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Nacional

10 de Junio de 2015

Ser inmigrante “negro” en Santiago

Colombianos, dominicanos, haitianos y ecuatorianos son la nueva “mano de obra barata” de la economía nacional. Ocupan nichos laborales como personal de aseo, obreros de la construcción o meseras de cafés con piernas, generalmente expuestos a la explotación laboral, mientras chilenos y chilenas exotizan –y sexualizan– sus cuerpos de piel oscura. El equipo Fondecyt “Inmigrantes ‘negros’ en Chile” del Departamento de Sociología de la U. de Chile está investigando esta inmigración, cuyo crecimiento ha hecho visible un racismo que es necesario empezar a asumir como tal.

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Entre-el-racismo-y-el-fetichismo

Ángela (42) es de República Dominicana. Saluda a su paisano cuando se encuentran en el pasillo de un antiguo hospital de Santiago, donde ella trabaja subcontratada por una empresa de aseo. Esta semana está más contenta, dice, porque podrá hacer bonos extra trabajando doble horario. El primer turno comienza a las siete de la mañana y el segundo a las tres de la tarde. Para esta mujer caribeña se ha hecho normal trabajar de lunes a domingo, así puede acceder a los “bonos” que ofrecen estas empresas para mejorar unos sueldos exiguos a costa de extender la jornada laboral. “Cuando no hay bono, no alcanza el dinero. Este mes no me alcanzó para la Bip, ni para comer. Me alcanzó para enviar dinero a mis hijos y para pagar los 100 mil pesos de la casa [una pieza que arrienda en Recoleta]. Saco 10 mil diarios sin bono”, explica.

En el hospital Ángela tiene dos compañeras haitianas. Se ríe con ellas, se toman fotos desde el celular, luego las comparten en Facebook para sus familiares. Están sentadas descansando en un pasillo donde no las pueden vigilar tanto las cámaras. Las tres trabajan como personal de higiene y llevan un uniforme celeste que cubre sus pieles oscuras. Son un personal aparte que no se relaciona con los doctores ni con los funcionarios técnicos. Cuando nos acercamos a conversar con estas mujeres, la mayoría reacciona con temor y no todas están dispuestas a hablar, mucho menos a ser entrevistadas.

INMIGRANTES BARATOS
Los nacionalidades del Caribe y Centroamérica, marcadas principalmente por la negritud, son las que más han aumentado su población inmigrante en Chile. Según datos del Departamento de Extranjería y Migración, entre los años 2005 y 2013 los permisos de residencias otorgados a extranjeros crecieron en 215% por ciento. En el mismo período, Haití crece en un 3 mil por ciento, República Dominicana en más de 2 mil por ciento y Colombia en más de mil por ciento. Estos datos no consideran otros modos de ingreso al país.

Estados Unidos solía ser el principal país de llegada de los migrantes caribeños, pero su mayor regulación policial y legal los ha obligado a buscar otros destinos. Hoy es Chile el país que promete éxitos económicos, pero también donde ellos pueden conseguir una nacionalidad blanqueada que les permita ingresar a países del Primer Mundo. Por lo menos, estas son las esperanzas de algunos inmigrantes. “En el extranjero se vende que es un país donde hay estabilidad, que se paga bien, pero no se dice que la vida es muy cara. De eso te das cuenta cuando llegas”, explica la mexicana Melisa Miño, de la organización de mujeres inmigrantes Warmipura.

Matías Jaramillo, sociólogo de la U. de Chile, ha estudiado la explotación laboral que viven inmigrantes en Santiago y define a los trabajadores negros como “la actual mano de obra barata para la economía chilena, cuyo modelo productivo y laboral necesita que exista un grupo que se venda muy barato y permita, a los dueños de los bienes de producción, una mayor acumulación de capital”. Jaramillo destaca que la naturalización de nichos laborales “para inmigrantes” está profundizando las desigualdades, y genera consecuencias de salud, psicológicas, sociales, etc., que van mermando la fuerza de trabajo de estos grupos, dando lugar a un círculo vicioso de precariedad laboral.

Ángela bebe Coca-Cola para no quedarse dormida mientras conversamos. No le gusta comer pan, y es que la dieta chilena es muy distinta a la dominicana. A ella le gusta la comida china que venden a la salida del hospital. En su celular nos muestra la foto de un joven chileno de 26 años, mientras una de sus dos colegas haitianas muestra la de su hija nacida en Chile. Entonces comienza a recordar la tragedia del terremoto en su país. Cuenta que muchos amigos y familiares perdieron piernas y brazos. Cuando relata esta historia, la mujer que lleva un gorro de lana cubriendo su cabello afro abre los ojos, acentuando el terror que vivió al observar cuerpos esparcidos, la sangre y los gritos de muchos que se quedaron en la isla. La otra compañera haitiana, más joven, lleva sólo tres meses en Chile y no habla español.

Ángela, antes de hacer el aseo de los enfermos internados por diabetes (que es mejor, dice, que hacerlo donde están los enfermos de VIH y cáncer) trabajó en una casa del barrio alto, donde cuidaba al hijo con síndrome de Down de la familia. Un hombre al que debía bañar, limpiar y que, a veces, en unos desbordes ocasionales, la golpeaba. Ángela lo recuerda con cariño. Dejó ese trabajo porque se cansó de su jefa, que la humillaba y la trataba de “negra culiá”. Recientemente al Movimiento Acción Migrante (MAM), que lleva más un año coordinando a más de 10 organizaciones de inmigrantes de Uruguay, Haití, México y otros países, llegó el caso de una mujer colombiana que trabaja en una casa puertas adentro y que fue abusada por su patrón. Tiene ya una enfermedad venérea, “pero ella no va a un servicio de salud porque no confía en ser bien atendida, porque tendría que decir qué y cómo pasó”, explican en el movimiento.

CUERPOS PARA TOCAR
El paisano que saludaba a Angélica en el pasillo del hospital es un dominicano alto, con un collar que mezcla dorado y colores plata en una gran cruz católica sobre su pecho. También lleva anillos dorados en sus manos y un aro en la oreja. Se ríen con Angélica mientras acarrean escobas y bolsas de basura, cerca del casino donde los enfermos retiran sus medicamentos viendo el matinal de la TV. Pronto llega otra mujer trabajadora del aseo, una chilena de unos 40 años, muy maquillada y con el pelo teñido rubio. Lo primero que hace es besar al paisano negro en la boca, demostrando que es su polola. Un momento antes, él hablaba de otra chilena que había quedado “loca” con este hombre de piel negra. Todas se querían casar con él. Es un tiguere.

Los tigueres son los guapos dominicanos, los donjuanes. Si en su país representan la masculinidad hegemónica, entre chilenas y chilenos producen una sexualización. “El cuerpo caribeño en contextos de diáspora vive una exotización, por el imaginario que se ha construido en torno a ellos”, afirma el poeta dominicano Johan Mijail (25), residente en el país hace más de dos años. “En Chile el tiguere sería el que sabe bailar salsa, el que sabe bailar bachata, el que sabe cómo conquistar y tiene una forma muy segura de moverse en el espacio público comparada con la cultura y el cuerpo del tigre chileno. Y en la cama obviamente es el que tiene la mayor erección y el que puede producir los máximos orgasmos”.

En cuanto a las mujeres, el mercado de los cafés con piernas en Santiago –y en ciudades de alta circulación económica como Antofagasta y Punta Arenas– es un nicho laboral para muchas dominicanas y colombianas que comercializan sensualidad caribeña a través de sus cuerpos. No pocas llegan a estos trabajos después de malas experiencias en servicios de aseo, pues deben obtener dinero rápido para enviar a sus hijas e hijos en sus países de origen.

Antonia (28) llegó hace dos años a Chile desde Colombia. Tiene una hija de 11 años que cuidan sus padres en Medellín. Ella les envía lo que puede cada mes. En Colombia cursó un técnico en administración hotelera, pero no encontró desarrollo laboral en su ciudad y quiso probar suerte en Chile. A las tres semanas de llegada a Santiago, y tras haber sufrido el robo de todo su dinero en efectivo en Bolivia, su prima le dijo que tenía que aportar con el pago de las cuentas en la casa que comparten: “Yo me quería morir, ya llevaba tres semanas en Chile y sin ni uno, con una depresión horrible. Ahí me dijeron que en los cafés siempre necesitaban chicas”.

Así llegó Antonia a los cafés con piernas del centro, aunque evitando aquellos donde toca hacer privados a los clientes. “Yo no soy ninguna santa, sé lo que es tener un hombre encima, pero así no… así no”. En su local se usa vestido y los clientes no pueden tocar. Son los cafés con piernas para ejecutivos, donde también se puede almorzar, acompañar el café con un trozo de kuchen y generar una relación, en algunos casos cotidiana, con las trabajadoras. Desde luego, la relación entre sexualización y salario es directa, y ellas recurren a un sinfín de tácticas para extraer la mayor propina a sus clientes. La sacarina se lleva entre los senos y desde ahí la saca el cliente para usarla, generando la primera complicidad. Al pasar por el lado de los hombres, las chicas tocan sus hombros y realizan masajes exprés. En estos lugares no hay sillas de descanso, el flujo de consumo no permite parar y para retirar los vasos existe un personal aparte. Ellas están para repartir afecto caribeño y vender la colombianidad de sus cuerpos a la masculinidad chilena. “Ahí gano 30 o 40 mil pesos diarios, eso es harto y una se acostumbra”, concluye Antonia.

La historia de Antonia es parte de la trayectoria de muchas mujeres inmigrantes que entran al mercado del sexo. Ellas conforman el grupo laboral más precarizado, no por el dinero que ganan sino por las situaciones de violencia que deben sortear en la noche santiaguina, incluido el permanente acoso policial. La Fundación Margen realizó un estudio sobre el trato que reciben las trabajadoras sexuales en las calles de Santiago, donde el 56% de ellas declaró haber sido detenida al menos dos veces durante el último mes. Además, “el acceso al control de salud sexual para las compañeras migrantes no existe. Al estar indocumentadas, no tienen ese derecho como el resto de las mujeres que ejercen esta actividad”, afirma Herminda González, presidenta de la fundación.

UN CALDO DE CULTIVO
La “negra” o el “negro” se han vuelto palabras cotidianas entre chilenos para nombrar a los nuevos inmigrantes. La palabra puede ser peyorativa, pero a veces también un acto de reafirmación para quienes se sienten parte de una comunidad afrodescendiente. La socióloga María Emilia Tijoux lleva más de diez años investigando la inmigración latinoamericana en Chile y señala: “Algunos inmigrantes y activistas contra el racismo reivindican la palabra negro, poniéndola en su propio cuerpo e historia como un lugar que había sido siempre negado por los blancos. En el contexto latinoamericano, hay regiones donde la palabra representa el desprecio que pone a la persona en un lugar secundario, dominado por lo blanco. Versus otras personas que te dirán que los llames de ese modo porque ese color es un orgullo, una historia”.

En todo caso, los resultados preliminares de la investigación que dirige Tijoux dan cuenta de que en Chile hay una violencia más evidente contra el inmigrante afrocaribeño, haciendo visible el racismo de algunos grupos sin herramientas para comprender a esta población que habla y se comporta de un modo distinto. Un racismo del que hasta ahora se ha hablado con eufemismos: “Se suele decir discriminación, desigualdad o maltrato, todos conceptos que son parte del racismo. Porque en Chile el racismo se ejerce justamente con los inmigrantes que realizan trabajos precarios y a quienes no les queda otra que quedarse para poder sobrevivir”, recalca la investigadora.

La comuna de Quilicura, a las afueras de la capital, es reconocida hoy como una de las más “inclusivas” con los inmigrantes negros desde que una importante comunidad de haitianos reside en ella. El 10% de su población actual es afrodescendiente. Sin embargo, en el mes de abril en los paraderos de Quilicura se podía leer una declaración dirigida a los “Ciudadanos Chilenos de Raza Blanca”. Decía lo siguiente: “Nos hacemos presentes con nuestro malestar hacia los haitianos(as) q ni siquiera hablan español, practican el vudú (magia negra) sus mujeres viven para embarazarse y algunos hacen grupos en las esquinas como vagos, colombianos q practican prostitución y delincuencia”. Una declaración racista y anónima que expresa el testimonio de unos jóvenes chilenos: “somos Metaleros y Punks, somos Blancos(as), idealistas y combatientes, no hay espacio para extranjeros(as) y pérfidos(as), no lo olviden. La victoria está en el ataque”.

Rescatando la experiencia positiva, Eduardo Cardoza, integrante uruguayo del MAM, cuenta que en el caso de Quilicura se han empezado a reconocer valores en el otro a partir del hacer sociedad: “A los inmigrantes haitianos se los valora por lo ‘buena gente’, por cómo se apoyan, por lo unidos que son entre ellos”. Carroza plantea que Chile está a tiempo de empezar procesos de integración, pero no puede esperar mucho más “porque este es un caldo de cultivo para en un futuro desarrollar discriminación, asesinatos y tráfico de personas. Chile puede prevenir estos problemas”. Lo mismo advierte Tijoux, apuntando a medidas profundas: “Hay que entregar una educación cívica desde la infancia ante la llegada de personas que traen consigo otras culturas. El desafío es cómo aprendemos a enriquecernos con ellas, y para eso tenemos mucho por hacer en los barrios, los colegios y las instituciones”.

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