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Cultura

26 de Octubre de 2016

Boris Groys: Antifilosofía y otras tentaciones

Con ensayos originales y provocativos que ponen en relación la filosofía, el arte contemporáneo, los medios de masas y la política, el alemán Boris Groys ha sabido colarse entre los intelectuales de culto de la aldea global. También ha sido un puente entre Europa y la cultura rusa, cuyos filósofos y vanguardias artísticas conoce bien. La editorial Eterna Cadencia acaba de publicar la primera traducción al castellano de su “Introducción a la antifilosofía”. El punto de partida es que los filósofos, desde hace un buen rato, ya no ofrecen explicaciones del mundo sino instrucciones para transformarlo. Pero en el pensamiento más sugerente que concluyente de Groys, el punto de partida puede ser lo de menos.

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Ya no hay lugar para la crítica. Desde Sócrates en adelante, los filósofos se comportaron como consumidores insatisfechos que cuestionaban el stock de verdades que la sociedad tenía en oferta. Pero a partir de Marx y Kierkegaard –promediando el siglo XIX– entra a regir la antifilosofía: el filósofo ya no discute explicaciones del mundo, sino que da órdenes de conducta para transformarlo. Así la validez de una idea ya no se juega en su propia consistencia sino en lo que sus seguidores hagan con ella, lo mismo si viene de Slavoj Žižek o de Pilar Sordo. De teorías estéticas malas pueden surgir obras de arte buenas. De la lectura del Corán, pacifistas o guerreros. Criticar ideas y no conductas, entonces, pasó a ser mal visto, como aguar una fiesta antes de que empiece.

Esa es la premisa con la que Boris Groys (1947) presenta “Introducción a la antifilosofía”. Premisa preocupante, si no fuera porque el resto del libro la desmiente a cada rato. Se trata de once artículos –apenas vinculados entre sí– en torno a filósofos del último siglo y medio, casi todos alemanes y rusos (Groys nació en la Berlín Oriental, estudió lógica matemática en Leningrado y luego vivió unos años en Moscú), por cuyas ideas el autor se pasea incumpliendo los dos mandatos antifilosóficos: usa con destreza las armas de la tradición crítica (hasta respeta sus ritos más atávicos, como entretenerse en elucubraciones lógicas de improbable correlato vital) y no nos convoca a tomar partido por ninguno.

De esta feliz contradicción resulta un libro entretenido que le busca –y cada tanto le encuentra– vueltas nuevas a preguntas viejas. Con un pie en la posmodernidad y el otro a prudente distancia de ella, Groys no articula acá ningún discurso propio, pero aprovecha los de otros para replantear asuntos que la posmodernidad quiso dar por superados, como la importancia de la subjetividad o la vigencia –no necesariamente indeseable– de la cultura judeocristiana. El primer capítulo, de lo mejor del libro –y el que más se ajusta a su leitmotiv–, recrea los esfuerzos del filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-1855) por defender el derecho a la duda existencial en tiempos dominados por Hegel y su asfixiante afán de objetivación. A Kierkegaard no le queda otra que rebelarse contra la tiranía de la evidencia como fuente exclusiva del pensamiento. Creer sólo en lo evidente nos deja a merced de la razón ilustrada, experta en reducir lo que parece extraordinario a su más banal expresión, pero ciega al fenómeno inverso que es mucho más interesante: descubrir lo extraordinario detrás de lo que parece banal. Kierkegaard pone de ejemplo a Cristo: jamás la razón podría haber reconocido al hijo de Dios tras la apariencia de un predicador ambulante. Puede decirse que Kierkegaard le está disputando a Hegel el territorio místico y poético, más que el filosófico. Groys no separa esos planos, pero sí hace notar que “las infinitas deconstrucciones” de Derrida y compañía, que refutan a Hegel aceptando jugar en su cancha, no le habrían sido a Kierkegaard de ninguna utilidad.

El ruso León Shestov (1866-1938) también se enfrenta a la razón, pero desde una trinchera mucho más próxima a Nicanor Parra que a Kierkegaard. No le cree a ningún filósofo. Las teorías que se inventan, dice, responden a su necesidad de justificar que se han rendido ante las adversidades en sus vidas concretas; así la filosofía ha generalizado problemas que no atañen al común de los mortales, sino a unos pocos desgraciados. Nietzsche ya había planteado algo parecido sobre el origen de los dogmas morales, pero Shestov acusa a Nietzsche de hacer lo mismo: su exaltación de la vitalidad no pretende más que sublimar la frustración que le provoca haberse rendido a su enfermedad. El único problema filosófico, para el ruso, es identificar los traumas que el lenguaje racional crea en el lenguaje cotidiano, quitándole la fuerza de lo autoevidente y privándonos de llevar una vida despreocupada, libre, orgánica. Hasta ahí la analogía con Parra es casi perfecta, pero Groys la arruina al insistir en este dato: para honrar su apego a la realidad concreta, Shestov escribe textos deliberadamente fomes.

Otro capítulo muy recomendable es el que se apoya en Theodor Lessing (1872-1933) para hacer una interpretación histórica del antisemitismo europeo. La presencia del judío irritaría al europeo porque le recuerda quién es el verdadero fundador de su cultura. “La historia intelectual de Europa puede concebirse como el esfuerzo constante e inútil por expulsar al judío de la propia alma y colocarse finalmente a ella misma en el comienzo de su propia cultura”, afirma Groys. Da una serie de ejemplos: desde los guetos judíos en la Europa medieval hasta la consigna de los protestantes luteranos de erigirse en “el nuevo Israel” que refunda la historia con raíces puras; desde los intentos del Renacimiento y la Ilustración de reemplazar las fuentes judeocristianas por las grecorromanas hasta el Romanticismo que consideró a la misma Ilustración un ardid de los judíos para reapropiarse de la cultura. Groys además rebate, con un argumento a lo menos curioso, los elogios de Nietzsche al paganismo grecorromano, que no separaba lo sagrado y lo profano y así permitía la “vivencia cósmica” del mundo como una sola dimensión (a diferencia del monoteísmo de origen judío). “La esencia de las religiones paganas –contradice Groys– consistía precisamente en que el espacio sagrado y el espacio profano estaban estrictamente separados y no formaban ninguna unidad”. La utopía de la unidad del mundo, plantea entonces, “al igual que el célebre sentimiento cósmico”, los heredamos en realidad del judaísmo y del cristianismo, que con la promesa de la resurrección y la vida eterna crearon por primera vez una alianza entre los dioses y los humanos, un posible pasadizo entre el cielo y la tierra.

Aunque el libro exige alguna familiaridad con los temas y lenguajes de la filosofía, Groys escribe claro y, a menos que esté hablando de Heidegger o Derrida, prefiere las palabras conocidas a los conceptos encriptados. Otros protagonistas de su libro son Walter Benjamin, Ernst Jünger y Marshall McLuhan, además de rusos como Mijaíl Batjín y el muy original Alexander Kojève. Como todo libro que compila artículos de distintas procedencias, algunos entusiasman más que otros.

El capítulo final revisa el giro conceptual que dio el arte moderno hacia la pregunta por sí mismo, tematizando sus propios medios y soportes en obras sólo comprensibles para quienes conocen la trama de ideas implícitas. Groys indaga en obras que han combinado la imagen y la palabra, borrando la frontera entre los géneros. La descripción de esas obras no suena prometedora, y leyendo esas páginas el mismo día que Bob Dylan ganó el Nobel de Literatura, nos preguntamos qué estarán pensando los “poetas experimentales” que han buscado redención para la “crisis del lenguaje” en alianzas con el sonido o la imagen que siempre, sin embargo, requieren de una nota al pie. ¿Cómo es que la Academia sueca premia a un cantante que se apropió del lenguaje común, y no a un poeta que se negara a usarlo?

Por su parte, Boris Groys aparece en el momento preciso con su “Introducción a la antifilosofía”, al menos en Chile. Porque ofrece, incluso a su pesar, un argumento incontestable para la discusión en que nos metió el Mineduc sobre la necesidad de la vieja filosofía: ni los mejores antifilósofos han podido prescindir de ella. El ejercicio de la crítica, antónimo del trolleo, sigue siendo indispensable para agitar el circuito de nuestras dudas y certezas, y todavía hay preguntas que no merecen ser respondidas antes de romperse un poco la cabeza.

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Introducción a la antifilosofía
Boris Groys
Traducción de Tadeo Lima
Eterna Cadencia, 2016, 282 páginas

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