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Cultura

15 de Junio de 2016

Brunner defiende su territorio

En su lapidario libro “Nueva Mayoría, Fin de una Ilusión”, José Joaquín Brunner se come su plato frío. No sólo porque ajusta cuentas con los intelectuales que dieron sustento al “programa” de Bachelet –¿vieron que no era tan simple?, parece decirles–, sino porque también se toma el tiempo de diseccionar cada uno de los innumerables errores que atribuye a este gobierno. El resultado es un arsenal de argumentos y adjetivos con el sello de un polemista curtido, ávido de desmontar relatos refundacionales aunque no tanto de renovar el suyo propio, a riesgo de que el plato se le enfríe más de la cuenta.

Por

Brunner

Navegante en tierra firme, Brunner le llama “cuaderno de bitácora” a esta colección de ensayos escritos durante el último tercio de 2014 y todo el 2015. Se trata de versiones corregidas de sus artículos publicados en El Líbero, y que al tomar la forma de un libro ofrecen –al costo inevitable de ciertas repeticiones– una visión de conjunto de los tiempos que corren bosquejada por un intelectual que todavía se apasiona y que conoce el arte de gobernar desde la academia y desde La Moneda.

Los antagonistas de esta “travesía” están claramente definidos: los ideólogos y políticos que, a partir de un balance agridulce de la obra de la Concertación, llevaron la voz cantante de la Nueva Mayoría (NM) o del “otro modelo”, expresión que Brunner cita con persistencia –casi tanto como “retroexcavadora”– aunque sin nombrar a los autores del libro que la instaló en el debate (Atria, Joignant, Couso, Benavente y Larraín). Como afirma Carlos Peña en el prólogo, Brunner defiende en este libro el territorio discursivo que aquel bando salió a disputar, y del cual “no está dispuesto a ceder un ápice”. Representa así a quienes proyectaron, desde el poder y desde las ideas, la carta de navegación de la transición, y que a partir del 2011 debieron tolerar que se denostara con pasión de multitudes su macizo legado.

A esos antagonistas, Brunner les reprocha una “exaltada e ilusoria retórica”, si bien cuidarse de la hipérbole tampoco es su prioridad a la hora de caracterizarlos. Así bautiza a los bandos: los amantes del programa de Bachelet –“escrito en el cielo, con letras doradas”– son los “rupturistas”, mientras los críticos de esas reformas son los “reformistas”. Nomenclatura que le permite desterrar a una especie de limbo político –ni reformistas ni revolucionarios– a quienes promueven reformas que él estima imprudentes, mientras atribuye al bloque reformista –simbolizado por Edgardo Boeninger, “amigo y maestro” al que dedica el libro– virtudes de lo más recomendables (por lo menos las categorías de “autocomplacientes” y “autoflagelantes” deformaban ambas posiciones por igual). Así, el bloque rupturista “entiende el programa como un dogma que debe ser impuesto mediante una operación de retroexcavadora”, mientras “el bloque reformista representa una visión realista del programa”. Los primeros quieren “avanzar sin transar” y los segundos, “en la medida de lo posible”. En los rupturistas hay “un pathos revolucionario que resuena con sentimientos antisistema y con utopías futuristas”, dado que “el mandato del gobierno es claro e irrenunciable: refundar la república”. En cambio, los reformistas “son propensos a la realización, la deliberación reflexiva, rehúyen los momentos carismáticos de la política y suelen hablar el lenguaje ético de la responsabilidad compartida como límite de las propias convicciones”.

Pero vamos al fondo. La tesis central del libro es que no hay en Chile una “crisis de paradigma” reflejada en los “malestares” de la sociedad, sino una “crisis de conducción” generada por un gobierno que, como nació inspirado en una interpretación errónea de esos malestares, quedó a trasmano de la realidad.

Se creyó que los malestares sintetizaban la suma de las desigualdades y los abusos que provoca el neoliberalismo. Lectura apresurada –dice Brunner– que mete en el mismo saco los malestares culturales propios de la modernidad (esa “indefinida incomodidad”) con otras fuentes de malestar mucho más precisas: la salud, la delincuencia, las pensiones o la educación. Y no sería “el modelo” lo que da causa común a estas últimas, sino la ineficacia de un gobierno que no conduce, que exacerba las expectativas en lugar de canalizarlas. Los disgustos son “temáticos, sectoriales”, hasta que un gobierno con falta de timón los hace cuajar en una animadversión general hacia lo público (porque la gente, dicen las encuestas, sigue más bien satisfecha con su vida personal).

Brunner insiste en que el desacierto de la NM no fue el programa en sí, sino el discurso refundacional que lo acompañó. El propio programa, acota, limitó su “cambio de paradigma” a una reforma tributaria que aumentaría la recaudación a lo sumo en 3% del PIB, dejándola aún por debajo de la mitad que en los países nórdicos. “¡Poco para acompañar la vehemente retórica de una revolución paradigmática!”. Si ese es el problema, ¿por qué cuestiona al gobierno en lugar de defenderlo ante quienes lo acusan, justamente, de socavar los cimientos del modelo; de gobernar “para la calle”, mientras lo que queda de calle le reprocha haber traicionado el relato original?

Precisamente porque atribuye las crispaciones al pecado original de ese relato: anunciar “un nuevo ciclo o época”, “un cambio de modelo o estructural”. Y hacerlo, sobre todo, a partir de una condena a la Concertación pese a la “impresionante reducción de la pobreza y expansión de los sectores medios”, entre otras conquistas. “Calificar a dicho proyecto de neoliberal o de mera continuidad con el ‘modelo’ de desarrollo de la dictadura es apreciar las cosas con la fe del carbonero y con una inteligencia equivocada”, asegura. Y el costo de esa necedad carbonera es que, por primera vez desde 1990, un gobierno queda tan atrapado en la brecha entre su discurso y su capacidad de resultados, incapaz de elegir siquiera su propio rumbo. Al vender por “otro modelo” lo que apenas era un Estado un poco más activo, la NM habría creado “una burbuja especulativa” en el plano ideológico. Ejemplo paradigmático, la reforma educacional, tan vacilante que decepcionó a unos y otros cuando “el sueño ultramontano de la gratuidad universal” decantó “en la fría repartición de subsidios y apropiación de recursos”. En resumen: “La intelectualidad de los malestares, aquella que vio elevarse sus bonos con la actual administración, pues de sus círculos se reclutaban los technopols y tecnoburócratas supuestamente en posesión de los más lúcidos diagnósticos y la mejor ‘lectura de la sociedad’, ahora se ve rodeada de descontentos para los cuales no estaba preparada ni consigue entender”.

En todo caso, si bien Brunner se declara hostil al discurso de la NM y no a su programa de reformas, él mismo revela más adelante que, con o sin retórica, tiene un problema anterior con esas reformas: no le cree mucho al Estado. O al menos piensa que entre los ideólogos de la NM imperaría “un acendrado optimismo –tan radical como infundado– en las capacidades ordenadoras, interventoras, planificadoras, supervisoras y reguladoras del Estado”. En respuesta, reivindica la Tercera Vía que orientó a la Concertación, aquella de Tony Blair y del PSOE español, más abierta a la gestión privada de los bienes públicos y, sobre todo, a valorar la identidad de las nuevas clases medias: “La NM parece no entender –ni gustarle– los sectores medios de la sociedad con su cultura aspiracional, su demanda por seguridad y orden, su visión adquisitiva de la vida, el individualismo de sus miembros, sus gustos pequeño burgueses, su estética de televisión masiva, su bajo nivel de compromiso político-cultural y sus altas aspiraciones a diferenciarse…”. De aquí parte su provocadora crítica a lo que llama, intencionadamente, la “nueva élite” nacida al amparo de la NM.

ÉLITES Y TECNOCRACIAS

No hay páginas de su libro que Brunner parezca disfrutar más que aquellas donde se ocupa de rebatir las banderas antielitistas y antitecnocráticas de la NM. Exagere o no la radicalidad de esos discursos, es un hecho que la nueva coalición presumió de venir a corregir el sello tecnocrático de la Concertación, devolviendo a la política su vínculo social y desafiando la soberanía de los expertos. También se habló de reemplazar a las élites concertacionistas por nuevos cuadros dirigentes, más representativos de la movilidad social que de los privilegios de clase y, en ese sentido, embajadores de un anhelo para toda la sociedad.

Estas consignas tropezaron bien pronto. Desde luego, no se pudo evitar la tecnocracia, consustancial a la especialización de los saberes y que tarde o temprano interpone una puerta entre la voz de la ciudadanía y los asuntos públicos.

Pero es la fobia a las élites lo que lleva a Brunner a tomarse la cabeza. No sólo porque asimilar al Chile de hoy con aquella sociedad decimonónica dominada por unas cuantas familias le parece una falacia risible, sino porque la prueba irrefutable de ello sería la propia élite política que subió al poder con la NM (simbolizada por Peñailillo y Arenas), que poco le debe a sus apellidos y aun así se permite pintar una sociedad donde el “mérito” es la vil máscara del “efecto cuna”. “¿No percibe acaso nuestro progresismo la ruptura introducida por la modernidad, la democratización, la industrialización y la secularización entre la elite aristocrática de antaño y las élites contemporáneas?”. No es que estas últimas sean el resultado de una “meritocracia pura”, ideal inalcanzable, pero sí una mezcla de apellidos y méritos que, por lo demás, da lugar a élites distintas en cada ámbito de la sociedad, imposibles de entender como un solo bloque fusionado.

Lo feo del asunto sería que estas nuevas élites progresistas, catapultadas por mecanismos de mérito y selección, ahora quieran negar esas herramientas a las clases medias que tienen por debajo, forzándolas a un igualitarismo nivelador. Por ejemplo, con el fin de la selección en los liceos emblemáticos, histórica fuente de movilidad social y, más importante aún, único semillero de élites públicas. Porque élites, clases dirigentes, habrá de todos modos. “Quien habla de organización habla de oligarquía”, apunta Brunner citando la “ley de hierro” de Robert Michels.

Al negarse a esto, la NM “se mete un callejón sin salida” porque ella misma es una élite académica, cultural y política. Una que se pretende de gran pureza ideológica, pero que no parece en absoluto “dispuesta a fundirse con las masas o a democratizarse a tal punto de abandonar sus mecanismos de ‘cierre social’ y sus redes de selección y reclutamiento”; una que nació a la sombra del liderazgo personal de Bachelet, mientras la concertacionista tuvo su origen en un desarrollo colectivo con raíces socioculturales y políticas. “Bien haría la NM en reconocerse como élite y en asumir sin mojigaterías y excusas su responsabilidad de conducir”, remata el exvocero de gobierno.

Por último, plantea una original hipótesis: la famosa “crisis de las élites” desatada por los escándalos de corrupción no es más una invención de las propias élites –la política y la periodística, en este caso–, tan autorreferentes que fabulan a unas no-élites obsesionadas con su crisis. Toda una bochornosa performance con la pantalla convertida en un “purgatorio posmoderno” donde los periodistas, insuflados de “superioridad moral autoconferida y puritanismo”, someten a los políticos al rito de la humillación para purificar las almas y aliviar el desasosiego de las no-élites, supuestamente poseídas por ánimos apocalípticos y disruptivos. La ciudad, allá afuera, funciona normalmente. Las instituciones, también.

¿REALISMO SIN RESPUESTAS?

Pese a ser sociólogo –allá el que quiera pesquisar diplomas– Brunner cita mucho más a Shakespeare que a Marx, y esa influencia se deja ver en su crítica al concepto de “realismo sin renuncia” que acuñó Michelle Bachelet el año pasado: reflejaría la tentación de la NM de eludir la tensión dramática que reside en el corazón de la política: tener que elegir cada día, por realismo, la renuncia.

Culpa de esto al “ingenuo optimismo político que imagina una sociedad sin pliegues”, muy distinto al realismo que valora los consensos y el consiguiente gradualismo de los avances. Pocos cuestionan a estas alturas que el gobierno sobrestimó, entre otras de sus capacidades, la de imponer su mayoría electoral a los grupos acreditados para dirimir cuánto mide lo posible. Lo que no queda claro en este libro es a qué está dispuesto a renunciar Brunner, porque tampoco queda claro qué quiere, además de un gobierno que conduzca al país con realismo y que por realismo entienda un proyecto de Tercera Vía puesto que así lo quieren las clases medias y los vientos de la historia.

Hubiese sido interesante que, con la misma propiedad con que ilustra lo que la NM no sabe o no quiere ver, propusiera una lectura renovada, algo más compleja, de las inquietudes sociales que llevaron ese relato a La Moneda: la desigualdad, el sentimiento de abandono por parte de los individuos respecto del Estado, la reivindicación de lo “social” en tanto cauce de intereses comunitarios. Cuesta conformarse con su tesis de que estos “malestares”, de no mediar los errores de conducción del actual gobierno, hubieran quedado reducidos a su justa y sectorial dimensión. Al revés, es fácil advertir que la tormenta política chilena replica la de numerosos países del mundo. ¿Tantos gobiernos fueron confundidos por la ingenuidad de Fernando Atria o Pedro Güell?

Brunner juzga de irresponsable a la administración Bachelet por subordinar las “consecuencias” de sus actos a las “causas” que lo inspiran. Pues mientras el crecimiento y el empleo son “soluciones concretas a los problemas ciudadanos”, conceptos como igualdad, inclusión o dignidad serían sólo “fines últimos” (es decir, los ciudadanos sólo serían capaces de padecer problemas cuantitativos). A la vez, sólo trae a colación asuntos como “alienación cultural de las masas precipitadas al consumo, las deudas, la precariedad” o “rabias, abusos, exclusiones, segregaciones” para dar cuenta de cómo la NM quemó en esa hoguera las virtudes de la modernización. Para esos males, él se conforma con diagnosticar la incertidumbre propia de la modernidad, la crisis de sentido propia de la secularización. ¿No hará falta darle una vuelta más? ¿Todo se arreglará cuando volvamos a tener un gobierno con un discurso moderado, un programa gradualista y un ideario de Tercera Vía? ¿Tan poco han cambiado las cosas desde los felinos años 90 que la receta debe permanecer intacta?

Que los chilenos queramos más comunidad y más individualismo al mismo tiempo es, ciertamente, una contradicción. Pero eso no significa que, por defecto, lo segundo sea verdadero y lo primero falso. Más bien, lo segundo parte con la ventaja de ser lo que hay. Como dice Ricardo Lagos respecto de las reformas constitucionales, “siempre hemos tenido que discutir en desigualdad de condiciones con la derecha, que nos dice: dígannos qué quieren cambiar, porque a nosotros nos gusta lo que hay”. Quizás sea sintomático que Brunner, cuando se refiere a la Asamblea Constituyente, limite sus motivaciones a “instaurar otro modelo” y “refundar mediante una ruptura el orden económico-social y político”. No se plantea que, sea bueno o malo el mecanismo, la intención también pueda ser recuperar la identificación colectiva con las reglas del juego, refundar no la república sino aquello que, con exaltada retórica, podríamos llamar el pacto cívico.

Y tal vez no se hace esa pregunta porque, como dice vislumbrar, la actual “crisis de confianza” –para él, sólo de conducción– que crispa a la plaza pública tenderá a enfriarse sola: una vez que las expectativas sobre la política caigan a un grado cercano a cero, pronostica, el juicio será negativo pero desapasionado, porque ya a nadie le importará esa causa perdida. “No es un escenario feliz, pero tampoco es el fin de la historia”, se consuela. Sosiego muy propio de un discípulo de Boeninger. Quizás no tanto de un fanático de Shakespeare.

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NUEVA MAYORÍA:
FIN DE UNA ILUSIÓN
José Joaquín Brunner
Ediciones B, 2016,
470 páginas

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