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Opinión

8 de Octubre de 2015

Editorial: Agarró Papa

Personalmente, encuentro un poco ridículos a los papas. Los visten como si fueran muñecas de exposición, con polleras y enteritos, capas, flecos, sombreros y zapatines, aunque Francisco es reacio a chacotear con sus pies, y en ellos mantiene cierta informalidad. Los sacan al balcón para que muevan la mano, y tienen montones de fans que […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Personalmente, encuentro un poco ridículos a los papas. Los visten como si fueran muñecas de exposición, con polleras y enteritos, capas, flecos, sombreros y zapatines, aunque Francisco es reacio a chacotear con sus pies, y en ellos mantiene cierta informalidad. Los sacan al balcón para que muevan la mano, y tienen montones de fans que lloran al verlos hacer su gracia. Hay incluso quienes viajan desde lejos para admirarlos, y esperan bajo la lluvia que se asomen por el balcón, como si fueran pájaros de un reloj cucú. A este último Papa acabo de verlo en Cuba, en el Santuario a la Virgen de la Caridad del Cobre. Como había muy poca gente, pasó al lado mío mientras lo lucían en su papamóvil. Se necesita mucha personalidad para transportarse en un papamóvil. Oriente es más caluroso todavía que La Habana, y al menos yo, con bermudas y polera, estaba completamente sudado cuando lo vi sonreír desde su caja de exposición, revestido de pies a cabeza, apenas con el rostro y las manos descubiertas. ¡Y el hombre no sudaba! Apostaría que le echan cremas especiales, porque de lo contrario eso que vi fue un milagro. Las paletas con su imagen que le repartieron a la concurrencia, estaban pensadas para servir de abanicos. Hubo incluso un periodista gordo que se desmayó por la temperatura. Es verdad que sería más ridículo todavía que lo vistieran con minifaldas papales, pero al menos pudieron sacarle el gorro. Comenté a una mulata: “gracias a dios no le abrigaron las orejas”, y como ella estaba ahí por orden del Partido se tapó la boca para ocultar su carcajada. No fuera cosa que el compañero del CDR pensara que se estaba burlando del compañero Papa. A pesar de todo, cuando yo lo vi, el cura sonreía. No diría que “contento, señor, contento” como repetía el padre Hurtado, pero haciendo bien la pega. Mientras un Papa va en el papamóvil, tiene la obligación de sonreír. Cualquier otro gesto es leído por la feligresía como un despecho, o peor todavía, una condena. Pero esta vez, su risa era como la de un niño con reflujo al que le siguen metiendo cucharadas de papilla en la boca. Esta vez, las cucharadas eran los gritos de las mujeres que se pisoteaban para sacarle fotografías. Son pocas las veces que un Papa puede salirse de sí y mostrarse tal cual es: con su verdadero tono de voz, usando el slang de los amigotes, confesar sus preferencias políticas. Desde el momento que sale humo blanco, aquel que ha sido ungido se supone que renuncia a su personalidad. Por eso cuando pasando por sobre su atuendo, Jorge Mario Bergoglio habló de “zurdos” y “macana”, y mintió al decir que las acusaciones contra el obispo Barros –de encubridor de Karadima- “fueron de-sa-cre-di-ta-das por la corte judicial”, llamó tanto la atención. Fue como si de pronto la bailarina de una caja de música se tirara un flato, y los inocentes que la miraban embobados, se cubrieran la boca de asco al adivinar lo que la mona había comido antes de salir a escena.

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