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Cultura

23 de Octubre de 2015

Un chileno y un danés en el Museo de la Memoria

Carsten Jensen (63) es uno de los escritores más leídos y discutidos hoy en Dinamarca. Novelista celebrado, periodista polémico, llegará al país la próxima semana para participar en la FILSA, que este año tiene por invitados de honor a los países nórdicos. El 23 de octubre, entrevistado por Patricio Fernández, hablará sobre “Nosotros, los ahogados”, su monumental novela (“como las de antes”, dicen los críticos) que sigue a un pueblo de marineros daneses desde mediados del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial (y que solo en su país, donde viven cinco millones de personas, vendió 150 mil copias). Pero la relación de Jensen con Chile tiene antecedentes previos. En 2013 estuvo en Santiago, invitado esa vez a la FILBA, y en el contexto de los 40 años del Golpe visitó el Museo de la Memoria junto a Fernández. Una experiencia que, desde perspectivas bien distintas, sorprendió a ambos por igual, y que los motivó a escribir los relatos –hasta ahora inéditos– que hoy publicamos.

Patricio Fernández y Carsten Jensen
Patricio Fernández y Carsten Jensen
Por

museo de la memoria

IMAGINA A UN PUEBLO SIN MANOS

Por Carsten Jensen

Fui al Museo de la Memoria y habiendo estado ahí pude hablar acerca del fascismo, la brutalidad de los militares, la crueldad de los generales, el dolor de las víctimas y el vacío que queda en nuestras memorias por la partida de los muertos.

Sí, pude hablar sobre la dolorosa necesidad de recordar todas estas cosas, a pesar de saber que su memoria nos perseguirá en nuestras pesadillas. Pude hablar de cómo escuché las últimas palabras de Salvador Allende transmitidas por una estación de radio a punto de ser acallada para siempre. Y pude hablar de cómo esas palabras me hicieron llorar de emoción. Nunca había escuchado a alguien hablar con tal dignidad, calma, elocuencia y serenidad espiritual, sabiendo que estaría muerto en menos de una hora. Durante sus últimos minutos de vida, Salvador Allende miró fijamente a los ojos del monstruo, enseñándonos que siempre hay que mirarlo a los ojos si lo quieres vencer.
Por lo tanto, este museo también se podría llamar “Museo Mirando a los Ojos del Monstruo”. Pero no voy a hablar de eso. Voy a hablar de las manos.

Yo las vi, esas manos, en las fotos y documentales en el museo. Esas manos de los detenidos, los que fueron pateados, empujados y golpeados, forzados a arrodillarse semidesnudos en el piso, con sus manos siempre levantadas o en la nuca.

¿Qué significa cuando levantas las manos o las pones en la nuca?
Quieres demostrar que eres inofensivo. Que no te vas a defender. Que te has rendido. Por favor, déjame vivir.

Por favor.

Eso es lo único que están diciendo tus manos. Esa palabra de súplica.
Podrías ya no tener más manos, haber renunciado a tener manos. Eso significa tu gesto. Tú eres un hombre o mujer sin manos.

Eso fue lo que yo pude ver en el Museo de la Memoria. Un pueblo sin manos.
¿Para qué son las manos?

Para estrechar las manos de otros como señal de confianza. Para empuñarlas como signo de que estás listo para defenderte.

Las manos son para hablar. Las manos son para superar la soledad. Las manos son para tomar un martillo y construir una casa. O tomar un lápiz y empezar a escribir. Para preparar comida. Para guiar a tus hijos por la calle y por la vida. Para acariciar y dar alegría.
Sin manos sigues siendo un ser humano, pero humillado, un ser humano indefenso. No vas a construir nada, ni escribir nada, no vas a dejar nada ni vas a influir en el futuro.

Has levantado tus manos en el aire como señal de que les dejas tu destino a otros.
Imagina una gran cantidad de hombres sin manos. A pesar de ser muchos, no van a formar comunidad. No se pueden conectar entre sí. Están condenados a estar siempre arrancando, temblando de miedo.
Esta es la visión del fascismo. Esto es lo que el fascismo quiere. Un pueblo subyugado. Un pueblo sin manos.

Pero el Museo de la Memoria no es el “Museo de un Pueblo Sin Manos”. Es un museo de un pueblo que recordó para qué son las manos y que después de haber sido vencido se volvió a levantar y con sus manos recuperó lo que le habían robado. El derecho de las manos a tocar, a estrecharlas para convertirse en símbolos de confianza, a entrelazarse y crear nuevas comunidades y, mano a mano, detener el tráfico en las calles bailando y celebrando cuando finalmente se alcance la victoria y derrote el fascismo.

Esto es lo que vi en el Museo de la Memoria.
Hombres y mujeres con sus manos levantadas o en la nuca. Pero también los vi bajar sus manos y usarlas nuevamente como las herramientas que deben ser para crear el futuro de la nación.
Así que al visitar el Museo de la Memoria también visité el Museo Mirando al Monstruo a los Ojos. Visité el Museo Recordando Para Qué Son las Manos. Visité el Museo Vencer al Monstruo.
Gracias, pueblo de Chile. Por el ejemplo que le dieron al mundo y la lección que me enseñaron. Gracias.

LOS BARCOS HUNDIDOS

Por Patricio Fernández

El martes 1 de octubre a las 10.30 hrs me reuní con Carsten Jensen, escritor y periodista danés, para ir al Museo de la Memoria. Nos conocimos el día antes. Yo acababa de comenzar a leer su novela “Nosotros, los ahogados”. Puse el marcador al terminar el siguiente párrafo: “El consuelo de visitar una tumba, de llevar también a los niños y hablar con ellos de su padre ante la lápida que lo conmemoraba, de distraer la mente quitando las malas hierbas o tal vez sumirse en una conversación susurrante con el muerto que yace bajo tierra, nada de eso existe para las viudas de los hombres del mar. Una recibe un papel oficial donde se le notifica que el barco de cuya tripulación formaba parte, y del que tal vez era patrón y dueño, se ha hundido ‘con toda la tripulación’ (…) Después puede guardar ese papel en un cajón de la cómoda. Ése es todo el entierro que se da a los ahogados”.

Carsten tiene sesenta años, pero no los representa, como tampoco eso que acá entendemos por “un danés”. No es alto ni rubio. Según Gumucio podría ser salvadoreño. Es de sonrisa fácil, padre de una hija adolescente con la que hace poco fue a Beirut, columnista polémico, y uno de esos buenos viajeros, a los que nada les impresiona tanto, pero todo les interesa.

En el trayecto le expliqué que Chile vivía un momento particular, uno de esos en que el pasado se apodera de la contingencia. Ir al Museo de la Memoria, hoy por hoy es dirigirse al centro de la noticia. Una noticia bastante escabrosa, repleta de imágenes en blanco y negro, imágenes tristes de un país que conoció la barbarie. Hombres desfilando en calzoncillos con las manos en alto, mujeres que cuentan sus vejaciones, titulares de diarios que se burlaban de la verdad. La sensación es la misma que produce visitar un museo del Holocausto, más modesto, por cierto, pero igual de violento y en este caso, demasiado cercano. Con cualquiera de los personajes de ese museo, víctimas o victimarios, yo me pude cruzar alguna vez. Con varios, de hecho, sucedió. Es cierto que para los 40 años del Golpe la televisión se llenó de registros que impresionaron enormemente, pero algo sucede al interior de ese museo estatal, sin duda uno de los más imponentes en este país de pobres museos, que todas las escenas y restos de esa historia parecen envolverlo a uno. Yo quería recorrerlo con los ojos de Carsten. Intentar adivinar o entender qué era lo que él veía, qué conclusiones sacaba. Apenas al entrar, me contó que existía en Dinamarca un hospital para torturados, nacido, si entendí bien, como una forma de pagar las culpas tras la guerra contra Irak. “Allí, me dijo, se trató un personaje de Luis Sepúlveda”. La dictadura, es cierto, también ha servido para vender historias.

El asunto es que mi pretendida visita a través de una interpósita persona –Carsten– duró poco. Ya en la primera sala fui yo mismo capturado por la situación recreada. En una pantalla enorme, el bombardeo a La Moneda, gente tendida en el suelo con los brazos en la nuca y pequeños televisores con audífonos en los que pueden oírse testimonios impactantes de ese 11 de septiembre. Hasta el último discurso de Allende, mil veces leído y mil veces escuchado, consiguió emocionarme.
Quise excusar a Chile ante Carsten, explicándole atolondradamente que lo que veía no era normal acá, que esto había sido una anomalía, pero resulta que mientras lo intentaba me volvían a la cabeza las últimas declaraciones de Carlos Larraín, de Allamand, de Melero, intentando matizar las cosas y reivindicando, en la medida de lo posible, la dictadura de Pinochet. Entonces caí en la cuenta, no mental, no informativa, de que ese Chile estaba vivo. Que apenas una parte de él estaba literalmente muerto –los asesinados, por cierto, y también el mismísimo Pinochet–, pero que eran muchos, si no la mayoría, los que seguían circulando por esta provincia cada vez más longeva. Las ciudades han cambiado mucho. La gente se viste distinto. Desaparecieron las ojotas y los gamulanes, pero de los casi 30 mil torturados del Informe Valech, son una ínfima minoría los que han muerto. Los torturadores también están vivos, y los partidos de la derecha chilena acaban de dar un espectáculo al defender sus privilegios carcelarios. Nos hemos convencido, sin embargo, de que el horror vergonzante sucedió muchísimo tiempo atrás, cuando ninguno era el mismo.
Nada de esto se lo comenté a Carsten, pero fue mientras lo pensaba que me relató la historia de un periodista inglés al que los militares argentinos capturaron el año 1976, cuando derrocaron a Isabel Perón. Lo subieron violentamente a un auto del ejército y lo llevaron aterrado al aeropuerto, tanto que subió al avión con los pantalones chorreados de excremento, como los marinos de “Nosotros, los ahogados” en medio del bombardeo alemán: “Sabía que los muertos vaciaban los intestinos al morir, pero no imaginaba que también pudiera sucederles a los vivos. Se suponía que la guerra era el bautizo de la virilidad. Dejó de creerlo en el instante mismo en que notó algo viscoso deslizarse por sus muslos. Se sintió, a partes iguales, como un muerto y como un niño de pecho, pero pronto advirtió que no era el único. Un hedor como el del depósito de una letrina se expandía por la cubierta. No procedía sólo de los muertos. La mayoría de los combatientes tenía el trasero de su pantalón manchado”. Como sea, el periodista en cuestión fue invitado más tarde por los mismos que le habían hecho pasar esa humillación, y lo agasajaron de tal manera, que se olvidó de todo, me dijo Carsten.

Un dato de los muchos que recorren los muros del museo llamó mi atención de entendido en el tema. Jamás había reparado en que hubo 1132 locales a lo largo de Chile donde se torturó. En una pequeña sala oscura me senté junto a dos quinceañeras con jumper a escuchar los testimonios de mujeres que pasaron por ahí. “Sangraba por el ombligo, sangraba por los pezones, por la vagina, por la boca, las narices y los oídos”, contaba una. “Hasta que empiezas a aullar”, concluía otra. Las niñas estaban atónitas. Para ellas sí se trataba de una historia remota, aunque quizás intuyeran que no tanto, porque esas mujeres que hablaban bien podían haber sido sus madres.

La última sala del museo recuerda el triunfo del NO. Funciona como respiradero. Por su pantalla principal pasan eventos memorables: protestas callejeras, inmensas concentraciones, escenas publicitarias, la jornada de votación, el conteo y el día 6, cuando se vivió la fiesta más grande de que este país tenga recuerdo; no la más ruidosa ni la más zafada (cargábamos con 15 años de vigilancia permanente), pero sí la más sincera y conmovedora de todas. No puedo sino decirlo en primera persona: fue el día más feliz de mi vida. Mirando con Carsten esos registros, quería que fuera él quien mirara a través mío.

Hambrientos, avanzamos hacia la plaza Yungay. Entramos a la Fuente de Mardoqueo y pedimos dos lomitos enormes. Curioso usar un diminutivo para denominar esos sándwiches desproporcionados. Yo debía acompañar a Carsten en este recorrido por nuestra historia reciente, pero la verdad es que fue él quien, sin saberlo, me acompañó a mí. Más adelante le escribiré una carta, cuando termine de leer “Nosotros, los ahogados”. Me interesa mucho saber adónde fueron a parar sus muertes. En él parecen haber hallado un sosiego contagioso. “Ante la cómoda, la viuda puede rezar. Es la única sepultura que le está permitido visitar. Pero al menos tiene el papel, y con él una certeza, un punto final, aunque también un comienzo. La vida no es como los libros. Nunca hay un punto final”. ¿Será que según mi amigo Carsten los barcos hundidos nunca dejan de navegar?

“Nosotros, los ahogados”.
Entrevista a Carsten Jensen, por Patricio Fernández.
Viernes 23 de octubre, 19 hrs. / FILSA,
Estación Mapocho.

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