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Opinión

9 de Marzo de 2016

Columna: Trump, los zorrones y los insoportables

El facho pobre se identifica con la moral zorrona, esa que es tributo a lo fálico, en sus diversas metáforas de la aspiración a tenerlo más grande que los demás: los músculos, el dinero, el bling bling, las armas, los culos prominentes, el femenino carne, el masculino bruto, la violencia.

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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trump EFE 1
Lo que partió como una broma, hoy tiene a muchos de cabeza preguntándose cómo puede ser que Donald Trump –ese personaje que representa una sombra abyecta de los valores de las democracias posmodernas– pueda ser hoy una alternativa en serio a la presidencia de Estados Unidos.

Se dice que la masa de sus votantes estaría entre las capas bajas de blancos poco educados, algo así como lo que acá llamamos el facho pobre: ese sujeto que no pasa por “marginal” pero que es la víctima eterna de la falta de oportunidades, a la vez que da oportunidades a todos de hacer chistes con él. Porque ellos –para irritación de la izquierda que los quiere emancipar– no están a favor de los discursos de inclusión ni de distribución de la riqueza. La verdad es que Piketty, el hipsterismo, rescatar perros o escribir con arrobas para no discriminar género les importa una raja. Por el contrario, el facho pobre es facho porque encuentra lugar en los fundamentalismos morales que le permiten sostener algún orgullo –anacrónico y violento– frente a su eterna humillación.

Hannah Arendt hacía notar que los partidos fascistas y comunistas, en los años treinta, reclutaron a esa masa que era considerada estúpida y era excluida del juego político. La principal característica de esa masa, decía Arendt, lejos de ser “la brutalidad y el retraso, es el aislamiento y la exclusión de las relaciones sociales”. De ahí que quien ofrezca un espacio discursivo para identificarse, un destino que haga algún sentido por más incorrecto que sea, les brinda al menos una manera de encontrar un nombre con el cual afirmarse en el mundo.

En la psicología individual ocurre algo similar. Aquella parte de uno que no encuentra lugar en el bien decir sobre uno mismo, retorna de la peor manera: en una crisis, en un dar jugo enérgico, en la violencia. Porque eso que no encuentra espacio mental para ser nombrado y conducido hacia las ideas, se transforma en un exceso que sólo encuentra descarga en el odio hacia algún chivo expiatorio. Como la obsesión con los infieles de esos fachos pobres llamados ISIS, o los crímenes de odio de este lado del mundo.

El facho pobre se identifica con la moral zorrona, esa que es tributo a lo fálico, en sus diversas metáforas de la aspiración a tenerlo más grande que los demás: los músculos, el dinero, el bling bling, las armas, los culos prominentes, el femenino carne, el masculino bruto, la violencia. Se trata de una experiencia donde debe haber exceso y cubrir cualquier carencia y debilidad, por eso escasea el pensamiento –que requiere siempre de la experiencia de la falta– y abunda la agresión. El zorrón integrado no tiene problema: libre de carencias, puede revolcarse en la obscenidad de lo banal. Pero el zorrón pobre queda hundido en la miseria simbólica, sin poder tramitar sus propios excesos.

Sin embargo, si el pobre encuentra un sentido en lo facho, ¿será también porque no halla lugar para él en la moral de la élite de izquierda, justamente esa que culpa de todo al poderoso y al modelo económico? No sería tan raro que, detrás de esos discursos de lucha social, perciban más bien a sujetos que de todos modos –en tanto integrados– transan con las demandas de las corporaciones. Porque el activista sí se permite ser parte de los beneficios del consumo y del poder –por supuesto, para luchar por la igualdad– pero hace una mueca de desprecio si sus pobres andan escuchando reggaetón o comprándose zapatillas caras. Espera que su pueblo se parezca más a Violeta Parra o Evo Morales que a Daddy Yankee o Luli Love. Y posiblemente, todos esos esfuerzos asociados a la moral de lo políticamente correcto que a los integrados nos benefician –inclusión de los inmigrantes, no discriminación de género, ecologismo, buena alimentación– a otros les llegue como una imposición hipócrita. Se les pide asepsia moral al mismo tiempo que están siendo despreciados y marginados.

La sombra de esta contradicción parece ir creciendo en la medida que las élites de la izquierda traducen sus proyectos de liberación en pautas de corrección moral cada vez más estrictas. Lo cual genera que muchos de sus filas se autocensuren para no ser acusados de xenófobos, de regalonas del patriarcado, fachos o cualquier otro calificativo deshonroso. Ser un digno representante de la causa parece un desafío cada día más expuesto a normas y segregaciones. Es tiempo de reconocer que se está instalando un discurso insoportable.

Los que sentimos afinidad con esas ideas oscilamos entre el temor y el asomo a una posible discusión, pero suele ganar la autocensura. Mientras que los excluidos de siempre –parte de ese pueblo en cuyo beneficio, se supone, estamos discutiendo– parece que quieren tomar revancha. Chris Hedges lo planteó en su columna: parece que la venganza de las clases bajas hacia la élite progresista que les impone valores pero los abandona, ha alimentado el levantamiento del fascismo apoyando a Trump.

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