en un espejo fotocopiado. Solo así quizás podremos acortar y, algún día superar, la magnitud de nuestra derrota.

*Este artículo está basado en pasajes de su libro Memorias de un testigo involuntario (1973-1990), publicado por Editorial Catalonia.

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