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Nacional

25 de Septiembre de 2017

La turbulenta vida de Héctor Villagrán Obando: El Zeta chileno

Antes de morir en una cárcel en México, torturado por unos gendarmes, Héctor Villagrán parecía tener un futuro promisorio. En los años 90 manejó un Mercedes Benz, vistió de traje y era un reconocido fabricante de electroestimuladores, unos maletines que revolucionaron la industria de la estética en Chile. Un negocio que intentó replicar en Argentina sin éxito. Se hizo adicto a la cocaína y decidió emigrar a México en busca de nuevos horizontes. Terminó en la cárcel acusado de robo con intimidación y conoció a Los Zetas, el brazo armado del Cartel del Golfo. Allí comenzó a cortar cocaína para ellos y luego se dedicó al secuestro. Un hombre que buscó triunfar a toda costa y terminó atrapado en las redes de un cartel de drogas.

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Héctor Villagrán Obando aguardaba en una bencinera en la entrada de Tecamachalco, un municipio de menos de 100 mil habitantes del Estado de Puebla, en México. Villagrán se dedicaba a los secuestros y el último le había resultado mal. El Comandante Tinieblas, su jefe, lo responsabilizaba de la muerte del empresario ganadero Mauro Vega Jiménez, a quien habían matado a golpes y luego enterrado en algún lugar de la carretera federal que une Puebla con Veracruz. Todo porque su familia no pagó el rescate.

La muerte era parte del negocio, pero Tinieblas se había molestado. Él era el líder de una célula de Los Zetas, en ese tiempo el brazo armado del Cartel del Golfo, y Villagrán uno de sus buenos elementos. Había ingresado a la organización a fines del 2007 y desde entonces se dedicaba a secuestrar. Tecamachalco era una nueva oportunidad para redimirse.

Aquel 8 de octubre de 2009, Villagrán debía preparar todos los detalles para el secuestro de un vendedor de oro y sus trabajadores: Samuel Cruz, dueño de la tienda, su cuñado Adán Huerta, el contador Sergio Mora, y el chofer Macario Flores. El lunes 12 de octubre, un hombre apodado el Cachetes pasaría por el hotel, le había dicho Tinieblas, y lo llevaría hasta una casa de seguridad. Tenía prohibido beber durante el fin de semana previo, porque el alcohol lo volvía loco.

“Ponte cabrón”, le dijo el Cachetes apenas lo vio ese lunes por la mañana, mientras le pasaba las llaves de una camioneta GMC blanca, para que manejara. Villagrán obedeció. La casa de seguridad se ubicaba en una colonia llamada Centro, donde estaba reunida el resto de la banda: José Luna Cuevas apodado el Comandante Sol, Francisco Bautista, Ángel Merino Pérez, alias La Marrana, y Dulce María Gómez, la Maya. Allí aguardaron a que un policía ministerial les diera el dato de la ubicación de las víctimas. Luego de eso, el grupo se dividió en dos vehículos, la GMC y una Cambridge gris, y partieron a Tehuacán.

Villagrán iba junto al Comandante Sol. Durante algunas horas siguieron los desplazamientos de las víctimas, hasta que encerraron el Lincoln MKZ azul en el que se movilizaban. Pusieron un auto por delante y otro por detrás, y se bajaron para encañonarlos. La escena duró menos de 20 segundos. No hubo disparos: “Cada cabrón de nosotros llevaba un arma corta”, le diría Héctor Villagrán a la policía algunos días más tarde.

Hacía casi diez años que su familia en Chile no sabía nada de él. Menos a lo que se dedicaba.

EL ÉXITO

Héctor Villagrán tenía el mapa de los circuitos en su mente. En un mundo sin internet, su cerebro era su más confiable enciclopedia. Era experto en la fabricación de electroestimuladores, un raro aparato que a fines de la década del 80 prometía revolucionar la industria de la estética, garantizando cuerpos tonificados sin abandonar el reposo. La máquina cabía en un maletín y contenía un generador, desde el cual salían decenas de cables conectados a unos chupones. Bastaba con pegar las ventosas en los músculos y aguantar los pellizcones durante algunos meses, para disfrutar de las bondades de los aparatos: acabar con la flacidez muscular, reducir tallas corporales, y recuperar glúteos caídos. Lucir como Arnold Schwarzenegger, pero sin sudor ni lágrimas. “Gimnasia pasiva”, la llamaban los fabricantes.

La promesa del cuerpo perfecto transformó a los electroestimuladores en un negocio pujante, y a Villagrán en un hombre clave, uno de los pocos chilenos que sabía ensamblarlos. Había aprendido el oficio en la compañía Alfa 2000, pionera en la producción de estas maletas, donde se presentó como ingeniero. Allí estuvo aproximadamente dos años y luego se fue a Vibromagnetic, la competencia, una empresa que se dedicaba a la venta de electromasajeadores. Llegó ofreciendo su know how para abrir una nueva línea de producción. “Era muy habilidoso en lo que hacía. Le vendió esta idea de los electroestimuladores a don José Alarcón Riffo, que era el dueño, y empezamos a fabricarlos. Se transformó en jefe del taller y sus máquinas fueron el boom de esa época”, recuerda Marcial González, exgerente de ventas de la compañía.

A comienzos de los 90, cada uno de estos maletines costaba poco más de 150 mil pesos, una fortuna para aquellos años. Había avisos en radios y diarios, pero era en la Feria Internacional de Santiago (FISA) donde más se visibilizaban las máquinas. Villagrán estuvo presente durante varios años seguidos en el stand que Vibromagnetic instaló en el pabellón de “Salud y belleza”. No sólo iba a vender, también a nutrirse. Visitaba los puestos de las compañías extranjeras en busca de aparatos dignos de imitar. Si uno llamaba su atención, lo compraba y luego lo desarmaba para sacarle el molde.

Creaba sin parar. Invirtió el motor de una aspiradora y fabricó una tina de hidromasajes; le metió unos imanes a una almohada para ayudar a conciliar el sueño; ideó un prototipo que acababa con la impotencia, una copia de un modelo alemán que vio en la FISA: “Era como un viagra electrónico. Te ponías el dispositivo en el bolsillo del pantalón y se lograba una erección con impulsos eléctricos”, explica González.

La inquietud transformó a Héctor en un empleado importante para Vibromagnetic. José Alarcón, dueño de la marca, disfrutaba viéndolo inventar. Tanto, que un día decidió dejar la administración del negocio y se sumó a la discusión de ideas. Ambos se pasaban días enteros diagnosticando problemas y soluciones. “Mi papá decía que era muy inteligente. Le tenía una gran admiración, pero lo único que lo jodía era el alcohol. Cuando tomaba, se volvía tonto”, cuenta Jeannette Alarcón, hija del dueño.

La vida de Héctor consistía en trabajar, salir de fiesta, y beber mucho. “Andaba con una petaca de pisco en el bolsillo”, dice Alejandro Romero, excompañero del taller. Era común verlo en un bar ubicado justo debajo del departamento en el que vivía con sus padres, en la comuna de El Bosque. Varios días a la semana, estacionaba allí su antiguo Mercedes Benz y se sentaba en una mesa vestido de impecable traje. Tenía fama de donjuán: “Le iba bien con las mujeres, era encachado”, agrega Romero.

Villagrán fue padre por primera vez a comienzos de 1989. Llegó a tener 10 hijos, de 5 madres distintas. Cuesta seguir la línea cronológica de su descendencia. La primera fue Ingrid, que nació el 14 de abril de ese año, y a la que pocos meses más tarde abandonó. Luego, el 9 de agosto de 1991, se casó con Felicita, quien estaba embarazada de Hernán, que nació el 11 de diciembre de ese mismo año. Entre medio fue padre por tercera vez, obviamente no con su esposa. Valentina nació el 26 de setiembre y es mayor que Hernán por dos meses. Más tarde vino Álvaro, el segundo hijo que tuvo con Felicita. Algunos de ellos recuerdan su alcoholismo: “El trago sacaba lo peor de él”, explica un amigo de esa época.

Su adicción habría comenzado cuando su hermano Hernán falleció atropellado, en noviembre de 1989. Bastaban unas copas para que el recuerdo de su muerte fuese imposible de superar. Curadera y llanto eran dos estados inseparables en él. A veces también hacía locuras. En una ocasión lo pillaron manejando contra el tránsito, y en otra bañándose desnudo en una playa. Jeannette Alarcón cree que el alcohol también detonó conductas que quebraron la relación entre su padre y él: “Comenzó a robarle equipos y a venderlos por fuera. Cuando mi papá se dio cuenta, la empresa ya iba mal”, dice ella.

LA RUINA

Héctor salió de la compañía a fines de 1994. Había terminado su relación con Felicita y estaba emparejado con Raquel, a quien conoció en el taller de Vibromagnetic. Con ella tuvo a Paz en diciembre de ese mismo año, la quinta de la camada. Aunque tenía que mantener a cinco guaguas y estaba cesante, el alcohol seguía siendo su principal preocupación. Héctor creyó que la única forma de recobrar la estabilidad era con dinero y partió a probar suerte a Argentina, por entonces la más pujante economía de Latinoamérica.

Un empresario bonaerense lo había contactado para comprarle toda la producción de electroestimuladores que fuera capaz de ensamblar en un año, con la condición de hacerlos allá. La inversión era un gran riesgo: hasta que no se vendiera la primera unidad, todos los gastos corrían por cuenta suya. Villagrán buscó un socio y lo encontró en la misma fábrica de la que había salido: Alejandro Romero, su compañero en el taller.

Fue así como nació Villagrán y Romero LTDA., la compañía a través de la cual desembarcaron en Argentina. El centro de operaciones fue la pieza de un hotel en el que vivían. Instalaron un taller y dividieron tareas: uno fabricaba y el otro vendía. A las pocas semanas comenzaron los problemas. Las maletas en las que pensaban instalar las máquinas no pegaban con firmeza, por la humedad, y costaba conseguir los circuitos: “Las leyes eran muy proteccionistas. Los extranjeros teníamos dificultades para fabricar cosas allá. Los insumos eran carísimos y no vendían de grandes cantidades. Tampoco podíamos llevarlos desde Chile, porque los argentinos de la aduana eran muy corruptos”, recuerda Romero.

Héctor mezclaba el trabajo con la juerga. En Buenos Aires conoció la cocaína y sumó otro vicio a su vida. En una salida nocturna se emparejó en un fugaz romance con una turista mexicana llamada Luisa y ella quedó embarazada. Él no lo sabría hasta varios años después, cuando ambos se reencontraron en México. En Chile, en tanto, en una de las visitas que hizo durante ese año, Raquel quedó esperando a su segundo hijo.

A comienzos de 1996, la situación económica en Argentina se hizo insostenible. Villagrán y Romero dieron por terminada su sociedad sin haber entregado una sola pieza. Perdieron todo: “Ese año no generamos ningún recurso y eso nos mató. Nos fue mal, al final quebramos. De regreso, cada uno siguió su camino”, explica. Villagrán estaba arruinado, le habían embargado todo, era adicto, y el 17 de abril de 1996 sumó otro hijo a la lista, Héctor, el sexto.

Con Raquel y sus dos hijos, decidió empezar de cero. Se fueron de Santiago a Los Vilos y allá comenzó a trabajar de taxista. Ese fue su cuarto intento por formar una familia y el más duradero. No hay otros hijos que tengan tantos recuerdos suyos como Paz y Héctor. Compartieron durante siete años, en la misma casa, mientras él lidiaba con sus problemas: “No soportaba tener poco. Quería ser líder y tener a quien mandar”, cuenta una amiga que lo conoció en el pueblo. Lo atormentaba la pobreza.

Las apuestas fueron otro vicio de aquellos años. En los casinos perdía lo poco que juntaba. Con el tiempo, los desencuentros con su pareja se hicieron frecuentes, hasta que a mediados del 2002, un primo que tenía en México lo contactó para que se fuera a trabajar con él. Terminó la relación tres semanas antes de viajar. En septiembre de ese año, sus padres, Raquel y sus hijos lo fueron a despedir al aeropuerto. Hubo llanto: tenía 35 años y esa sería la última vez que lo verían.

LOS ZETAS

Héctor llegó a México y no se comunicó con sus familiares en varios meses. “En ese tiempo las llamadas eran muy caras”, dice un pariente. Cuando dio señales de vida, contó que había vivido un tiempo con su primo, que luego se había ido donde un amigo, hasta que se había independizado. “Me estoy recuperando, pero aún no me va bien”, le habría dicho a Raquel en uno de esos llamados.

Héctor le hablaba a ella y también a sus padres, pero a ninguno les decía en qué trabajaba. Durante algún tiempo mandó dinero a sus hijos, pero a comienzos del 2005 dejó de hacerlo. Les explicó que las cosas no andaban bien, que estaba pensando en regresar, pero no tenía dinero para el pasaje. Unos meses más tarde, su padre le envió un poco de plata, pero su retorno se diluyó. Un día simplemente dejó de llamar a sus hijos.

El alejamiento con su última familia coincidió con el reencuentro con la mexicana Luisa, que había conocido en Argentina. Buscó su teléfono en la guía y le habló. Ella aún lo recordaba. No había forma de olvidarlo: de aquella fugaz relación había nacido una hija. Héctor se enteró en ese momento que había sido padre en 1995. A Luisa le contó que trabajaba vendiendo libros con su primo y que viajaba ofreciéndolos por escuelas de distintos estados. Comenzaron una extraña relación telefónica. Hasta que un día también dejó de llamar.

Volvió a saber de él en el 2007. Héctor había caído preso. Estaba encerrado en la cárcel Duport-Ostión, de la ciudad de Coatzacoalcos, en Veracruz, acusado de robo con intimidación. Luisa no recuerda todos los detalles de la historia: “Me dijo que su primo no había reportado las cuentas adecuadamente, y el dueño de la fábrica de los libros lo acusó de robo”, cuenta. No supo más de él durante un año.

Fue en ese tiempo que Héctor se vinculó con Los Zetas. En la cárcel comenzó a consumir cocaína y se quejaba de la calidad. Los Zetas dirigían una parte del negocio al interior de Duport-Ostión y las críticas de Villagrán desafiaron su autoridad. Lo mandaron a buscar. Aunque era primera vez que estaba preso, no se humilló. En la cara les dijo que el “perico” que vendían “era una porquería”, y que él sabía prepararlo mejor. “De un kilo saco cinco”, recuerda Luisa que le habría dicho. Los Zetas lo encañonaron, pero antes de matarlo le permitieron cocinar su receta. “Cuando los tipos probaron el material, y vieron la calidad y la cantidad, no lo dejaron ir”. Fue su bautizo en la organización.

Cortar coca le abrió las puertas en la cárcel. Los Zetas lo trasladaron a su patio y Héctor se fue empoderando. Se ganó su estima y el 16 de mayo de 2008 fue rescatado junto a otros cinco zetas. Un grupo de 10 comandos, a bordo de una camioneta Hummer blanca y una Windstar, entraron a la cárcel vestidos como agentes federales de investigación (AFI), y se los llevaron sin disparar un tiro. Limpiamente. Los diarios recogieron la insólita fuga y los nombres de los prisioneros: Ramiro Pérez Moreno, Luis Antonio Azuatra, Daniel Ventura Rodríguez, Gerardo Sánchez Trujillo, Carlos García Hernández, Alfredo de la Fuente Ramos, y Héctor Villagrán Obando. Habría bastado con googlearlo para enterarse de todo, pero en Chile nadie supo del rescate, ni de su nueva vida.

Villagrán escapó de la cárcel, pero no de Los Zetas. Habían comprado su libertad con la fuga. Estaba prófugo y sin dinero. Entró en la organización sin más opciones. Lo enrolaron en una célula que se dedicaba a los secuestros en algunos municipios de Puebla. Luego de eso, llamó a Chile por última vez: “Dijo que no iba a seguir en contacto con nadie más, porque se iba a comprometer con personas peligrosas. Estaba desesperado, pedía que por favor no lo buscaran”, cuenta un familiar. Esa fue su despedida.

Villagrán se había vinculado a una de las organizaciones más peligrosas de México. Los Zetas habían debutado en el negocio del narcotráfico como el brazo armado del Cartel del Golfo, pero más tarde ellos mismos se habían transformado en vendedores. Habían peleado el mercado a punta de balazos, en una guerra. Volvieron el narcotráfico un negocio sangriento, de descuartizados repartidos en la vía pública, y ampliaron el giro de sus actividades hacia los secuestros, las extorsiones, y la comercialización de todo lo que fuese ilegal. En esencia, Los Zetas eran un holding del delito y Villagrán un empleado más.
Poco a poco se fue ganando su espacio.

LOS SECUESTROS

La casa de seguridad tenía dos plantas, piso de cemento, y en algunas habitaciones cerámica blanca. Los secuestrados llegaron allí a media tarde. El vendedor de oro, Samuel Cruz, su cuñado, el contador, y el chofer del Lincoln. Entraron esposados a la espalda con cinchos de plástico y encapuchados. Los amontonaron en un espacio amplio y los custodios prendieron la radio y la televisión para desorientarlos. Se colaban sonidos desde diversas partes. El traqueteo de unos zapatos en una escalera, murmullos en el segundo piso, los golpes de una cuchara en una taza, un líquido cayendo a un vaso, una nariz aspirando, risas, y la bravata de un secuestrador: “no se pasen de verga, si no los matamos”, les gritaban.

La noche los pilló con una sábana para los cuatro, pero no durmieron. Pasaron en vela y se enteraron que era de día por las noticias de Televisa News. La mañana del 13 de octubre comenzaron las negociaciones. Les dieron un taco de salchicha y un vaso de agua como desayuno, y luego se llevaron a Samuel Cruz y al contador Sergio Mora para pedir el rescate: 10 millones de pesos mexicanos (poco más de medio millón de dólares). “Don Samuel, de usted depende la liberación de todos”, le decían.

Cada dos horas cambiaban de guardia. Héctor Villagrán fue uno de los que rotó durante todo ese día y la madrugada del miércoles 14 de octubre. Cuando amaneció prepararon a los secuestrados para el intercambio. Les dieron un pan integral, una taza de té y les permitieron ir al baño. Los subieron en la corrida central de asientos de una camioneta GMC Arcadia, y los custodios se fueron atrás. El piso iba lleno de cachivaches: un bolso con la imagen de Pucca, un cd con música italiana, una maleta negra, pantalones, camisas, cargadores de celulares, bolsas con rocas de cocaína, una guía de las carreteras de México, y figuras, fotografías, y una medalla de la Santa Muerte.
También llevaban armas. Un arsenal de guerra por si algo salía mal: cinco fusiles tipo AR15 con 25 cargadores, un AK47, cuatro pistolas, 1.122 balas, y 10 granadas de fragmentación.

Tomaron la carretera federal a Tehuacán.

A esa misma hora, un Volkswagen Jetta y una camioneta Chevrolet Silverado, ingresaron a la misma autopista, pero más atrás. A bordo de los autos iban tres funcionarios de la Dirección de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada, de la Procuraduría General de Justicia de Puebla. Andaban justamente patrullando las rutas en busca de los secuestrados.

Los tres vehículos coincidieron frente a una bencinera. Uno de los policías notó movimientos nerviosos en el chofer y aumentó la velocidad. Los Zetas lo esquivaron. Hubo una persecución y disparos cruzados. Se fueron tiro a tiro hasta llegar a la población Tlacotepec, en Tecamachalco, y una calle ciega detuvo la huida. “La mujer que nos daba de comer decía: ‘Tírale, tírale, échales una granada, dales en la madre’”, relató un secuestrado cuando fue liberado.

Uno de los que tiraba era Héctor Villagrán, que cargaba el AK47 y una pistola Beretta con dos cargadores. Los policías, que a esa altura superaban a los secuestradores en números, los detuvieron mientras arrancaban. Fue la segunda vez que Héctor Villagrán salió en la prensa. Los medios de Puebla le dieron amplia cobertura a la detención de la banda, especialmente a la conferencia de prensa que al día siguiente dio Rodolfo Archundia Sierra, el procurador general de justicia. Dijo que los detenidos habían reconocido su participación en al menos 10 secuestros en el estado.

La banda entera posaba para las cámaras. Los flashes rebotaban en sus caras. Villagrán era el más alto de los seis. Le decían El Chileno. Tenía el rostro duro, un ojo machucado, sin barba, y el pelo corto. Llevaba puesta una camisa gris con mangas negras y un jeans. Estaba siendo acusado por el delito de posesión de armas de uso exclusivo del ejército y por secuestro. Desde que en mayo de 2008 se había fugado de la cárcel, esa había sido su vida.

Tres días después de la detención, la banda fue vinculada a otro delito. Esta vez un homicidio. El cuerpo del empresario ganadero Mauro Vega Jiménez apareció enterrado un metro bajo tierra. El grupo reconoció haberlo golpeado hasta la muerte. Por aquel secuestro el Comandante Tinieblas se había enojado con Villagrán: “Nunca mató a nadie de manera intencionada. La muerte de las personas lo veía como una consecuencia de lo que estaban haciendo mal”, explica Luisa, su expareja.

LA MUERTE

“Luisa, mandé a pintar la cárcel de palo rosa”, le dijo Héctor Villagrán un día por teléfono a su pareja. Cuando ella fue a visitarlo, el Centro de Readaptación Social (CERESO) de San Miguel, en Puebla, estaba pintado de fucsia.

“Tenía un sentido del humor excepcional. Era un hombre inteligente, un líder. Siempre fue rebelde y justo”, describe ella.

En el CERESO, Héctor Villagrán pernoctaba en el dormitorio ‘F’, donde estaban los reos vinculados a la delincuencia organizada. Era respetado. Le decían “Don Chileno” y tenía una celda para él, y un patio donde jugaba a la pelota y tomaba sol. Vendía cigarros y dulces. Había dejado las drogas. Estaba concentrado en su espiritualidad y practicaba meditación todas las mañanas. Luisa y sus hijos lo visitaban con frecuencia: “Le llevábamos pan amasado, pantrucas, y sopaipillas”, recuerda.

Cuando estaban juntos, Héctor le conversaba de sus planes. Quería cumplir su condena, comprarse una casa, vivir cinco años en México, y luego viajar a Argentina. Decía que no le costaba nada organizar una fuga, pero que esta vez quería hacer las cosas bien. “No deseo vivir a salto de matas”, le dijo en una ocasión.

El juicio, sin embargo, avanzaba con lentitud. “Ellos habían sido detenidos cuando operaba el sistema judicial anterior a la reforma, uno que era inquisitivo, y que tiene un esquema corrupto: te detienen, te torturan, te siembran drogas, armas, y te encierran”, explica un abogado que vio la causa. Apenas pudo volver a hablar con los fiscales, Villagrán aseguró que la primera declaración la dio bajo tortura. Sus palabras tuvieron poco peso frente a las de la policía y los secuestrados. A mediados del año 2011 le pidió al tribunal que lo excusara de asistir a las audiencias si no tenía que hablar: “Nos sacan muy temprano, desde las nueve de la mañana sin desayunar nada, y las diligencias son hasta la una o dos de la tarde. Es muy cansador el traslado”, se quejó.

La carpeta de investigación tiene un informe social y uno sicológico suyo. El primero establece que tenía una relación poco estrecha con su familia chilena y que en México pertenecía “a un nivel socio-económico bajo, sin bienes materiales, ni ahorros de los que pueda hacer uso”. En la cárcel leía libros, practicaba aeróbicos y escuchaba música variada. El peritaje sicológico, en tanto, lo describía como una persona manipuladora, egocéntrica, poco empática, y con inestabilidad emocional: “Proyecta una reducida capacidad para prever las consecuencias. Puede manifestar conductas violentas y tiende a ser oportunista”, dice el documento.

Por ese tiempo, cuando Héctor ya no creía en la justicia, le dio por escribirle cartas a Luisa. En una de ellas le habla sobre la luz y la oscuridad que ha rondado su vida y el amor que siente por ella: “Viajé muchos años por la vida buscando no sé qué, y cuando te encontré conocí la alegría, el amor y la sabiduría para entender lo hermoso que es tener una familia”. Luisa muestra unas fotos que se tomaron en la cárcel. Aparecen abrazados, sonrientes, mirando a la cámara. Héctor viste una camisa blanca abotonada hasta el cuello y pantalones color crema. Al fin, después de años de extravío, parecía haber encontrado un camino de redención. “Era otra persona”, aclara Luisa.

Sus problemas en la cárcel comenzaron en julio de 2012, con el cambio de administración del penal. El nuevo director llegó con mano dura contra Los Zetas. Villagrán, junto a otros compañeros, perdieron varios beneficios que tenían. La independencia fue lo que más le dolió. Fue trasladado a otro dormitorio, uno hacinado, donde compartió celda con ocho internos más. El lugar estaba completamente enrejado, sin patio, y el sol no alumbraba a ninguna hora del día. “Para él fue terrible. Tenía que compartir absolutamente todo, se acabó su intimidad. De a poco lo vi apagarse”, describe su expareja.

Sus quejas por las condiciones en las que vivía le trajeron problemas con los custodios. Se volvió frecuente que lo encerraran en el dormitorio “L”, una celda de castigo bastante particular: era completamente transparente, con luz artificial todo el día, y sofocante. “La jaula de cristal”, la llamaban los internos. Allí estaba Villagrán la madrugada del 26 de noviembre del 2012, cuando un grupo de al menos cinco gendarmes, apodados “Las vacas locas”, entraron a su celda para ajustar cuentas. Los presos vecinos escucharon los golpes y quejidos. Días más tarde, denunciarían que su compañero había sido torturado.

Al día siguiente, su hija fue la primera en llegar a la visita. La joven pasó todos los controles, pero al entrar en la celda no vio a su papá. Le avisó a Luisa, que estaba trabajando. Cuando llegó a la cárcel se encontró con las madres de los otros internos que salían. Una de ellas le entregó una bolsa con algunas pertenencias de Héctor: “Pregunte, investigue, no fue un accidente”, le dijo.

La noticia se la dio Juan Roberto Montes Romero, director del penal: “pues mire señora, a su esposo le dio un infarto y está muerto”, le lanzó sin rodeos. Luisa se puso como loca. No lo creía. Quería verlo, pero no se lo permitieron. La echaron del recinto sin decirle nada más. Aguardó en la puerta hasta que oscureció y cuando el cuerpo salió a bordo de la camioneta del Ministerio Público, regresó a su casa. Deshecha. Durante la mañana siguiente tuvo que reconocer el cuerpo: “tenía mordidas de perro, unos cortes en los muslos, hoyos en la frente, estaba lleno de moretones”, describe.

Parecía obvio que Héctor no había muerto de un infarto. Apenas cinco personas asistieron a su funeral. Luisa llamó a su familia en Chile, pero nadie viajó para saber de él. Les resultaba increíble que muriera en una cárcel. Era primera vez que escuchaban hablar de Los Zetas.

LAS RESPUESTAS

El video fue grabado con la cámara de un celular antiguo. Un hombre encapuchado con una bandana amarrada a su rostro lee un comunicado. Es un preso del CERESO de San Miguel denunciando la muerte de Héctor Villagrán: “Fue reventado a golpes por el tercer turno de custodios”, acusa. Luego da los nombres de los gendarmes que lo habrían matado: “‘Oro 3’ llamado Edwin, ‘Beta 0’ alias Tayson, ‘Alfa 0’ llamado Leopoldo, Alejandro alias ‘Pinpón’, y el custodio Mijares”.

La imagen del video es oscura, pixelada y desenfocada. Fue subido a Youtube el 3 de diciembre de 2012 por un usuario llamado “Basta de impunidad”. El preso dice que no es el primer homicidio que ocurre en el penal y llama al gobierno a tomar cartas en el asunto. “Por favor, dejen de molestarnos. Queremos pagar nuestra sentencia tranquilos”, concluye.

El clip se volvió viral en Puebla. Al día siguiente, la noticia de la muerte de Villagrán fue tema en varios diarios del estado. En Chile su familia no estaba al tanto de eso. El 30 de mayo de 2013, la hija de Luisa recibió un mensaje en Facebook de uno de sus hermanos chilenos. Fue el primer intento de comunicación que buscaba respuestas: “Tú no me conoces, pero sé que eres hija de mi papá. Nunca he sabido nada de él y hace muy poco me enteré que falleció. Me gustaría saber qué pasa. ¿Por qué cayó a la cárcel?”, le preguntó el joven (omitimos sus nombres para reservar sus identidades).

Ella le contó lo del narcotráfico y los secuestros, y le indicó que había una forma más fácil de resumirlo todo: “Pon Héctor Villagrán Obando en Google”, le sugirió. Lo primero que le apareció en internet fue la noticia del fallecimiento: “Muere peligroso Zeta en el CEREZO de San Miguel”, decía la publicación. A continuación venía la noticia del secuestro, y luego la fuga de mayo de 2008. Hacía casi una década que no sabía nada de él.

La información comenzó a circular entre el resto de los hermanos. Todos ellos, los seis que vivían en Chile, se habían conocido pocos meses antes del fallecimiento de Héctor. A comienzos de 2012 se habían reunido en la casa de uno de ellos para hablar de sus vidas. Tenían entre 20 y 30 años. Relataron sus recuerdos con el padre y comenzaron a encajar historias como si armaran un puzzle. Se enteraron de las infidelidades, de los pocos meses de diferencia que algunos tenían, y buscaron similitudes físicas. Tres de ellos tenían un lunar en la mejilla y las paletas de los dientes separadas. ¿Qué había pasado con Héctor en México? Esa fue una pregunta que nadie pudo contestar esa noche. La respuesta sólo llegó después de su muerte.

“Ellos reaccionaron con incredulidad”, recuerda Luisa. No era para menos. En Chile, Villagrán era recordado por sus ternos, su Mercedes Benz, los electroestimuladores, las juergas y el alcohol. Luisa les relató todo lo que sabía. La historia cuando lo conoció en Argentina, sus hijos, el robo en México, cómo conoció a Los Zetas, los secuestros, la vida en la cárcel, la muerte a golpes, y el miedo que ella tenía. “Estuve un mes sin salir de la casa, con las cortinas cerradas”, les explicó.

El caso se volvió tan público que la fiscalía abrió una investigación para esclarecer la muerte. A Luisa la atormentaba que alguien quisiera hacerle daño por pedir justicia, pero el caso nunca prosperó. Las autoridades se desentendieron al poco tiempo y los gendarmes denunciados no perdieron ni siquiera sus puestos de trabajo. La dirección del penal insistió en que Villagrán se había muerto de un infarto.

Al año siguiente, el asunto se había perdido en la burocracia judicial, pero ella lo mantenía presente. Ese 2013 homenajeó su memoria dedicándole un altar de Día de Muertos. Lo adornó con nueve fotografías de Héctor, diversas calacas, un vino, dos ramos de flores frescas, papel picado, calabazas, varias velas, y un helicóptero eléctrico que había fabricado en la cárcel. Al centro de todas las ofrendas, pegó una fotografía donde ambos aparecían besándose.

Luisa no ha sido la única que lo extraña. A comienzos del año pasado, en Chile, uno de sus hijos se tatuó la fecha del cumpleaños de su padre en la espalda, justo debajo de unas alas de ángeles. Sobre el dibujo se grabó una frase que recuerda los temas pendientes: “La cita será en el cielo”.
No todos los hermanos comparten la misma pena.

*Algunos nombres de esta historia han sido reemplazados para proteger la identidad de las fuentes.

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