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Nacional

27 de Diciembre de 2015

La columna de Carlos Peña: “2015 fue el año de Dávalos”

"El lugar que él poseyó en el aparato del Estado fue el simple, y fortuito, fruto de una cuestión de parentesco. En otras palabras, fueron los afectos, buenos y malos, los que motivaron su presencia allí", no su talento ni desempeño, sostiene Peña, abandonado el principio fundamental de la sociedad moderna.

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peña

El influyente columnista de El Mercurio y rector de la Universidad Diego portales, Carlos Peña, dedicó su última columna del año al hijo de la Presidenta, Sebastián Dávalos. “El año 2015 comenzó con Dávalos y terminará con él”, en alusión al escándalo desatado por el caso Caval en febrero de este año y sus últimas declaraciones ante la fiscalía.

“Fue en febrero cuando se supo que él y su cónyuge emprendieron negocios vedados para cualquier hijo de vecino (pero disponibles para el hijo de la Presidenta) y es diciembre el mes en que (como si estuviera empeñado en que no se le olvidara) Sebastián Dávalos concurrió a la fiscalía para revelar que el caso Caval era parte de un complot para ocultar cosas peores (nada menos que el caso Soquimich que habría financiado la campaña de su madre, la Presidenta)”.

El columnista se pregunta qué podría explicar la errática conducta de Dávalos, además de la estupidez y un extraño complejo de Edipo, el rector cree que se sustenta en la difícil relación que existe entre los sentimientos y la política.

“En uno de sus textos, Max Weber enseña que la modernidad (con sus frutos de eficiencia y de bienestar, pero también de cierta frialdad) comenzó cuando la familia se separó de la fábrica o, en otras palabras, cuando la espontaneidad de las relaciones afectivas, indispensables para la autoafirmación del yo, se puso aparte de la racionalidad instrumental que era necesaria para producir. Este rasgo de lo moderno se encuentra también en la educación. Todas las sociedades educan a sus hijos, pero solo en la modernidad se les saca tempranamente del hogar para, así, separar la incondicionalidad del amor (que es propia, en principio, de la familia) de la medición del desempeño y del esfuerzo (que es propia de la escuela y del mercado). Mientras en la familia los niños valen por lo que son, en la escuela, por lo que hacen. El mismo fenómeno se encuentra en la política moderna: mientras en las sociedades tradicionales el liderazgo es hereditario (se hereda por la sangre o por la costumbre), en las sociedades modernas está entregado a la competencia (y se gana en la refriega del proceso político). Mientras en las sociedades tradicionales el poder es un asunto de linaje, en las sociedades modernas es una cuestión de individualidad”. Según Peña, este principio fundamental de las sociedad modernas en el caso de Dávalos fue abandonado, porque su puesto en La Moneda nada tenía que ver con su desempeño o talento: “El lugar que él poseyó en el aparato del Estado fue el simple, y fortuito, fruto de una cuestión de parentesco. En otras palabras, fueron los afectos, buenos y malos, los que motivaron su presencia allí”.

Luego Peña argumenta que el vínculo entre Dávalos y la Presidenta “fundado en el amor filial hasta expresarse en una posición de poder, no es muy distinto al vínculo que inicialmente trazó la Mandataria entre ella y el público: un amor de transferencia que también culminó en una posición de poder”.

“Una de las características del liderazgo de la Presidenta —se ha subrayado infinidad de veces— fue su capacidad para establecer intimidad a distancia, esa notable habilidad para trazar vínculos, a veces casi maternales, con las audiencias y con las personas. Es como si ella hubiera tenido la capacidad de expandir su subjetividad hasta rozar con ella a quienes no la conocen. Pero, como es obvio, ese rasgo de la Presidenta era simplemente transferencial: las audiencias veían y proyectaban en ella lo que anhelaban. Lo que se vio en el segundo semestre fue la ruptura de ese lazo transferencial y el permanente esfuerzo de la Presidenta por reconstituirlo”, concluye.

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