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Opinión

11 de Agosto de 2016

Editorial: Búsqueda de acuerdos

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

editorial-659

Recuerdo que a fines de los años 80, entre quienes luego conformaron la Concertación, había socialistas que no descartaban la vía armada y que hasta el último minuto se negaban a participar del plebiscito. Entre los demócrata cristianos, había desde conservadores como Patricio Aylwin o Gutenberg Martínez hasta chascones como Yerko Ljubetic, que en las marchas universitarias gritaba a voz en cuello: “¡El pueblo unido, jamás será vencido!”. Había cristianos muy puntudos, seguidores de Camilo Torres, el cura colombiano que se sumó a la guerrilla del ELN y que murió en su primer combate, emboscado por una patrulla militar. Seguía viva la Teología de la Liberación. Como la Constitución proscribía a los marxistas, Clodomiro Almeyda, que se reconocía entre ellos, defendía su derecho a expresarlo. Entre sus discípulos estaban Solari y Escalona. Todavía no caía el Muro de Berlín y seguían girando multitud de cabezas por la órbita soviética. Muchos que después fueron concertacionistas se incomodaron con Gorbachov, porque lo veían renegando del socialismo. Tengo frescas todavía esas discusiones en los patios de la Universidad de Chile. Boric y Jackson, en esos tiempos, de seguro que habrían adscrito a la Concertación. Es cierto, existía un Pinochet que aglutinaba, pero la verdad es que después siguieron juntos gobernando los herederos de Frei Montalva –que apoyó el Golpe– y los de Salvador Allende –que fueron golpeados–, amoldándose y acallando las estridencias. Entonces sí que había diferencias “insalvables”. El Partido Comunista, aunque se mantuvo tras los márgenes (más allá, sólo quedaban el Lautaro y el Frente Patriótico Manuel Rodríguez), nunca fue enemigo de la Concertación. Cuando se habla de “política de los acuerdos”, no puede olvidarse que partió reuniendo a esta jungla dispar. La campaña del No fue tan inclusiva y tolerante, que después todos votamos por Aylwin. A continuación vino la reconstrucción de la convivencia, entonces completamente fracturada. Aún no terminaban los apagones producto de las torres derribadas con amongelatina. Había peleas a combos en las calles por razones políticas. En Apoquindo los fachos salían con bates de béisbol a romper parabrisas de comunistas. Hasta fiducianos aparecían con capas a predicar la tradición, la familia y la propiedad. Casi una década después a mí me pegó el Choclo Délano en un matrimonio porque no soportaba que nos burláramos de Lavín. Entonces la “política de los acuerdos” se abocó a pacificar las cosas, o eso creíamos, pero se volvió un modo de ser. Esa malla de concertacionistas gobernó con buena mano hasta que sus hijos tuvieron hijos grandes. Para ese momento lo que ellos llamaban “acuerdo” ya eran SUS acuerdos, pero no los de la nueva comunidad que algunos de ellos pretenden seguir representando. Olvidaron lo aprendido durante la Transición: la búsqueda de diálogo entre partes hostiles (hoy mucho menos hostiles que entonces). Cuando leí la entrevista que El Mercurio le hizo a Burgos este fin de semana, concluí que la palabra “acuerdo” estaba corrompida en su vocabulario. Era una actitud perfectamente contraria la que primaba ahí: el juicio condenatorio por sobre el ánimo de comprensión, la exacerbación de la diferencia más que de los puntos comunes, la posesión de una verdad antes que la curiosidad por las razones del otro. Burgos estaba entendiendo “acuerdo”, como “estar de acuerdo con nosotros”. El más joven de ese grupo de concertacionistas que acabaron por configurar un partido transversal (algunos DC, algunos PS, algunos PPD), habló a nombre de los políticos viejos. Y los viejos conservadores de todas las épocas, al menos desde que se alcanza a sentir el paso del tiempo en las costumbres, consideran que la historia se descarrila cuando no va por los rieles que conocen. Olvidan lo que pasaba cuando ellos mismos eran jóvenes. Es cierto, hoy abundan las voces altisonantes, los juicios destemplados, la caricatura del interlocutor. Hay quienes insultan al prójimo mientras prometen “amistad cívica”, y quienes juran buscar acuerdos incendiando la pradera.

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