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Opinión

26 de Mayo de 2016

Editorial: Viaje al sur

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

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El martes 17 de mayo, a eso de las 21 hrs., en la comunidad mapuche de Alhuelemu, 7 km hacia la cordillera desde la Panamericana Sur y a poco más de 10 km de Mulchén, Daniel Avendaño (31) le prendió fuego a su casa de 50m2 (cuando mucho), con su esposa Milena Alejandra Ñanco Payllacán y su hijita adentro. Yo llegué hasta el lugar el viernes al mediodía. La noche anterior había participado de unas “tertulias culturales” organizadas por la Municipalidad de Mulchén y de regreso al aeropuerto de Temuco le pedí a Milena (tocaya de la agredida) que me llevara a ver el sitio del suceso. Iba en el asiento delantero de la camioneta del municipio junto a Félix, su chofer, y en la corrida de atrás, Milena –la organizadora de las tertulias– y el pastor protestante Heber Nahuelpán.
Para llegar a la comunidad de Alhuelemu es necesario atravesar unos bosques con eucaliptus de todas las edades y manchones incendiados cada tanto. El camino es una huella serpenteante desde la que se divisan las casuchas mapuches entre los troncos. Hay un templo metodista de color celeste y más allá un colegio y una posta. A continuación, el llano con la casa quemada, junto a otra mucho más grande de muros chuecos. Un perro y dos gallinas recorrían los restos tibios del siniestro –un pedazo de tierra negra con una cocina, una lavadora tubular, una motosierra y un triciclo calcinados–, cuando desde la parte alta de la loma, donde dormía un cerdo inmenso, vimos venir a un viejo que cojeaba. Le preguntamos si estarían por ahí los padres de Milena Alejandra, y nos dijo que no, que habían llevado a la niña chica a Los Ángeles “para hacerle unos remedios, porque quedó con un ojo chiquito después del incendio”, y en voz baja agregó: “Yo soy el padre de su marido, el que quemó la casa”.
Luis Avendaño Zapata (80), el padre de Daniel, se apoyó en la cerca. Usaba jockey, parka sin mangas, y sostenía en la mano un par de guantes de faena. “Fue la niñita la que me avisó que se estaba quemando la casa, pero cuando llegué ya estaba todo abarcao. En 10 minutos no quedaba nada”. Hablaba sin énfasis. “Así no más es la cosa”, repetía cada tanto, como quien acude a la resignación en busca de socorro. “Lo hizo por celos. Le puso fuego a las camas. Yo estaba dormido allá arriba (indica su choza a cuarenta pasos de ahí, delante de la cual reposa el chancho gigante) cuando me fue a buscar mi nieta. No era mal genio el cabro. Hace tiempo ya que estaban peleando por otro gallo que andaba a la vuelta de ella. Y es primo, todavía”. Ahí agachó la cabeza y lloró en silencio, con un brinco de ahogo solamente. Cerró y abrió los ojos, y continuó con ese mismo tono inalterable de los sin esperanza ni desesperación: “Con lo que le había costado al cabro comprar todo esto. Él se iba en bicicleta hasta el alto y de ahí hacía dedo pa que lo llevaran los camiones a la forestal (Mininco). Lo más malo que hizo fue que trancó la puerta por dentro. (Agacha la cabeza y la mueve lento) Nosotros no pudimos abrir para sacar nada. Ni la moto siquiera. Él salió por la ventana (la misma por la que a continuación alcanzaron a escapar su esposa y su hija) y ahí ya no lo vio nadie, porque se metió pal bosque. Y en la noche se pierden las personas. Ayer me llamó y me contó que se había entregado a los carabineros para no tener más problemas”.
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Don Luis Avendaño vivía ahí, en una casa que difícilmente se mantenía en pie, instalada en un pedazo del terreno del viejo Ñanco, el padre de la agredida. “El viejito de ellos es el que me arrienda a mí. Debe tener cien años ya. No puede ni andar. Da pasos muy cortitos”, me dijo, y cuando le pregunté cómo estaba la relación después del desastre, me contestó: “Con ellos ningún problema, nada. Se portan harto bien conmigo… A la mañana estuvimos con sus papás amontonando unas latitas por ahí, pa que no se vea tan feo”. Cuando pensaba en voz alta “¿quién sabe cuánto tiempo lo tengan adentro?”, le dolía la pérdida del hijo, pero inmediatamente agregaba: “Lo tiene que castigar la ley, porque esto lo hizo él no más”.
En esas comunidades, me cuenta el pastor, “los celos son un tema serio”. De pronto, me metí en el pellejo de esas mapuches, cuando solas en el bosque, sin luces alrededor, después de que la pasión les nubló el seso o una conversación divertida las distrajo –“las cabras son re coquetas por estos lados”, me dijo el pastor– ven llegar al marido en medio de la noche. Una película de terror. Daniel Avendaño, como muchísimos agresores antes de protagonizar una tragedia, ya tenía antecedentes de violencia intrafamiliar. Milena Alejandra debe haber empezado a planear su escape entre tiritones apenas escuchó su primer grito. Si la quema de esta casa con la mujer y la niña adentro, sin víctimas fatales, había sido noticia, era sólo porque la historia de Nabila y la extracción de sus ojos tenían sensibilizado al medio periodístico con el asunto de los femicidios. Yo mismo lo sentía así.
“A mi abuela también la quiso quemar el viejo”, me dijo el pastor Nahuelpán. Cuando su abuelo tomaba mucho se ponía bravo. Él mismo había perdido la cabeza años atrás. Adolescente llegó de Villarrica a Santiago y ahí se enganchó con la pasta base. “Nadie imaginaba que era tanto. Ni mi esposa, que entonces criaba a un niño de 3 años. No sabía que yo me subía al techo a pegarme unos pipazos mientras ella cocinaba abajo”, contó. “Vendí el refrigerador con los yogurt adentro para comprar pasta”, y hasta asaltó taxis, aunque siempre echándole mano más al ingenio que a la violencia: “A un cierto punto le decía al taxista que mejor me dejara ahí, porque estaba claro que no iba a ninguna parte, y si no lo hacía lo iba a cogotear. Pero antes de bajar le pedía que me diera una luca por perdonarlo, y había algunos que de puro agradecidos me daban diez”. Cierto día que andaba desesperado por conseguir plata para comprar un papelillo, le hablaron de un hombre en La Florida que pagaba $10.000 por cabro y él partió dispuesto a ponerse en cuatro patas por un poco de pasta, pero justo antes de llegar estalló en un llanto desesperado, como si le hubiera caído un rayo encima, y se dio la media vuelta y corrió sin dejar de llorar hasta la casa donde estaban su esposa y su hijo de 3 años (que ahora tiene 18), y les dijo que al día siguiente partían a Mulchén, donde vivía la familia de ella. Pocos meses después le ofrecieron ser pastor protestante, y como él quería ayudar a los niños drogos, aunque la religión le importaba poco, aceptó, porque según él, es en la vida misma donde Dios está. Con su mujer hacen títeres de espuma que salen al escenario a representar escenas cotidianas, y cuando uno de sus personajes habla de ir por un “sartenazo” o un “antenazo”, o a “comerse unos huevos fritos” (formas de consumir la pasta), o invita un “airsoplai” (bolsita con agorex) o un “catalítico” (botella con bencina), “de esos que te sacan pedos sin olor”, él se fija en los jóvenes que se ríen, porque si entienden es que están metidos, y así sabe que con esos tiene que trabajar.
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En esta parte de su relato iba cuando cruzamos el puente Pidima, punto cero del conflicto mapuche, y nos adelantó un tráiler lleno de perros de caza (galgos), y un poco más allá, cerca de Pailahueque, a la entrada de un colegio que ahora es el más grande cuartel policiaco de la zona sur, carabineros con cascos y armas recortadas apuntaban hacia la carretera. No estaban ahí para defender a las mujeres, sino a los terratenientes. Quién sabe si alguno de ellos también le pegaba a la propia. En esos campos del sur, al menos el pastor Heber Nahuelpán había encontrado la paz.

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