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Cultura

27 de Diciembre de 2016

Olvidos de la buena memoria

"Cada vez dura menos el olvido porque todo se puede reproducir, pero cada vez dura menos la memoria casi por la misma razón. Estamos entrando a 'la edad de la memoria ociosa', advierte Gandolfo".

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OLVIDOS-DE-LA-BUENA-MEMORIA
“Júpiter y Mnemósine”, Marco Liberi (1644-1691). Mnemósine, deidad de la memoria, era la madre de las nueve musas en la mitología griega. El padre era Zeus (Júpiter), que aquí tiene forma de águila.

Cierto día en que aprovechaba su tiempo tirado en la cama y con un computador sobre el estómago, el ensayista y crítico literario Pedro Gandolfo dio en Internet con un video en blanco y negro del Festival de San Remo, año 1971. La cantante italiana Nada interpretaba “Il cuore è uno zingaro”. Gandolfo tenía 11 años cuando vio esas imágenes por primera y única vez, pero la activación de ese inocente recuerdo le produjo una emoción imperativa, desconcertante. Había sufrido una epifanía de eso que Proust llamaba “memoria involuntaria”.

A esa memoria inesperada, que necesita ser largo olvido para surtir algún día su efecto, dedica las páginas más entusiastas de su ensayo “De memoria. Un breve elogio” (Editorial UV), basado en la conferencia que presentó este año en Puerto de Ideas. Memoria involuntaria que, como toda especie silvestre, hoy ve reducido su territorio, pues cada vez ocurren menos cosas de las que no quede registro. Si da vértigo imaginar el futuro, cuando el ya absurdo caudal de información se haya multiplicado por cien o por mil, también es raro pensar en qué pasado se van a convertir estos tiempos, o en qué se convertirá la facultad humana encargada de reordenarlos entre olvidos y recuerdos.

Porque también la otra memoria, la consciente, se ve amenazada por la corriente de información que se traga su cola. Cada vez dura menos el olvido porque todo se puede reproducir, pero cada vez dura menos la memoria casi por la misma razón. Estamos entrando a “la edad de la memoria ociosa”, advierte Gandolfo. Quizás el miedo a esa evaporación de nosotros mismos –somos lo que recordamos– explique tanta ansiedad por atrapar a la memoria antes de que sea tarde: escribirla, catalogarla en listas o en álbumes, desenterrar raíces genealógicas, acceder a un fondo concursable para documentar algún agonizante vestigio de memoria comunitaria. De poco sirve. Pronto regresa, como una molestia lumbar, la frustración de haber olvidado lo que leímos antes de ayer. Hay quien se irrita al recordar estupideces por la sola sospecha de que estén usurpando el espacio de recuerdos que sí son, o sí eran, una parte de sí mismo. Y algo tendrá que ver con esto la creciente estimación por los viajes, que aseguran un recuerdo fijo, un oasis a salvo del flujo memoricida que no se dejará erosionar por una declaración de Axel Kaiser o de Natalia Compagnon.

Gandolfo, fiel a su causa, se obliga a escribir su ensayo de memoria, citando a escritores, filósofos y artistas sin más ayuda que los recuerdos de sus lecturas. Y si la memoria llega a traicionarlo, tanto mejor, porque aquí se la elogia como un instrumento de descubrimiento, de “la creatividad o fertilidad del alma”: “La memoria, en cualquier persona, mantiene una secreta complicidad con la imaginación. Es ella una artista de la narración y, en cuanto tal, de algún modo, falsifica, ficciona, como todo auténtico narrador”.

Precisamente en su ensayo “El narrador”, Walter Benjamin apreciaba que la era de la información estaba borrando del mapa a esa memoria narradora, paciente tejedora de relatos más que ávida acumuladora de archivos, y que a su vez precisaba de un oyente que se olvidara de sí mismo para dejar que la narración se incubara suavemente en su propia memoria. Ese proceso de asimilación, decía Benjamin en 1936, supone un estado de relajación cada vez más infrecuente, “y así se deshilacha hoy en todas sus puntas un tejido que llevó miles de años confeccionar”. Nuestros oídos ya no demandan letanías narrativas sino información verosímil, y el arte de la narración cede a la ansiedad por la explicación. La propia memoria, como observa Gandolfo, es tematizada desde la medicina, es decir, como un simple almacén de datos. Luego, claro está, necesitamos paliar los efectos neuróticos de esa bola de nieve, y para ello recurrimos a técnicas de relajación orientadas a silenciar toda memoria inmediata. Pero quizás sea la atrofia de la otra memoria, la de larga frecuencia, lo que engendra el vacío. “Al contrario de ese mórbido agigantarse –escribe Gandolfo– la memoria es capaz de disminuir la aceleración del tiempo y, a ratos, quedándose en suspenso, latente, concede reposar en lo actual”. Claro, es fácil decirlo. Sobre todo cuando el autor, como se informa en la solapa del libro, vive hace seis años en una zona rural de la Región del Maule.

LA MEMORIA DEL ARTE

Como decíamos, Gandolfo privilegia esa memoria a la que no se llega haciendo memoria –porque está olvidada– y que obsesionó a tantos artistas. En especial a los poetas, que trabajan con palabras, monedas tan gastadas por el uso que parecen llevar inscrita la pérdida de todo origen, pero a la vez conservan –o eso creen los poetas– un poder atávico capaz de recuperar la pureza corrompida en el camino. Fernando Pessoa, por ejemplo, asemejaba el “asombro” de la poesía a la conciencia “de alguien que conociese el alma de las cosas y se esforzara por rememorar ese conocimiento recordando que no era así como las había conocido, no con esas formas y en esas condiciones; pero no recordando nada más”.

Se diría que Gandolfo goza de esa perplejidad pero apela más bien al asombro contrario: el momento en que esa memoria velada se nos abre de golpe, producto del tropiezo fortuito con un vestigio de ella en el presente. Vestigio que entonces “hace de puente con la estancia secreta donde yacía un trozo de aquel tiempo perdido incorruptible, lleno de colores, olores y voces y emociones […] El cosmos es un intrincado y secreto sistema de semejanzas que sólo el azar puede poner en contacto, en una mezcla de percepción e imaginación. Nunca la memoria regida por la inteligencia y la voluntad –la ‘memoria voluntaria’, la memoria del hábito– puede lograr esa resurrección del pasado”. Para exponer los procedimientos de esa resurrección, este ensayo recapitula la incursión de Proust en el tiempo perdido y también recuerda a Baudelaire, quien intuía correspondencias ocultas entre los colores, olores y sonidos, conversaciones secretas que la imaginación, guiada por las sensaciones, podría llegar a escuchar. Para ello es que recomendaba embriagarse siempre, de lo que fuera.

Cierto es que toda esta alianza entre memoria, percepción e imaginación suena más a siglo XIX que a inspiración del artista contemporáneo. No en vano la primera vanguardia del siglo XX se llamó futurismo porque la memoria era un vertedero putrefacto. Acto seguido los dadaístas se rebelaron contra la dictadura de la información y la explicación, pero no le opusieron la fina inmersión rememorante sino el quiebre desmemoriado con toda continuidad. “Abolición de la memoria”, proclamó en su manifiesto Tristan Tzara. “Sin la memoria sería imposible la comprensión de cualquiera forma de expresión humana que supone un decurso, una progresión”, dice Gandolfo cien años después, cuando seguimos en guerra contra el hábito mecánico, pero hace mucho que la estrategia no es bucear más profundo sino disparar más rápido o reír más fuerte. El problema es que el enemigo se niega a acusar el golpe. Quiebre sobre quiebre, nos seguimos borrando las huellas y luego alegando que el tiempo pasa en vano.

Naturalmente, Gandolfo no habla de futuristas ni dadaístas. Rescata en cambio a T.S. Eliot y de Ernst Jünger, quienes, ajenos a toda amnesia y velocidad, se acercaron a una concepción circular del tiempo, en la forma de un presente que contiene al pasado y al futuro y así otorga al tiempo un horizonte no de progreso, pero sí de redención recíproca. “Es la memoria, con sus dos rostros [recuerdo del pasado y proyección al futuro], la que abre la posibilidad de liberar al tiempo y al hombre de las culpas y gravámenes a los que los condenaría su clausura permanente en el presente”, sentencia. También Raúl Zurita, para explicarse las crisis de sentido, ha dicho que desentendernos del pasado nos privó de toda posible redención. Aunque, para él, la idea no es liberarnos de las culpas sino cargar con ellas, pues sin culpa no hay redención.

Como sea, Gandolfo prefiere no controlar demasiado el asunto, aventurarse a los recuerdos pero dejar que a veces sea el olvido quien le abra la puerta a la memoria. Quizás al paladear una magdalena sumergida en una taza de té, o, por qué no, vagando por YouTube con un notebook en la guata.

De memoria. Un breve elogio
Pedro Gandolfo
Ediciones UV, 2016, 65 páginas

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