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Cultura

14 de Noviembre de 2017

Cuando Lenin llamó a la insurrección

El líder comunista León Trotsky (1879- 1940) escribió su Historia de la revolución rusa durante su tercer exilio en la isla de Prinkipo, en Turquía, que empezó en 1929 y acabó un 29 de junio de 1932. En ella, relata exhaustivamente y desde dentro la toma del poder de parte del proletariado y se posiciona, como lo criticarían después, como personaje central de la historia, minimizando el rol de otros actores del partido bolchevique. A 200 años de la Revolución de Octubre, Lom publica estas memorias, de las que presentamos un extracto, donde Trotsky analiza el comportamiento insurrecto de Lenin, con quien no siempre se llevó bien.

Por

Además de las fábricas, los cuarteles, los pueblos, el frente y los sóviets, la revolución tenía otro laboratorio: la cabeza de Lenin. Obligado a vivir en la clandestinidad, se vio forzado durante ciento once días, del 6 de julio hasta el 25 de octubre, a restringir sus entrevistas, aun con miembros del Comité Central. Sin comunicación directa con las masas, sin contacto con las organizaciones, concentra aún más resueltamente su pensamiento sobre los problemas cruciales de la revolución, elevándolos –lo cual era en él a la vez una necesidad y una norma– a la categoría de los problemas fundamentales del marxismo. El argumento principal de los demócratas, incluidos los que se situaban más a la izquierda, contra la toma del poder, consistía en que los trabajadores serían incapaces de hacer funcionar el aparato del Estado. También eran esos, en el fondo, los temores que abrigaban los elementos oportunistas en el interior mismo del bolchevismo. «¡El aparato del Estado!». Todo pequeñoburgués ha sido educado en la sumisión ante ese principio místico que se levanta por encima de los hombres y las clases. El filisteo cultivado guarda en su piel el temblor que estremeció a su padre o a su abuelo, tendero o campesino acaudalado, ante las omnipotentes instituciones en donde se deciden los problemas de la guerra y la paz, se expiden las patentes comerciales, se lanzan las plagas de las contribuciones, se castiga y también –aunque mucho menos– se indulta se legitiman los matrimonios y nacimientos, y en donde la misma muerte debe hacer cola respetuosamente antes de ser reconocida. «¡El aparato del Estado!» Quitándose el sombrero, descalzándose incluso, el pequeñoburgués penetra con las puntas de sus pies en el santuario del ídolo –llámese Kerenski, Laval, MacDonald o Hilferding– cuando su suerte personal o la fuerza de las circunstancias hacen de él un ministro. No puede justificar esta prerrogativa más que sometiéndose humildemente al «aparato del Estado». Los intelectuales rusos radicales que ni en épocas de revolución osaban adherir al poder si no eran respaldados por los propietarios nobles y de los dueños del capital, miraban con espanto e indignación a los bolcheviques: ¡esos agitadores callejeros, esos demagogos que piensan apoderarse del aparato estatal!

Después de que los sóviets, pese a la cobardía y a la impotencia de la democracia oficial, hubiesen salvado a la revolución frente a Kornílov, Lenin escribió: «Que aprendan los hombres de poca fe con este ejemplo. Que se avergüencen los que dicen: “No tenemos ningún aparato para reemplazar al antiguo, que inevitablemente tiende a la defensa de la burguesía”. Pues ese aparato existe. Son los sóviets. No temáis la iniciativa ni la espontaneidad de las masas, confiad en las organizaciones revolucionarias de las masas, y veréis manifestarse en todos los dominios de la vida del Estado, esa misma fuerza, esa misma grandeza, la invencibilidad de los obreros y campesinos que se han manifestado, con su unión y su entusiasmo, contra el movimiento de Kornílov».

En los primeros meses de su vida subterránea, Lenin escribe su libro El Estado y la revolución, cuya documentación había recopilado ya en la emigración durante la guerra. Con la misma atención que dedicaba a reflexionar sobre las tareas prácticas diarias, ahora elabora los problemas teóricos del Estado. No podía ser de otro modo: para él la teoría es efectivamente una guía para la acción. Lenin no se propone en ningún momento introducir palabras nuevas en la teoría. Al contrario, da a su obra un carácter extremadamente modesto, subrayando su calidad de discípulo, su tarea en la reconstitución de la verdadera ¡doctrina del marxismo sobre el Estado! Por la minuciosa selección de citas y por su detallada interpretación polémica, el libro puede parecer pedante… a los auténticos pedantes, incapaces de percibir, en el análisis de los textos, los potentes latidos del pensamiento y de la voluntad. Por el simple hecho de reconstruir la teoría de clase del Estado sobre una nueva base, superior históricamente, Lenin da a las ideas de Marx un nuevo carácter concreto y, por tanto, una nueva significación. Pero la importancia mayor de la obra sobre el Estado consiste en que es una introducción científica a la insurrección más grande que haya conocido la historia. El «comentarista» de Marx preparaba a su partido para la conquista revolucionaria de la sexta parte del mundo.

Si el Estado pudiera simplemente ser adaptado a las necesidades de un nuevo régimen, no habría revoluciones. Pero la burguesía misma ha logrado siempre el poder por medio de insurrecciones. Ahora llega el turno a los obreros. También en esta cuestión, Lenin restituía al marxismo su significado de instrumento teórico de la revolución proletaria. ¿No podrán servirse los obreros del aparato del Estado? Pero no se trata en absoluto –enseña Lenin– de apoderarse de la vieja máquina para las nuevas tareas: eso es una utopía reaccionaria. La selección de los hombres en el viejo aparato, su educación, sus relaciones recíprocas, todo esto contradice las tareas históricas del proletariado. Al conquistar el poder, no se trata de reeducar el viejo aparato, sino de demolerlo completamente. ¿Con qué reemplazarlo? Con los sóviets. Dirigiendo a las masas revolucionarias, de órganos de la insurrección se convertirán en los órganos de un nuevo régimen estatal. El libro tuvo pocos lectores en el torbellino de la revolución; además, sólo será editado después de la insurrección. Lenin estudia el problema del Estado, en primer término, para elaborar su propia convicción íntima y, seguidamente, para el futuro. La conservación de la herencia ideológica era una de sus preocupaciones principales. En julio escribe a Kámenev: «Entre nosotros, si me cepillan, le ruego publique mi cuaderno El marxismo y el Estado (que ha quedado en vía muerta en Estocolmo). Es una carpeta azul atada. He recogido todas las citas de Marx y Engels, así como las de Kautsky contra Pannekoek. Hay bastantes notas y observaciones a las que hay que dar forma. Creo que con ocho días de trabajo se podría publicar. Pienso que es importante, pues Plejánov y Kautsky no han sido los únicos en embrollar la cuestión. Una condición: todo esto absolutamente entre nosotros». El jefe de la revolución, acusado de ser agente de un Estado enemigo, obligado a prever la posibilidad de un atentado por parte de sus adversarios, se ocupa de la publicación de un cuaderno «azul», con citas de Marx y Engels: ese es su testamento secreto. La expresión familiar «si me cepillan» le sirve para eludir el patetismo por el cual sentía horror: en el fondo, el encargo tenía un carácter patético.

Pero, mientras aguardaba recibir un golpe por la espalda, Lenin se preparaba a dar uno a pecho descubierto. Mientras que, leyendo los periódicos, enviando instrucciones, ponía en orden el precioso cuaderno recibido de Estocolmo, la vida continuaba su curso. Se acercaba la hora en que el problema del Estado debía ser resuelto prácticamente. Poco después del derrocamiento de la monarquía, Lenin escribía desde Suiza: «…No somos blanquistas ni partidarios de la toma del poder por una minoría…». Desarrolló la misma idea al llegar a Rusia: «Actualmente estamos en minoría; las masas, por el momento, no tienen confianza en nosotros. Sabemos esperar… Pasarán a nuestro lado y, cuando la relación de fuerzas nos lo señale, diremos entonces: nuestro momento ha llegado». El problema de la conquista del poder exigía en estos primeros meses la conquista de la mayoría en los sóviets.

Después del aplastamiento de julio, Lenin proclamó: el poder sólo puede ser conquistado por medio de una insurrección armada; y por ello, es muy posible que haya que apoyarse no en los sóviets, desmoralizados por los conciliadores, sino en los Comités de Fábrica; los sóviets, en tanto que órganos de poder, habrán de ser reconstruidos después de la victoria. En realidad, dos meses más tarde, los bolcheviques arrancarán los sóviets a los conciliadores. La naturaleza del error de Lenin en esta cuestión es muy característica de su genio estratégico: en sus planes más audaces, tiene en cuenta las premisas menos favorables. Así como, al dirigirse en abril a Rusia pasando por Alemania, contaba con la posibilidad de ir directamente de la estación a la cárcel, también el 5 de julio decía: «Quizás nos fusilen a todos». Y ahora pensaba: los conciliadores no nos dejarán conquistar la mayoría en los sóviets. «No hay nadie más pusilánime que yo cuando elaboro un plan de guerra», escribía Napoleón al general Berthier; «yo mismo exagero todos los peligros y catástrofes posibles… Pero cuando tomo una decisión, olvido todo excepto lo que puede conducir a la victoria». Si prescindimos de cierta pose que se trasluce en la palabra poco adecuada de «pusilánime», el fondo del pensamiento puede aplicarse enteramente a Lenin. Resolviendo un problema de estrategia, dotaba por anticipado al enemigo de su propia resolución y perspicacia. Los errores tácticos de Lenin solían ser con frecuencia los productos secundarios de su fuerza estratégica. En el caso presente, no puede hablarse de un error: cuando un diagnóstico localiza una enfermedad por medio de eliminaciones sucesivas, sus conjeturas hipotéticas, aun las peores, no aparecen como errores, sino como un método de análisis.

Cuando los bolcheviques fueron mayoría en los sóviets de las dos capitales, Lenin dijo: «Nuestro momento ha llegado». En abril y en junio se esforzaba por moderar; en agosto preparaba teóricamente la nueva etapa; a partir de mediados de septiembre, empuja, urge con todas sus fuerzas. Ahora el peligro no consiste en ir demasiado aprisa, sino en quedarse atrás. «Ya nada es prematuro en este sentido».


Historia de la Revolución Rusa Tomo I y II.
León Trotsky
Traducido por Andreu Nin.
LOM ediciones, 2017.

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