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Opinión

8 de Abril de 2016

Jacques Chonchol, el “Atila” de la reforma agraria: “Las desigualdades no se van a resolver con la educación en no sé cuántos años plazo”

Acaba de cumplir 90 años, que ha vivido entre dos obsesiones: la agricultura y la política. En 1959, siendo militante DC, partió a Cuba para asesorar a la Revolución en su reforma agraria. En 1970, ya en el MAPU (del que fue precandidato presidencial), Allende lo nombró ministro de Agricultura y Chonchol fue el cuco de los latifundios, tanto que una acusación constitucional forzó su salida a fines del 72. Tras el Golpe, se asiló por nueve meses en la embajada de Venezuela y finalmente partió a su exilio en Francia. En esta entrevista recuerda los momentos álgidos de la reforma agraria, conversaciones con Allende y Miguel Enríquez, las revueltas mapuches y los regalos de la dictadura a las forestales. También explica por qué, tras su regreso, no quiso reintegrarse a una vida política que –tal como el Estado chileno– le parece un pálido reflejo de lo que fue.

Diego Milos y Jaime Navarrete
Diego Milos y Jaime Navarrete
Por
jacques Chonchol

Antes de liderar la reforma agraria de Allende, usted ya había trabajado en la de Frei Montalva. ¿Cómo se encontraron en su vida la agricultura con la política?
–Yo entré a estudiar Agronomía a la Universidad de Chile el año 1942 o 1943. Todavía no militaba, pero ya tenía una orientación hacia las ideas cristianas, y luego las lecturas de Jacques Maritain me determinaron mucho. Entonces me integré a la Juventud de la Falange Nacional, que sacaba una revista que se llamaba “Política y Espíritu”. Ahí entré a militar. Y de repente empezaron a destacarse algunos líderes, que eran cabros cuando fundaron la Falange el año 35: Frei, Tomic, Leighton. También Jorge Rogers, que fue el artífice del “voto único”, porque hasta ese momento en Chile se votaba con votos que distribuían los partidos. Era la manipulación electoral más terrible… Recuerdo que en el campo subían a los inquilinos a los camiones y les entregaban el voto para que lo marcaran y fueran a depositarlo. Hasta que Rogers planteó que el voto lo diera el Estado, y con eso la gente empezó a votar más libre. Y bueno, el año 57 pasamos de la Falange a la DC y cuando Frei llegó al poder en el 64, me nombró Vicepresidente Ejecutivo de INDAP, así que trabajé bastante en la reforma agraria.

También había cumplido misiones parecidas en varios países, trabajando en organismos internacionales como la FAO y otros. Le tocó ir a la Cuba de Fidel.
–Sí. Cuando triunfó la Revolución, los cubanos le pidieron ayuda a la CEPAL para poder armar el Ministerio de Agricultura y me nombraron experto agrícola en esa misión. Estuve ahí del 59 al 62, fue una época muy bonita. Era el Instituto Nacional de Reforma Agraria, y ahí trabajaban Fidel y el Che. Era muy interesante, y bien distinto a lo que enfrentamos acá.

¿Por qué tan distinto?
–Porque los cubanos no tenían esa cosa aristocrática de los viejos terratenientes chilenos, no había ese “amarre” tradicional a la tierra. Muchos latifundistas eran de reciente generación, y tenían menos resistencia a la reforma. Para ellos era solo un negocio, así que dijeron “se acabó el negocio y nos vamos”. En cambio en este país, toda la zona que va desde La Serena hasta el Biobío se creó con el latifundio, a través del sistema de encomiendas y repartimientos. La aristocracia que surgió de eso tenía una serie de ventajas: la tierra casi no pagaba impuestos, se valorizaba constantemente y era la mejor garantía para cualquier préstamo bancario. Además les daba un enorme poder político, porque acarreaban a todo el campesinado a las votaciones. Todo eso se rompe con Frei y con Allende.

¿Se enojaron mucho con usted los terratenientes?
–Buuu, pa qué decir… ¡Me llamaban el Atila! Yo tenía un alto de recortes así de grande con artículos que despotricaban contra mí. Para ellos era el fin del mundo. Pero curiosamente, con la contrarreforma de Pinochet ese viejo latifundio no volvió a aparecer. Apareció una nueva agricultura capitalista, mucho más eficiente y productiva, aunque la asimetría entre los propietarios de la tierra y los campesinos no ha mejorado mucho.

En todo caso, se habla de Frei y Allende, pero primero vino la reforma agraria de Alessandri.
–Sí, la del 62. No tuvo mucho impacto, por eso se la llamó la “reforma del macetero”, pero fue muy útil para lo que vino después.

¿Por qué?
–Porque hasta ese momento todos decían que la reforma agraria era una cosa de comunistas para crear el desorden. Pero resulta que la primera la sacó un gobierno de derecha, bajo presión de Estados Unidos que quería evitar una “nueva Cuba” en la región. Eso implicó una reforma constitucional para poder pagar la tierra a 15 años plazo y no al contado, lo cual nos permitió, en la reforma de Frei del 67, declarar expropiable a todo predio de riego básico mayor a las 80 hectáreas. Si el propietario explotaba bien la tierra, se le dejaba una “reserva” de hasta 80 hectáreas y se le expropiaba el excedente. Si era mal propietario, se le expropiaba todo y se le pagaba con bonos a plazo y al valor de tasación fiscal, lo que era un escándalo, porque el valor comercial era 10 veces mayor. Por eso el gobierno de Alessandri fue muy útil.

LA REFORMA DE ALLENDE Y LOS MAPUCHES

Una fuente constante de conflicto en la implementación de la reforma fueron las tomas de fundos. ¿Cómo lidió con ese problema?
–Fue complejo porque hubo muchas razones de tomas. Por ejemplo, hubo tomas muy conflictivas por parte de campesinos que se oponían a que el propietario se quedara con el ganado y la maquinaria, como contemplaba le ley; hubo tomas porque consideraban que lo que les quedaba a los campesinos era poco; hubo tomas para que se agilizara el proceso; hubo tomas porque los inquilinos de los predios expropiados tenían preferencia y entonces los afuerinos o medieros reclamaban su derecho a la tierra… Y otro caso muy significativo fueron las tomas de tierras mapuches usurpadas, en Arauco, Malleco, Cautín…

De hecho, el gobierno de Allende trasladó varios ministerios a regiones y al suyo le tocó la Araucanía.
–Justamente, para enfrentar el problema que había en esas provincias. Lo que pasa es que en la famosa Pacificación de la Araucanía, a fines del siglo XIX, a los mapuches les quitaron las tierras y les devolvieron un 10% en reducciones. El resto lo sacaron a remate para colonos extranjeros y para sus vecinos chilenos, que además los engañaron con abogados, con corridas de cerco, con lo que fuera. Entonces había una vieja reivindicación de restitución de tierras usurpadas, y de eso se aprovechó el MIR, con la campaña “Arauco vuelve a la lucha”, que empujó una serie de tomas desde el gobierno de Frei. Así que cuando Allende llegó al poder había una situación muy difícil. Fuimos juntos al estadio de Temuco y las comunidades mapuches nos exigieron restituir las tierras usurpadas, y hasta propusieron un proyecto de ley. Ahí Allende me dijo: “La única solución para disminuir esta presión es que te traslades con el Ministerio de Agricultura a Temuco y te dediques a expropiar una serie de fundos. Si hay tierra usurpada, lo primero es devolvérsela a los mapuches”. Eso permitió que, durante el primer trimestre de 1971, devolviéramos unas 150 mil hectáreas, aplicando la ley de reforma agraria a grandes predios.

No deja de ser…
–Sí. Eso calmó un poco a los mapuches, pero no totalmente. Porque muchas veces las tierras usurpadas se habían dividido entre los herederos, y como ya no eran grandes predios, no podíamos expropiarlos en el marco de la ley. Tampoco queríamos darle armas a la derecha para decir que la reforma agraria quería acabar con todo. Pero los mapuches no hacían esa distinción sobre el actual propietario, para ellos eran de todas formas tierras usurpadas. Hubo casos insolubles. Además apareció el MIR, que nos creó una serie de problemas. Yo me acuerdo que una noche, en Temuco, tuve una larga conversación con Miguel Enríquez.

¿Qué conversaron?
–Yo le dije: “Esta campaña de que ‘Arauco vuelve a la lucha’, mira, si son grandes predios, adelante, pero si son pequeños, no”. Fue una conversación de tres horas. Y me encontró razón, pero siguió igual. Él estaba en su propia lógica.

¿Hubo tensiones entre campesinos mapuches y no mapuches?
–Sí, porque la ley de reforma agraria no dijo nada sobre los mapuches, eran igual de campesinos que los no-mapuches, entonces no podíamos diferenciar sus derechos sobre una tierra expropiada. Fue uno de los errores que intentamos corregir después: la ley no se hizo cargo de este problema terrible del que hoy se está tomando conciencia.

¿Y qué pasó después con las tierras que la reforma les restituyó?
–La dictadura se las quitó de vuelta. Las sacaron a remate y las compañías forestales las compraron a precio de huevo. Más encima la dictadura les dio a esas empresas una serie de subvenciones de riego, lo que fue dejando a las comunidades mapuches vecinas cada vez más arrinconadas, porque las grandes forestales se chupan toda el agua. Antes no se podía hacer plantaciones forestales en tierras agrícolas. De ahí viene el gran negocio forestal y el gran empobrecimiento de los mapuches. Muchos de los conflictos que existen hoy día son el resultado de esto que hizo la dictadura de volver a quitarles las tierras. Los gobiernos de la Concertación sacaron una ley y un organismo que puede comprar tierras, pero no expropiar. Este problema no se va a solucionar mientras el gobierno de turno no le ponga coto a las compañías forestales.

A propósito de tierras agrícolas, ¿le preocupa el cambio climático?
–Sí, mucho. Acá tengo el último libro de la Naomi Klein, “Esto tiene que cambiar”. Es muy bueno.

¿Y cómo ve la cosa?
–Serio, muy serio. En Chile tenemos 75 millones de hectáreas. La parte útil para la agricultura es menos del 10%, porque lo demás son desiertos, ventisqueros, glaciares, cerros, etc. Y buena parte se está viendo afectada por la sequía, por el clima y por un problema del que no se habla: las parcelas de agrado. Los países con poca tierra agrícola la protegen, y aquí vino la moda de convertir en “parcelas weekend” las mejores tierras alrededor de las ciudades. ¡Hemos perdido buenas tierras en esto y nadie pone coto! A este paso, en diez o veinte años nos vamos a quedar sin tierra agrícola.

PAÍS SIN PROYECTO

Después de haber sido un protagonista de la política en los años 60 y 70, usted vuelve a Chile el año 94, pero sin militancia…
–No quise volver a la política porque no me entusiasmaba ninguna de las alternativas que había. Si bien la Concertación restableció las libertades públicas y terminó con las brutalidades de la dictadura, no modificó la Constitución de 1980 –salvo un poco en el gobierno de Lagos– ni salió de la política neoliberal de la dictadura. Por ejemplo, los líderes sindicales hoy día no tienen derecho a ser políticos.
Eso decía ayer Iván Fuentes en la tele. O sea, los líderes sociales ya no pueden representar al pueblo. Es cierto que entremedio vino la globalización y en el mundo hubo ideas que cambiaron, pero lo que decían cuando eran opositores a la dictadura fue muy distinto a lo que hicieron después. De eso no hay duda.

Usted tampoco participó en los procesos de la “renovación socialista”. ¿Se considera hoy un socialista?
–Absolutamente. Creo que el Estado tiene un rol fundamental. Los países no pueden vivir “al día” en función de los que tienen los capitales privados. Hay que tener un proyecto para el país, con visión de futuro. Por ejemplo, una idea que tuvimos nosotros era que Chile tenía que especializarse en una agricultura de exportación al hemisferio norte en invierno. Era una idea que se venía desarrollando en la CORFO, y que curiosamente fue retomada por la agricultura que vino después de la dictadura. Otra idea fundamental era que el país no puede vivir sin tener una industria potente. De hecho, una de las razones para hacer la reforma agraria era dotar a los campesinos de un mínimo poder de consumo, para que esa industria local tuviera un mercado interno.

Esa convicción de muchos actores de la UP para proponer un rumbo se ve poco en los políticos actuales. ¿Qué pasó con la política chilena?
–Creo que el error fue aceptar esto de que la actividad privada va a resolver todos los problemas, y que el camino era abrir todas las puertas para que la gente se enriquezca. Las desigualdades sociales no se van a resolver a través de la educación en no sé cuántos años plazo. Y creer que un país solo se puede desarrollar con inversión extranjera es una renuncia a la autonomía nacional que yo no acepto. Porque puede funcionar muy bien en una coyuntura internacional favorable, pero es un desastre a largo plazo. Nosotros centramos todo en el precio del cobre, y ahora resulta que los chinos ya no nos compran tanto cobre… y ahí quedamos. Estamos en un problema muy serio. El Estado, que tenía un rol muy importante en la planificación y en la corrección de las desigualdades, quedó muy disminuido. Está muy lejos de ser lo que fue.

¿Cómo compararía a los políticos de antes con los actuales?
–Mire, yo tenía una serie de amigos en esa época de la Falange. Nos separamos políticamente, pero seguimos siendo amigos durante sesenta años. Cuando yo comparo la vocación de esa gente, uno se da cuenta que se comprometía con todo. Los partidos no tenían políticos profesionales, éramos todos militantes que trabajábamos para todos lados. No había estas campañas en las que se destina enorme plata a la propaganda, o en que todo se hace por internet. Lo que había era una movilización social, éramos los militantes los que íbamos para allá y para acá. El puerta a puerta era fundamental. Todavía subsistió eso al final de la dictadura y al comienzo de la democracia.

Siendo usted un falangista de viejo cuño, ¿por qué se izquierdizó y se fue al MAPU?
–En el 68 tuvimos una crisis en la DC, porque se terminaba el gobierno de Frei y empezamos a discutir qué hacer para adelante. Había que profundizar la Revolución en Libertad y algunos éramos partidarios de buscar una alianza con el PC y el PS, porque veíamos que la DC por sí sola ya no tenía fuerza para llevar una política de transformaciones. Otros decían que la DC tenía que seguir sola, con su propio candidato. Ahí fue cuando nos salimos y formamos el MAPU, que no pretendía ser un partido sino un movimiento para negociar con los partidos de izquierda. De manera que el año 70 entramos a la UP y ahí cada uno propuso un candidato: los comunistas a Pablo Neruda, la Izquierda Radical a Alberto Baltra, la Acción Popular Independiente a Rafael Tarud y el MAPU me propuso a mí. Y claro, el PS propuso a Allende, que era el que tenía más trayectoria política.

¿Cómo fue competir con Neruda y Allende?
–Todo el mundo sabía que la candidatura de Neruda era poética, por tener alguna figura, y yo sabía que la mía no tenía peso dentro de la coalición. De hecho, cuando empezaron las negociaciones, el primero que retiró la candidatura fue el MAPU. Y al final Allende, por su peso político, pareció ser el candidato natural de la izquierda. Lo curioso es que el candidato propio que llevó la DC, Radomiro Tomic, también había sido partidario de buscar alianzas con la izquierda.

Otro de los DC que se fueron a fundar al MAPU, y que fue muy querido por sectores de izquierda, era Rodrigo Ambrosio, fallecido en 1972.
¿Qué recuerdos tiene de él?

–Yo lo conocí mucho cuando era un joven estudiante. Él estaba pololeando con la Marta Harnecker y venían a mi casa. Después volvió de Europa muy influenciado por Althusser y se puso muy marxista, así que en el MAPU nos separamos. Había un grupo que quería un partido marxista-leninista de nuevo tipo, porque los demás estaban “gastados”, y otros que queríamos un partido de inspiración cristiana. Entonces llegó un momento en que no nos entendimos y dijimos “quédense ustedes con el MAPU, nosotros nos vamos a la Izquierda Cristiana”. Allende incluso estaba de acuerdo. “Yo ya tengo suficientes partidos marxistas”, decía.

Pero a usted le tocó expropiar los medios de producción, aspiración marxista por definición. De hecho, un editorial que pillamos del diario El Austral [1971] decía que usted “es para la propiedad privada lo mismo que el tigre de la jungla para la fugitiva y asustada gacela. Desde que se le designó como Ministro de Agricultura los propietarios de tierras en cultivo perdieron toda esperanza de trabajar tranquilamente. El señor Chonchol, en cuanto a filosofía política, es marxista-leninista”. Por ahí también le decían “el Robespierre” del campo chileno.
–Me dijeron cosas peores. Era el precio que había que pagar por lo que estábamos haciendo. Pero no era algo solamente marxista, es del cristianismo muy antiguo. Es cosa de ver a los padres de la Iglesia, cuando condenaban la propiedad. Hay una vieja tradición del cristianismo social, que se radicalizó cada vez más y que durante el gobierno de Allende se llamó “Cristianos por el Socialismo”. Muchos eran curas que querían acabar con la propiedad privada y con otra serie de cosas en nombre del cristianismo, no del marxismo.

¿Y cómo ve hoy a la DC?
–La DC era mucho más de izquierda de lo que es ahora. En la época de Frei, la DC hizo la reforma agraria, pero también sacó la Ley de Sindicalización Campesina, que era una política de organización popular: bastaba que cien campesinos en una comuna se pusieran de acuerdo, iba el Inspector del Trabajo y constituían un sindicato. Eso les daba un enorme poder de negociación. Llegaron a sindicalizarse como 300 mil campesinos. Eso lo barrió la dictadura, y cuando volvieron los gobiernos de la Concertación, se olvidaron de ello.

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