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Opinión

16 de Noviembre de 2017

Columna de Constanza Michelson: Cazar al cazador

"Hasta acá hay un acuerdo generalizado, basta de abusos de poder. Pero el terremoto evidenció otras grietas, donde la asimetría erótica es menos evidente y además discutible".

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Despleguemos el menú de un suplemento femenino de un diario: 1. Acosos sexuales en Hollywood 2. El “fantasy bra” (el sostén fantasía de Victoria Secret, tasado en varios millones de dólares). 4. Encuesta de una corporación feminista revela que Chile es un país machista. 5. y 6. Una famosa cuenta cómo bajó diez kilos, otra celebridad luce “coqueto bikini”. Una semana después en el mismo medio: 1. Miss Chile con opinión política, afirma que el mar es de Bolivia. 2. Famosa muestra sus imperfecciones en Instagram para “demostrar que no es perfecta”. 3. Los trucos de Shakira para no subir de peso (no come dulces en la noche). 4. y 5. Sobreviven en el ranking la encuesta sobre el machismo y ¡el sostén fantasía!

Este es el laberinto esquizofrénico en el que habitamos las mujeres. Entre el esfuerzo de emancipación permanente -que como dice la feminista británica Juliet Michel, la de las mujeres es la revolución más larga-, y la explotación del propio cuerpo, tratándolo como un objeto a cultivar/exhibir/admirar/odiar.

La revuelta femenina, ha sido tantas veces una re-vuelta al punto de origen, porque es una lucha intrincada de deseos. A diferencia del antagonismo de la lucha de clases, en ésta se duerme con el enemigo. Se le ama, se desea y se espera ser deseada y reconocida por él. Incluso, las que no esperan nada de un él – sino que, de una ella, o de nadie – no quita que tengan la mirada masculina interiorizada: la mirada que fetichiza el cuerpo y lo cosifica, esa responsable de llevar a tanta mujer, aunque emancipada, a vomitar a escondidas en un baño.

Ningún régimen, ni aun el más totalitario, podría lograr que la industria de la belleza mueva la cantidad de dinero que hace, sin la complicidad de las mujeres. Lejos de ser de una frivolidad, se trata de la necesidad más primaria de búsqueda de amor: es la primera posición existencial, somos tomados por la mirada materna. De ahí en más, lo masculino será aquella posición que se defenderá por siempre de aquella pasividad, y administrará la mirada en el mundo; lo masculino debe cazar. Lo femenino buscará reproducir esa mirada, será presa de los depredadores; incluido del que lleva adentro, que aparece cuando se mira al espejo.

Femenino y masculino es leído por algunos como una condena inamovible del ADN de la especie. Otros, niegan toda diferencia sexual, asumiendo que todo es construcción cultural. Ésta última, es la posición dominante en la cultura más intelectual. Como sea, estamos llenos de paradojas. Fragmentados entre los logros de los discursos libertarios, que sí han logrado una delicuescencia de los sexos (que la anatomía no sea el destino), y han abierto el paso a una diversidad de deseos. Pero también nos tironea, como si habitara el inconsciente de toda la historia de la humanidad en las células, la división entre los que miran y los mirados: cazadores y presas en el deseo. Sea cual sea la hipótesis sobre nuestra naturaleza, lo cierto es que hay deseos tan arraigados que no cambian en algunas décadas de teoría de género.

Es en el cruce entre la historia evolutiva y la historia política, en que lidiamos con la administración de nuestra humanidad, desde las pasiones hasta el pacto social.

Hoy se ha reanimado el frente de la lucha entre los sexos. Ésta ha guerreado por la igualdad de derechos, la liberación sexual y la participación política. Estos días tiene como cometido cazar al cazador.

A cincuenta años de Mayo del 68 -de la revolución que prometía, entre otras cosas, igualdad por la vía sexual- queda la evidencia de que no hay fraternidad erótica si no hay simetría en el poder. Sospechosamente la liberación sexual de las mujeres fue bastante más fácil que la económica. Quizás porque implicaba que las oprimidas de antes, autoadministraran su explotación, haciéndole nada más que una leve cosquilla al poder. Un buen ejemplo es que entonces muchas mujeres pagaran/endeudaran su operación de tetas, con la excusa ahora de la autogestión de la imagen corporal y autoestima; transando, paradójicamente sensibilidad sexual (dicen que se pierde con la silicona). Así, las mujeres, no pocas veces, adecuamos las prácticas y el cuerpo al fetichismo masculino. Parafraseando a la escritora Nancy Houston, la libertad de un país comenzó a medirse por el derecho de los hombres a exhibir públicamente la carne desnuda de las mujeres de ese país.

Ahora, eso no significa que no se goce en esa posición, ser objeto de deseo, es una pasión humana nada de trivial. El problema es cuando se cruza con el poder, que es otra pasión humana, quizás aún menos trivial. De esto se trata precisamente la ola de denuncias de acoso sexual. Primero de la relación evidente entre poder y manipulación sexual en instituciones laborales y académicas. Son acusados jefes, profesores, productores y cualquiera que pueda dirimir el destino de otra persona. Hasta acá hay un acuerdo generalizado, basta de abusos de poder. Pero el terremoto evidenció otras grietas, donde la asimetría erótica es menos evidente y además discutible. Por ejemplo, el ámbito de las escenas sociales-sexuales, la de los compañeros de fiesta. Y ahí comienza el nerviosismo y la resistencia. Quizás ante el temor de que cualquiera pueda ser lapidado como un violador, quizás ante la amenaza de caer en el infierno de regular todo espacio para el erotismo.

Las resistencias se han centrado en el argumento de la caza de brujas, de las acusaciones rápidas y poco fundamentadas, de usar como tribuna las redes sociales, de no respetar la presunción de inocencia. Reparos válidos, pero que desvían la conversación central: lo generalizado del fenómeno de los acosos y abusos.
Como en todo momento de guerra cultural, de cambio de códigos, hay excesos. Claro, que habrá venganzas personales, exageraciones, mentiras y vanidad moral. Y por lo mismo es deber y derecho de quienes se sientan injustamente acusados de defenderse.

Pero al mismo tiempo, es una canallada la insinuación que trae la pregunta a las denunciantes: ¿por qué ahora?. Las denuncias sexuales no son como denunciar un robo. Porque implican deseo. Esto es especialmente evidente en los abusos infantiles, en que lo devastador para muchas víctimas es la sensación de haber sido cómplices. Se puede haber estado seducido, incluso excitado y luego quedar con la angustia de que algo estuvo mal. A veces se requieren años para poder nombrar una experiencia como abuso. Por eso son a destiempo, por eso aparecen en masa, cuando el contexto lo facilita. Es un error alegar una cierta pureza, para reconocer a alguien como víctima. Por ejemplo, se critica a las actrices de Hollywood por haber negociado su silencio, por haber privilegiado su carrera, como si para ser víctimas reales debiesen tener que inmolarse.

No es la primera vez que se denuncia el vicio entre el poder y el sexo. Quizás la potencia que lo ha convertido en el tema de los últimos años, es que el poder de la moral cultural está en manos del progresismo. La masculinidad zorrona, así como los millonarios, que por tanto tiempo administraron no sólo los bienes, sino la moral, vía machismo y conservadurismo; hoy se los puede dejar en vergüenza. Se pueden exhibir sus hipocresías y groserías. Su manejo impúdico del poder se volvió escatológico. Un reparo eso sí. Que se tenga el poder moral no significa que entonces se tenga el poder fáctico. Que se pueda ridiculizar a los líderes de Asexma por su papelón con la muñeca inflable, no significa que haya más mujeres dirimiendo en directorios. Digo esto como precaución ante el eterno retorno de las “re-vueltas”.

Lo cierto, es que todo apunta a un nuevo pacto entre los sexos. Habrá cuestiones más fáciles de codificar, las relaciones de poder explícitas, por ejemplo. El problema son las zonas grises donde colindan seducción y los excesos no tan claros. Este es un asunto sensible y confuso. Porque aun cuando se esté caliente en una escena sexual, la vivencia de abuso se experimenta cuando hay un desfallecimiento de la voluntad. Pasividad efecto de una borrachera o una relación de poder tácita, donde antes que satisfacción se experimenta la expropiación de toda humanidad. Como los adolescentes que juegan al porno, y luego terminan subiendo el video para humillar a uno de los participantes. Esto no siempre es tan claro, ¿y si el otro está igual de borracho, borrado, tiene noticia de que su compañera/o se siente abusado?

Más allá de la catarsis, habrá que hacer las distinciones que sirvan para intervenir en algo. La antropóloga Rita Segato, por ejemplo, distingue el incesto como un crimen sexual, mientras que la violación callejera la define como un crimen de poder, que implica pensar en la violencia estructural. Como sea, siempre quedará la violencia fuera del pacto social, y aprender a cuidarse es más que andar con un condón en la cartera. Es entender que un discurso de liberación o igualitarismo sexual no salva a la hora de encontrarse en un callejón con una pandilla de borrachos.

Soy partidaria de proteger el erotismo de la tentación de la regulación asfixiante. Prefiero el espacio para el mal entendido irreductible, que es el que permite que surja algo de erotismo. Y no lo digo como guardiana del goce (hartos sustitutos sexuales interesantes existen), sino porque el erotismo es fundamental para apaciguar la violencia entre los seres humanos.

Entre el absurdo y la pesadilla, me parecen esas apuestas por criminalizar lo masculino. Como la escritora Helen Rosner, quien hizo una lista de cosas que los hombres deberían hacer para cambiar, por ejemplo, dejar de masturbarse por un tiempo, o hacerlo con porno hecho por mujeres o queers. Pura omnipotencia de suponer que se puede intervenir en el deseo ajeno. Prefiero los acuerdos. A ellos, el respeto por quienes, aun siendo sus objetos de deseo, no les pertenecen. A ellas, que no olviden que el poder es una responsabilidad: no hay problema con seguir soñando con el “fantasy bra”, en la medida en que se hagan cargo de las políticas que velen por su jubilación. Así, no tolerar manoseos para tener un trabajo o cumplir los sueños.

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