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Cultura

4 de Marzo de 2016

Columna: La patria de todos

"Este volumen, por cierto nada desdeñable, chileniza a Casas, lo pone al lado de los proyectos de autoficción que tanto ruido y polémicas generan en esa casita chiquitita llena de fantasmas que llamamos literatura chilena".

Tal Pinto
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Si, como dijera Rilke, “la verdadera patria del hombre es la infancia”, la patria de los argentinos, tal como la versionan sus escritores, está irremisiblemente ligada a un lugar. Para el narrador y poeta Fabián Casas, la infancia es una casa grande en el barrio de Boedo, y está presente, de una manera u otra, en sus crónicas, cuentos y poemas. En Argentina lo llaman el poeta de Boedo. Junto a Viggo Mortensen y Marcelo Tinelli conforman quizás el trío de hinchas más desparejos de un equipo de fútbol, en este caso San Lorenzo de Almagro.

“Familias. La vuelta del salmón” es una selección de crónicas y poemas de Casas que, como avisa el título, merodean los territorios de la familia. “Tratando de sepultar la narración de nuestros padres / se va la adolescencia. / Después pagamos para que la recopilen / y nos digan que podemos ser mejores. […] La dicha se engendra / en el corazón de lo trivial”. La mirada de Casas, particularmente en su poesía, tiende a concentrarse en la inevitabilidad de la familia (“Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”) como fuente de ansiedad. En “Veteranos del pánico”, crónica que abre este volumen, dice Casas respecto de su (¿tardía?) paternidad: “Yo era el astronauta de una nave hecha con papel de calcar”; más adelante, en otra crónica, se enoja con su hija por algo trivial (un gesto que parece arbitrario y pequeño, pero que todo quien tenga hijos sabrá identificar como recurrente y origen de incesantes frustraciones), la deja y se marcha a ver una película de acción en la cual, oh simetría, el héroe advierte a una abogada que su padre puede ser un traidor. Que todo lo que se pudra forme una familia, también es una manera de decir que la inclemencia trágica de la pudrición necesita de otros para frenar, suspender en algo el camino que conduce a la muerte.

En sus crónicas, Casas no tiene problemas para combinar a Wittgenstein con el Beto Márcico, el rock con Borges o las anécdotas familiares con la política argentina. Una de las debilidades de esta selección es su unidad temática; concentrada en la familia, pierde uno de los atractivos mayores de Casas: su variedad, su agilidad para poner distintos temas a dialogar en una sobremesa tapada de migas de pan y cubierta de whisky. Ordenado así, este volumen, por cierto nada desdeñable, chileniza a Casas, lo pone al lado de los proyectos de autoficción que tanto ruido y polémicas generan en esa casita chiquitita llena de fantasmas que llamamos literatura chilena.

Casas ha tenido una trayectoria particular en Argentina. Hasta la publicación de “Ensayos Bonsai”, su obra generaba cierta resistencia en círculos más teóricos de la literatura. Casas, campechano, sin un pelo de tonto, visualiza la futura literatura argentina como un bar en el que todos pueden empinar el codo, sin que existan barreras de admisión. Quizás por eso diga no tener imaginación (un tópico de sus ensayos, pero también de sus entrevistas), quizás por eso vuelva sobre su barrio y su familia, lo cercano, pero también lo neurótico y sexual, porque en esa verdadera patria todos podemos intentar ser iguales.

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