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Opinión

1 de Octubre de 2015

Editorial: La difícil paz del guerrillero

Difícil hablar de esta historia como de una novela movida por una fuerza ajena a sus personajes, pero mentiría si dijera que allí, conversando con los comandantes de las FARC, saboreé el veneno de la violencia. Estaban contentos, y creí percibir que más bien añoraban acabar con ella. Marulanda les había advertido que mientras más se prolongara la guerra, más difícil sería la paz, pero la guerra se había eternizado. Sus vidas peligrarían para siempre.

Patricio Fernández desde Cuba
Patricio Fernández desde Cuba
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EDITORIAL-614

El miércoles 23 de septiembre, a eso de las siete de la tarde, en el mismo salón de recepciones de El Laguito donde la embajada chilena en La Habana celebró las fiestas patrias este 18 con una cata de vinos y cientos de invitados, el presidente de Colombia Juan Manuel Santos estrechó su mano con el comandante Timoleón Jiménez –Timochenko-, mandamás de las FARC, el ejército guerrillero con que lleva batallando más de medio siglo el Estado colombiano. Hablan de sobre 200 mil muertos. Visto con los ojos de hoy, sencillamente una barbaridad. Según Timochenko: “en la guerra no nos echamos flores, hermano, nos echamos plomo”. Él entró a los 17 en la guerrilla y este abril cumplirá cuarenta años en el monte. Casi igual que Pastor Alape, otro de los comandantes miembro del Secretariado de las FARC. Ambos son hijos de la guerrilla: ahí estudiaron, ahí crecieron y ahí comenzaron a envejecer. No se incorporaron a una banda de criminales movida por ambiciones personales cuando eran adolescentes, sino a un movimiento de resistencia agraria, harto del abuso y la injusticia. Mayoritariamente campesinos comunistas.
En 1966, el cura Camilo Torres justificó su adhesión a la guerrilla diciendo que “las vías legales estaban agotadas”. Eran los años de la Revolución y su proyecto socialista. No tenían por qué mandar siempre los mismos. Como me dijo Pastor: “¡No jodan! Los oprimidos también se pueden encabronar”. Pero la historia siguió su curso sin hacerles caso, y devino la sobrevivencia de la guerra extraviada entre narcotraficantes y paramilitares, generales corruptos y políticos incendiarios como Uribe. Una guerra que a medida que avanzaba perdía su destino, hasta convertirse en un ejercicio de muerte. La culminación del absurdo fueron los “falsos positivos”: inocentes asesinados por los militares para cumplir metas de matanza. Y mientras estallaban bombas, raptaban gente y asaltaban cuarteles y comisarías, afuera de la selva caía la URSS, aparecía la internet, se desarrollaban los smartphones, y unos fanáticos religiosos se lanzaron a la conquista del Medio Oriente, violando y cortando la cabeza a todo quien los contradijera.
Difícil hablar de esta historia como de una novela movida por una fuerza ajena a sus personajes, pero mentiría si dijera que allí, conversando con los comandantes de las FARC, saboreé el veneno de la violencia. Estaban contentos, y creí percibir que más bien añoraban acabar con ella. Marulanda les había advertido que mientras más se prolongara la guerra, más difícil sería la paz, pero la guerra se había eternizado. Sus vidas peligrarían para siempre.
Timochenko me dijo, a propósito del Che Guevara, que de él admiraba la convicción. “La misma que tenemos nosotros”, agregó. Y volví a pensar en lo lejos que quedaba su mundo, del que había llegado recién ayer en un vuelo clandestino, porque de esta parte, quizás justamente por miedo a su violencia, hace años que no se habla de convicción. Escucharlo fue como regresar al tiempo del cinematógrafo. Ahora él no tenía dudas acerca de la necesidad de la paz. No podían, sin embargo, terminar esta guerra convertidos en simples delincuentes. “Resulta fácil juzgar, me dijo, tomando un whisky acá en La Habana, pero allá ves caer a tus compañeros y aldeas bombardeadas, y hay que echar plomo, pues”. Y expuso sus temores, habló de sus lecturas, de los errores y las incomprensiones, y de lo difícil que sería restablecer las confianzas, mientras otros de sus compañeros comandantes, ya cayendo la noche, empezaban a ponerse cariñosos con sus novias nuevas. Con la guerrilla, no solo termina un largo ciclo de mortandad, sino también el último rastro de una fe que tuvo muchos devotos en América Latina. Una fe que lo quiso todo y que hoy boga por la calma, mientras sus últimos sacerdotes hablan de justicia en la medida de lo posible.

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