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Opinión

9 de Diciembre de 2015

Columna: ¿Para qué Filosofía?

La filosofía es una actividad humana, una de las tantas cosas que hacen hombres y mujeres, aunque no todos ni todas, desde luego, sino un número muy limitado de ellos. Una actividad rara y escasamente atractiva para quienes llegan a ese momento de la vida en que hay que elegir unos estudios superiores luego de […]

Agustín Squella
Agustín Squella
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MATTE

La filosofía es una actividad humana, una de las tantas cosas que hacen hombres y mujeres, aunque no todos ni todas, desde luego, sino un número muy limitado de ellos. Una actividad rara y escasamente atractiva para quienes llegan a ese momento de la vida en que hay que elegir unos estudios superiores luego de los cuales desempeñarse en algún trabajo remunerado. Aunque no faltan quienes sostienen que todos somos filósofos, de alguna manera o en ciertas ocasiones, puesto que todos nos hacemos preguntas filosóficas como cuál es el sentido de la vida o si debemos o no comportarnos fraternalmente unos con otros.

Rara la filosofía porque desde que comenzó a hacérsela bajo ese nombre, unos cinco siglos antes de nuestra era, no ha cesado de preguntarse a sí misma en qué consiste, cuál es su objeto, de qué asuntos debería ocuparse. Un sastre, un nadador, un cirujano, un futbolista, no se preguntan qué es la sastrería, la natación, la medicina o el fútbol. Simplemente hacen buenos trajes, nadan, entran cada día al pabellón de operaciones y mueven la pelota hacia el arco contrario. El caso es que buena parte de la obra de los filósofos está dedicada a explicar qué es lo que hacen cuando hacen filosofía. ¿Mala conciencia, tal vez, acerca de la utilidad social de su oficio y del escaso interés que despierta en los demás?

Rara la filosofía, asimismo, porque desde antiguo ha provocado reacciones tan intensas como contrapuestas de parte de quienes no son filósofos, de admiración unas, de indiferencia y hasta desprecio otras. Nuestro Jorge Millas ejemplificó muy bien esta paradoja: la antigüedad griega, que tanta honra concedió a la inteligencia, veneró a algunos de sus filósofos como criaturas semidivinas –Platón, por ejemplo– pero, a la vez, no vaciló en condenar a muerte al más íntegro de todos: Sócrates. A Millas debemos también esta otra pista: filosofar es poner en tensión la inteligencia y pensar hacia el límite de nuestras posibilidades. “Hacia”, remarcamos, no “hasta”, porque nadie, ni siquiera un filósofo, es capaz de pensar hasta el límite de sus posibilidades. Y “poner en tensión la inteligencia”, explicamos ahora, como cuando cogemos un delgado cable de acero que yacía fláccido en el suelo y lo estiramos con fuerza por ambos extremos y el cable se tensa, emite un leve ruido y hasta despide una chispa de luz. Eso, más o menos, es lo que pasa cuando alguien hace filosofía.

Predominan hoy las “filosofías de…”, o sea, las filosofías especializadas. Filosofías de la historia, de la ciencia, de la religión, del arte, de la política, del derecho. Actividades que consisten en pensar hacia el límite de nuestras posibilidades acerca de temas que interesan especialmente en cada uno de esos campos. Filosofía de la filosofía, incluso, para referirse a la parte de ella que se dedica a esclarecer qué es la filosofía.

Todas esas filosofías existen hace largo tiempo, de manera que historiadores, científicos, religiosos, políticos y juristas recurren a sus correspondientes filósofos sectoriales para comprender y plantear mejor los problemas que les preocupan y para aclarar los términos que emplean a propósito de ellos.

Por otra parte, la ética es hoy el capítulo más visible de la filosofía. Casi todos los filósofos contemporáneos se dedican a ella y se preguntan qué es el bien y qué debe hacerse para realizarlo –así, en general– y, además, qué es el bien en relación con determinadas actividades profesionales. Esto último es lo que explica que tengamos hoy una ética periodística, médica, judicial, deportiva, empresarial, política. A todos quienes se desenvuelven en esos campos les interesa cumplir la ley (o eso creemos al menos), pero también les preocupa, o debería preocuparles, ajustar sus conductas a buenas prácticas éticas.

Así como hay filosofías, hay también éticas sectoriales, y quienes las cultivan son una fuente de ayuda para colectivos que quieran identificar y regular mejor los desafíos morales de sus campos de trabajo. En consecuencia, la filosofía no está muerta, ni siquiera en Chile, donde hace rato se la sacó casi de los programas de enseñanza media o se la reemplazó por cursos de psicología o, peor aún, por cursitos de autoayuda. Del mismo modo, tampoco está muerta la ética, porque hay varios colectivos interesados en la ética de sus respectivos sectores, salvo que ese interés sea fingido y consista solo en una cortina de humo que tender sobre las despiadadas guerras que continúan librándose tras bambalinas.

Isaiah Berlin dijo de la filosofía, y con ella de la ética, que consiste en actuar a plena luz en vez de salvajemente en la oscuridad. Si nuestros empresarios y políticos quisieran hacer eso deberían prestar más atención a la filosofía, a la parte suya que ayuda a reflexionar sobre el bien y lo que es preciso hacer para realizarlo (ética), y a la aplicación que esa parte tiene en el mundo de la política y de los negocios (ética empresarial y ética política).

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